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sábado, 28 de abril de 2012




NIDO DE SERPIENTES
           
Los seres humanos no pueden vivir sin ficciones-mentiras que parecen verdades y verdades que parecen mentiras-  gracias a esa necesidad existen creaciones tan hermosas como las bellas artes y la literatura, que hacen más llevadera y enriquecen la vida de las gentes. MVLL, Las ficciones malignas


 



            Shanti y Leo estuvieron libando hasta que las campanas de la iglesia de Tarma tocaron a rebato en el oscuro silencio de la medianoche. Abandonaron de improviso el bar La llegada y trastabillaron hacia los quioscos de caldo de gallina. Cabeceaban sentados en las banquetas, sin dejar de lanzar piropos a las muchachas en flor que servían a los choferes las suculentas presas. Se les hacía agua la boca, pese a los estragos que sufrían por la resaca. “Oiga, caserita, para mí la pechuga. Y para Cahide, el culito de la gallina --dijo Shanti apretujando el cuello de Leo, y con una venia a las carcajadas de la clientela. Después de las últimas cucharadas, se durmieron al unísono con los brazos cruzados sobre el mostrador. Leo se despertó cuando una de las muchachas, empinándose, sostenía de los hombros a Shanti para evitar que se rompiera la crisma. “Ti lu vas cair fuirti, juvin”, repetía  cada vez que el borrachín se tambaleaba. A las finales, éste se despertó por el denso vapor de la paila donde flotaban las presas. “Ya, carajo, aborigen, deja de joder la pita”, dijo acariciándole el fondillo. Acto seguido, se puso de pie y llegó bamboleándose la puerta abierta de uno de los ómnibus cuadrados en las afueras del Estadio Municipal, y trepó las escalerillas apoyándose en el vano del umbral. Leo fue tras detrás de él, zigzagueando: un  rescoldo de lucidez le reveló que se trataba de una nueva fechoría de Shanti, apodado Tramboyo de la Granpú por los yuntas del barrio. Vaciló un instante, pero sorteó un corto trecho: ”No sé en qué mierda va a parar todo esto”, pensó colocando un pie en el estribo.
            Desorbitaron los ojos al despertar frente al ayudante que les obligó a ponerse de pie, mientras, volteando la cabeza hacia adelante del ómnibus, grito: “!Hay dos forajas sin boleto, jefecito!” Sí se detenían, el ayudante, con el puño en alto, los obligaba a abrirse paso por el pasaje atiborrado de bultos. El chofer –una cabeza de pelo crespo con los ojos fijos en el parabrisas-- desgañitaba en el volante: “A estos pendejitos me los bajas a patadas en la  garita de control. Allí los cachacos les sacarán el último centavo”.   Gestos y voces de los pasajeros le manifestaron solidaridad. Al trasponer el estribo, el fuego en el aire fulminó al par de facinerosos. El pobre Leo embrutecía de sed.
En el claro amanecer de ceja de selva, la polvareda  de la carretera los cegó, pero luego se conciliaron con la  canícula. Sudaban, trémulos, la cerveza de la víspera. Shanti sonrió con malicia. ¿Estaría el hermanito a punto de quebrarse abrumado por el miedo, la angustia y el pánico? “En la vida hay que tener los cojones bien puestos” –le exhortó agarrándose los testículos”. Estando en esto, soltó una carcajada cuando vio al guardia de la garita de control que le hacía un guiño cómplice. En un santiamén, palmeándole el hombro, el guardia le aseguró al chofer que informaría a su superior sobre el incidente. Leo se enteró que el susodicho y Shanti habían estudiado en la Gran Unidad Escolar Pedro A. Labarthe y, por eso,  compartían memorias sobre la promoción de la Seccion F. Después de darle un billete a Shanti, el guardia detuvo pitando un volquete cargado con bolsas de cemento: “Un aventón para mis primos. A San Ramón nomás, campeón” le ordenó al chofer.
