Ángel de la Guarda
A Devo, mi doberman,
In Loving Memory
Mi Ángel no es de la Guarda.
Mi Ángel es del Hartazgo y Retazo,
Que me lleva sin término.
Tropezando, siempre tropezando,
En esta sombra deslumbrante
Que es la Vida, y su engaño y su encanto.
Martín Adán
A Samudio le encalabrinó los tímpanos el estremecimiento del ascensor, pero al conjuro de los hados deslumbró fugazmente en el vestíbulo un Ángel de la Guarda. “Ya no huele tan mal, chico –le dijo alisando el atavío de lino crema--. Sudaste la gota gorda, pero eres, sin lugar a dudas, un titán” Petrificado, mudo por una eternidad, Samudio contempló cómo se evanescía el aroma de las alas en la larga penumbra del corredor ¿Titán como un Gengis Khan? ¿Y la protuberancia a trasluz del braguetón? ¿Acaso se manejaba una envergadura de burro en primavera? Igualito a los burros de Huaricolca que rebuznaban de arrechura en las colinas donde pastaba el par de ancianas con quienes solía agarrar chamuyo en Quechua. Fumigó apresurado en torno al umbral del ascensor. That’s it is all for today, sonabitch. ¿Remordido por la genuflexión de pongo sapo? ¿Por las lágrimas que por poquito no derramó, alicaído por las punzadas del miedo y la ansiedad? No, no era para menos: hacía casi tres semanas que Samudio devino el apestoso del recinto universitario. Lo eludían subreptíciamente, sí, evitaban sentarse cerca del indigno. No, no alucinaba porque incluso los coterráneos, en las veredas de las cinco cuadras del centro del pueblo, se rajaban de modo sesgado hacia el sardinel de la calle cuando Samudio trotaba viciando el aire con una pestilencia de guiso de pollo achicharrado. Un ultraje a despecho de haberse agenciado los más diversos jabones, detergentes y desodorantes. After all, le importaba un ojete este pueblo de mierda donde toditito le llegaba a la punta de la pichula. ¿Pichula Cuellar?. No uno sino muchos suspiros de alivio, jijunagrampú. Sólo le resta por rociar la alfombra del piso y el tapiz de las paredes, ambos de un rojo burdel. Sí, aquí mismito, carretas, el primer piso de un edificio de cinco y tan solo a cinco cuadras del campus, albergue de por lo menos un centenar de gringachos que roncan en los brazos de Orfeo.
Camina ahora con roche las tres cuadras atestadas de estudiantes hasta la esquina donde contempla por milésima vez el portal de la universidad, dos columnas de piedra coronadas por un arco con una larga inscripción en latín. Tiempo, tiempo, asómense pronto el sonido y la furia de la noche en Champaign-Urbana, chasumá. ¿Y si por ende mi duende te quedas dormido en la clase de fonología? Espera, gilipollas, por el muñequito blanco. No vaya a ser que un red neck te meta el guardafando por el culo, así al saque nomás, en plan de joda.
Con los ojos bien abiertos, pero fijos en los profesores a quienes no les entendía ni maca, ni olluco ni oca, Samudio urdía el ardid de pegarse una siestecita de segundos en plena clase. Y esto porque aquí, en un remoto lugar del mundo, aprisionado por un infinito maizal, Champaign-Urbana, las aldeas gemelas, dónde miche encontraría la machiquita que le haría funcionar su cerebro de chuto como un reloj de Suiza. ¿Se ponía, acaso al nivel de sus pupilos?. Estos cojinovas se tapaban ahora las narices en tu propia nariz, Samudio, un desafio de los jumentos que sufrían con la lengua de Cervantes. Y si estuvieran en el terruño ni a chicotazos ni a cocachos, ni tampoco a huaracazos, la aprenderían. Viejos tiempos de la letra entra con sangre. Ladillitas. Si asistieran a clase con regularidad y pusieran toda su concentración, sería otra la historia para contar al califa, Sherezade. Y al caer la noche de hielo --luego de estudiar, corregir exámenes, y hacer los cagadísimos análisis de fonología, asignados por los errantes de Judea (justamente fueros estos galifardos quienes fraguaron su estadía por cinco años en pos de un probable doctorado; si, pues, esta olla de cucarachas cojudamente asumió que el estudiante Samudio era hablante nativo de un dialecto Quechua. Qué cacanuzas, los académicos, siempre cagando fuera del bacín),-- iría al barcito de los country folks, a sólo dos cuadras del edifició de los cien gringachos donde pernoctaba en un camastro de soldado, con estufa, escritorio y estante: una pieza y baño compartido, ad hoc para un chato voyerista bajado de las alturas de Cochas. Y en el Irish Pub, los labradores, que hedían a estiercol, se quitarían los sombreros guardando distancia, pero sin herir la susceptibilidad del stinking peruvian. ¿Y ellos, ah? Apestaban a boñiga en el bullicio de humo que se desleía en el barra, pero patas al fin y al cabo. Borrachísimos, los viernes en las noches, condimentaban sus historias con dientes manchados de tabaco y aliento de mil demonios Sin embargo, lo aseverado no era tan relevante como la vikinga del vitral en cinemascope: desde la una y media hasta las dos de la mañana, Samudio debía clavarse en el escritorio de miniatura: la muchacha en flor empezaría a quitarse lentamente la ropa en el ventanón de enfrente, engolosinada con las ondulaciones de cuerpo, se enfundaría en el piyama a media luz, y se escondiría debajo de las cobijas, no sin antes de jalar --coqueta, veloz-- la lámpara de Aladino. Es, pues, el caso que la escena se desarrollaba en un quinto piso, cosa de brujería, el cinco. Y, entonces, Samudio, dándose ínfulas de versificador declamaba para sí mismo, mientras se deleitaba con el striptease gratis: oh ninfa de Onán, –presurosa brisa que en tardes de verano mitigaba la canícula con el feroz bamboleo de las nalgas— ¿torturas, acaso, falsa perjura, con saña, alevosía y premeditación? Solamente Dios sabe si percibía que los edificios contiguos se acunaban con la arremetida de las ventiscas de nieve galopando desde de los lagos en Chicago. ¿Y con la pajita?
--Pongan libros y cuadernos bajo los asientos, por favor –dice ahora Samudio cerciorándose de que el cierre del blujeans le quede bien afianzado. Más vale pájaro en mano que cien volando. Luego, distribuye el examen entre los cabezas de las filas de carpetas. Les ordena de inmediato escribir las repuestas. Y les recuerda una vez más que en esta clase guerra avisada no mata gente, borricos. Suspira de alivio y se dirige al alto ventanal para dar rienda suelta a las remembranzas, mientras se deleita con el cromatismo del otoño en las hojas enloquecidas por los huracanes que despeinan los maizales de alrededor.
Del destierro que le deparó el destino, Samudio jamás se olvidará el día que, por fin, se cumplió el plazo que le fijo la bestia de la administración: un cerdo de crencha pelirroja. Recostado el hombro en el quicio del ventanal, Samudio evocaba en ese momento la furia del sol en los vitrales de la entrada al edificio. Aquella tarde aciaga el cerdo recorrió los cinco pisos y se detuvo acezando frente al umbral del ascensor donde Samudio lo aguardaba con un agobio de siglos. “Bueno, labor cumplida –gruño babeando babas del diablo--, así que tranquilícese, ahora sí la migra no lo deportará” “¿Y esta vez te olvidaste de traer tus patrulleros –retrucó Samudio, iracundo--, comemierda?”. Y no le importó los colmillo del jabalí de la bestia que, voraces, lo embestirían, ya que en el acto, agregó: ” ¡Gringo, hijo de puta! !Abusivo, concha de tu madre!. “What the hell are you yelling to me you mother fucker. Go back to your country but before I smash your monky face”. Samudio se cubrió los ojos, pero por las ranuras de los dedos vislumbró al Ángel de la Guarda con las alas enhiestas y erguido el vergajo de burro en primavera. “Samebody can go to jail for domestic violence”, gritó con un vozarrón de ogro. El gringo sonabitch sobre el pucho quedó inmóvil. “But he yelled at me first in his fucking language” alegó cobardemente y se escabulló con el rabo entre las piernas, mascullando algo que a Samudio y al ser angelical les valio un pito averiguar. Cuando éste desplegó el plumaje para felicitarlo por haber perfumado con diligencia la alfombra de los corredores y los tapices de las paredes del cuarto piso, Samudio desfalleció a diestra del Señor de los Milagros. Sí, pues, no pudo más y se echó a llorar con honda ternura. “Mira, chico, ven pa’ca –dijo el ente celestial , posando las alas en los hombros abrumados de su vecino.-- No es para tanto. Dejá de llorar, coño. Estamos en el medio oeste, en una villa de rústicos, en el epicentro de un maizal, y para esta gentuza somos unos extraterrestres. Racistas de cuna hasta la sepultura. Poor people. They can not help themselves.” Y ese día Samudio se enteró de que el Ángel de la Guarda se llamaba Ricardo –Ricky, por estos lares-- era venezolano y estudiaba arquitectura. Y no era un huérfano parajarillo en tierras extrañas. Todo lo contrario: era un atarantador bien macho y camacho por los cuatro costados.