 San Ramón lucía desierto. Algunos feligreses cruzaban la plaza, unas beatas cubiertas con velos blancos y unos viejos vistiendo ternos oscuros. “Al recinto de Dios, sacristán, a curarnos con la sangre de Cristo”, ordenó Shanti al doblar la esquina. “Alabado sea el Señor”, replicó Leo. Se sentaron junto a una hilera de fieles. El recogimiento en el claustro los durmió. Casi al término de la ceremonia, Leo se despertó de repente y por una segunda vez.  Alguien en la penumbra le piñizcó el brazo. No, no podía ser la anticuaria de al lado, coronada con un halo de santidad. ¿O era, acaso, por el  reflejo de los cristales burilados de los ventanales? Sí, fue una de las viejas de hinojos en el reclinatorio que a espalda suya le cuchicheó con un aliento de moho: “ Haz callar a ese demonio, por la Santísima Trinidad”, y otra más vieja, irguiéndose, le musitó, colérica, mientras blandía el índice:  "Tú, Barrabás, y tú, Caifás, jamás harán caer en tentación al Padre Josefino”. Las notas celestiales del órgano no silenciaban los ronquidos de Shanti. De rato en rato, entre sueños, gritaba: “Oye, Rumi Ñawi, dile al cura de mierda que ponga otra música, carajo”.  Entonces, se formó  alrededor el círculo de la Santa Inquisición, y vano fue el canturreo destemplado de Leo para camuflar la blasfemia del sacrílego que adolecía, en estado etílico, de un agudo complejo de conquistador español. Cuando el sacerdote elevó el cáliz hacia el cielo, auscultó por un segundo el aquelarre. En ese momento, Leo jaló a Shanti, y ambos se balancearon hacia el pórtico. Afuera el sol quemaba a los mil demonios. En fila india de a dos se dirigieron al paradero de los colectivos a La Merced
Merodearon sin rumbo por la plaza, pero fustigados por el sol se cobijaron bajo las sombras de las palmeras. En el sopor del mediodía, alicaídos, se morían de sed; sin embargo, esperaron sentados otro milagro. De pronto, apareció en una esquina el colectivo del tío Chalupín. “Va ser bien tranca sacarle unos chivilines al cascarrabia” dijo Leo blandiendo la mano. “Al final atracaría –le aseguró Shanti--. Jamás se le negó un plato de lentejas en la casa de Tarma”. Dicho y hecho, el tio cuadró su auto negro en el paradero, y cuando salió el último pasajero, requintó a sus sobrinos.” Otra vez estos mataperros de la Toya fregando al prójimo. ¿Acaso no se han visto la facha en el espejo? ¡Qué vergüenza para la familia! Y no se hagan ilusiones, no se merecen ni un pito” Sin embargo, desarrugó el entrecejo y les refiló un par de billetes con los que compraron un par de raspadillas de doble porción. “Al menos algo le sangramos a Chalupín” dijo Shanti lamiendo el cono de hielo coloreado con jarabes de tres sabores. Estuvieron sentados por un buen rato en una banca al pie de la palmera, mientras crecía el número de viandantes en las veredas de la plaza. “Chinea esa selvática de poto ardiente” “¿La que lleva la falda pegada a la piel?” Cuando la muchacha pasó cerca cimbreando las caderas, ambos se pusieron a corear; “ Patí, pamí, patí, pami”. De golpe, Shanti sugirió subir a la chacra de la tía Ludmila.”¿Estás loco? –dijo  Leo—Ni a cañones me muevo yo de aquí. ¿Subir por la carretera con los muñecos, llegaremos allí en un siglo” “Y cómo diablos regresamos a  Tarma. ¿Sin la guita, ah?. Último recurso, tu madrina. Y deja de ser un huevo frito –agregó, con perfidia: -- Hay una subidita al camino de herradura, desemboca justo en La Cruz.  De allí al río Toro, el trecho, una bicoca.”
Llegaron a un desfiladero por donde discurría un riachuelo en tiempo de lluvia. Shanti tomó la delantera por su buen instinto para superar cualquier escollo en las aventuras; por consiguiente, Leo le debía prestar ciega obediencia. “Pon la pata en esta piedra, Chuto, no en ésa, no”. De lo contrario, se despeñaría al abismo y se desportillaría la calavera. Por fin, llegaron a una leve colina y luego de unos minutos trotaban ya en las huella del camino de herradura dividido en el centro por un  rastrojal poblado de mantis. Pasaron por el tambo con techo de humiro a dos aguas donde se almacenaba maíz, yuca, coca,  plátanos verdes  y granos de café. Afuera, los jornaleros de la sierra del sur aguardaban al capataz de la hacienda Don Carlos. Por fin, al trasponer un recodo, apareció el robusto tronco a guisa de puente: por fortuna no había sido arrasado por la avenida de las lluvias torrenciales. En las enormes piedras del lecho se soleaban las lagartijas impasibles a los chillidos de los guardacaballos. De una ruma de maderos, Leo escogió uno de ellos –largo,  grueso y fuerte-- y trepó el montículo para equilibrarse en el tronco cual trapecista de circo, pero no pudo dar el primer paso: en la orilla, Shanti, destornillándose de la risa, le grito  que no fuera tan pelotudo de cruzar como acróbata de circo. Leo se ofuscó, y a punto de caer en el lecho de aguas magras, apoyó un extremo del madero en el lecho.
Habían caminado casi una hora. De golpe, Shanti se detuvo al pie de una colina cuya cima se perdía en las nubes. Se negó a seguir por la carretera que circundaba el monte. “Mira, Chiricuto, estamos justo debajo de la chacra de la tía Ludmila—dijo levantando la voz. Era ensordecedor el concierto de las cigarras  los búhos, las ranas y los grillos el monte. Levantando bien alto el índice, agregó: -- Cortamos camino por esta cuesta y en dos por tres llegamos al cafetal”. “O sea, quieres abrir una trocha sin contar al menos con un machete—dijo Leo haciendo un ligero amago de retornar-- Ni cagando, no estoy loco para suicidarme. No me muevo de aquí ni con la muerte de un obispo” dijo Leo, lívido por la cólera. Shanti dio media vuelta y se orientó hacia cuesta pestañeando por el reverbero que se astillaba en la espesura de la floresta. Paralizado, con la tortura de la duda. Leo calibró lo bien escarpada que era la cuesta. ¿Emprender solo la travesía de retorno?. Ni cagando. ¿Y si se le atravesaba una culebra? No, no quería ser carroña de una manada de zajinos con fieros colmillos y una parvada voraz de buitres. Entonces, no le quedaba otra alternativa que seguir al perverso con sonrisa de hiena y  que jamás mira de frente. “ ¡Oye Tramboyo de la Grampú –gritó a todo pulmón, y   los ojos que le ardían por las lágrimas-- donde chucha estás ahora, carajo, que me cago en mi puta vida”. “Date prisa, Chulillo, si no quieres que te coman vivo los pishtacos”—le respondió Shanti con los ecos de una voz resonando en una caverna profunda.
            Al principio de la cuesta, Leo cubrió un trecho cubierto de una fina arenilla dorada. Los matorrales se esparcían alrededor de un boscaje que todavía dejaba filtrar el sol. Al cabo de un rato, el desnivel se acentuó de manera gradual sobre un terreno ahora cubierto de cascajo y pedruscos, a la vez que la maraña de la maleza se tupió imprimiendo cierta viscosidad en el aire. Después de un arduo ascenso, la pendiente se empinó abruptamente justo en el momento en que Leo dio alcance a Shanti. Ahora ambos se desplazaban, casi a rastras, sobre una superficie fangosa de un socavón techado por una hojarasca sin resquicios: una turba de diminutas pupilas fosforecía en las tinieblas cada vez que embestía  una miríada de lancetas. De pronto, Shanti, en virtud de sus cojones bien puestos, adelantó cierta distancia y pudo avizorar en el extremo alto del socavón el deslumbre del sol. Entonces, espero a Leo haciéndose la señal de la cruz. “Llegamos, hermano, te lo dije mil veces, mis cálculos nunca me fallan” “Ya, carajo, no hagas tanta alharaca –dijo Leo limpiándose el sudor y la sangre por los arañazos de las ramas—Estoy vivo y culeando. Te fallaron tus cálculos, Caín. Jamás heredarás la casa de Tarma” “Pucha, no jodas con tus mariconadas. Mira dónde pones el pie, si no quieres resbalar al fondo del abismo. Y ahora subamos a lo macho.”. Esta vez treparon uno al lado de otro dándose la mano por si acaso deslizaban unos centímetros. Shanti se puso a la vanguardia a fuerza de fornidas brazadas y cuando fue capaz de sacar medio cuerpo del agujero le gesticuló a Leo para que se apresurara en silencio. Cuando éste último resucitó como Lázaro en la superficie, vociferó:
            --¡Padrino!
           El viejo Anchi, que en ese momento curaba las plantas de café -- sombrero de fieltro verde con el cendal debajo para protegerse de las picaduras, botas con polainas y la infalible casaca de becerro en pleno calor--, se cayó de culo y patas arriba, pero antes cerrar los ojos alcanzó a increpar:
           --¡Salgan rápido del nido de serpientes, locos de mierda!
Blas Puente Baldoceda
  Cincinnati, 2012