De vuelta a la buhardilla. Resignado a sufrir otra noche de desolación en Champaign-Urbana. Tan pronto deslizó el seguro de la puerta, se despabiló frotándose las manos fuertemente. Había que calentarse el resto de guiso de pollo. Siempre cagándose de hambre, caracho. No bien puso la ollá en el fogón, escuchó que alguién tocaba la puerta ¡Mierda! Una muchacha liviana, de cabellos rubios y revueltos, se desprendió de la chaqueta mientras, casi empujándolo, traspuso el umbral. Luego de unos segundos de ofuscación, sin atinar por deshacerse de la intrusa, de golpe la recordó: era la que sentaba en la tercera fila del salón de clase. “No le devolví la segunda hoja del examen. No quiero que me acuse de plagio y me ponga una mala nota” A Samudio el piso se le derretía: trémulo, recibió la segunda hoja del examen, imaginando que los policias de la universidad le rompian ahorita la puerta a culatazos. Sin quitar la vista de la turgencia de los senos, empezó a tartamudear que saliera de la habitación, pronto, por favor. ¿Cómo se le ocurre, señorita, que la desapruebe por semejante estupidez?. Trastabilló hacia la puerta demudado por el terror y le ordenó que se pusiera la chaqueta de inmediato. !Nunca jamás se le ocurra venir así! !Me cago en mi puta vida, carajo! Y mirando el techo puso como testigo a Jehova que no la tocó a la idiota ni con el pétalo de una rosa. La muchacha espantada por la vociferación del transtornado Samudio, sin entender absolutamente nada, corrió despavorida por la penumbra del pasadizo. Aún más: tan luego de asegurar la puerta, Samudio escuchó en el acto unos golpecillos díáfanos pero esta vez le pareció que sonaban cargados de veneno. !El colmo de la mala racha, putamadre! !Ahora si que me fregué de por vida! No faltaba más: ¿la cagada en colores, Diosito lindo? Se secó el sudor de las manos en el pantalón. Antes de abrir, respiró profundo para defender a capa y espada, la inocencia y el honor; empero, cayó de espaldas y, por poco, no destroza el camastro. No, no era la policia de seguridad del campus universitario, era Ricky luciendo anteojos ahumados en plena noche y asiendo gracilmente una cajita envuelta en papel celofán. Después de prestar oídos a las penurias de Samudio, esbozó graciosamente una sonrisa en la comisura de sus labios carnosos, agitó las vigorosas alas y lo alzó en vilo. “Siento orgullo de ser tu amigo. No me defraudaste. Cualquier otro sinvergüenza se aprovechaba de la pobre chica. Y olvida el susto, más bien adivina, adivinador, tu regalito—le dijo soltándolo en el vacío a la vez que le daba la cajita envuelta en papel celofán--sí, mi amor, olvida esos senos probablemente sin sostén con empanaditas de Puerto Rico via Chicago. Y para cualquier cosa, cuenta conmigo. Y una nueva voz tenue, meliflua, nuevos ademanes y gesticulaciones, le exigieron a Samudio que sonriera, chico. Aquí no pasó absolutamente nada. Y dándole un peñiscón en la mejilla, lo abrazó y le susurró que se caía de sueño y que ahoritica se iba a dormir. Petrificado, enmudeció otra vez por una eternidad, Samudio, y al toque se puso discurrir el por qué de mi amor, chico por aquí y por allá, y la retahila de icas e itos. ¿Cabritilla, el macho camacho? ¿Perturbado? ¿No te la olías, ah? No, no la barajes, pues, deschávate ¿Y ese nerviosismo al sentir el culebrón adormilado en tu entrepierna era, por si acaso, puro vacileo? O en plan de Narcizo, Samudio, ¿tú mismo te vienes meciendo? ¿Mariposa en el jardín del olvido?
Y fue de ese modo que comenzó a beneficiarse Samudio con las tiernas bondades de Ricky. No siempre eran empenaditas portorriqueñas sino una gama de pasteles de todo sabor y de diversos países hasta que un día digno de recordación se presentó engalanado con un coqueto mandil de colores, aferrando un plumero y una mini escoba. Samudio acababa de salir del baño enrollado en una toalla desde la cintura para abajo. “No, m’hijo, así a mitad desnudo no te toco, así me manden al paredón de fusilamiento. Bueno, al menos que me deleites con un exquisito eau de toilette de París. No, no te me desmayes, s’il vous plaît. Tan sólo te estoy bromeando, bobito” Para sopresa suya, el ama de casa que ostentaba nalgas de mujer pero pichula de burro ni siquiera había tocado la puerta y ya estaba en plan de desenpolvar un polvo inexistente para Samudio “Y ahora dime, m’ hijo, la verdadera historia del incendio que chamuscó a un centenar de gringos aquella fatídica madrugada. Y apúrate que termino en un dos por tres de limpiar y poner en orden esta pocilga. Dios santo, como puedes vivir así”, le sonrió con leve sarcasmo. “Quieres leer esta vaina”—le replicó Samudio con cierto desgaire, al mismo tiempo que le alcanzó un folder del escritorio.
Agobiado por el análisis fonológico y la inacabable correción de quizes, salió por alivio y solaz en el bar de los hediondos. Había que desfogar las miserias de ser un intruso en territorio ajeno. Esa noche de viejos discos de música del campo, todo el mundo desgañitaba el humo de sus memorias. El extranjero permaneció callado; de rato en rato, emitía un monosílabo, una palabra, una frase de impecable inglés. Los coboyeros lo palmearon en la espalda porque se quedó dormido despues de sorber el segundo vaso de espumosa cerveza negra. La senda entre montículos de nieve sucia y charcos con natas de hielo donde refulgía sombriamente la luna, era tortuosa. No recuerda si tomó el ascensor o subió la escalera del extremo opuesto con acceso a todos los pisos. Ya en el cuarto procedió a desnudarse, luego puso a calentar el estofado de pollo en el fogón más grande, mientras se sentó a esperar. Y de pronto era mama de cuando niña, viajando de la mano del abuelo en un tren de carga. La criatura temía morir exfixiada con el vapor que vomitaba por ambos lados la cabina del maquinista. El pito erizaba la helada bajo un sol enceguecedor y acicateaba el vuelo de los patos en los lagos entre las cumbres nevadas de Morococha. Y cuando empezó a granizar en las calaminas de las bodegas del abuelo Sebastián, los dedos de mamá se deslizaron de mano callosa, y la criatura cayó a un lado de las rieles, ya sin respiración, pero logró postrarse, y a fuerza de ruegos a todos los santos habidos y por haber, pudo movilizarse hasta el borde del camastro. El golpe de su cuerpo en las lozetas, lo despertó a medias, y entonces, casi a ciegas, empezó a gatear hacia el picaporte de la puerta...
“Y entonces se abrieron al unísono un miriada de puertas encuadrando piyamas y batas. Gritos de sorpresa, odio y terror. Un latino desnudo, con la pija bien erguida, envuelto por la humareda que brotaba a raudales…algo así. –dijo Ricky embargado por el entusiasmo-- Por supuesto, yo, uno de ellos, en la mitad del pasadizo, coño. Pero ven pa acá, chico y esto –agregó blandiendo la hoja—coño madre, no sabía que escribías. Y cuando lo terminas” “¿Terminarlo, yo? –le replicó Samudio-- ¿Con que tiempo, mi estimado?. De vez en cuando garabateo una que otra vaina que se lleva la hojarasca de Macondo.”
Fue a raíz de esta conversación que Ricky surgía del ser y la nada, una y otra vez, con sus pastelitos de mil sabores y cada vez lo conminaba a escribir la historia del guiso de pollo o del pestífero, títulos que entre otros le sugería como un hincha bien fanático. Al sospechar que el escribidor no avanzaba ni siquiera una línea, el Ángel de la Guarda asumió la responsabilidad de la corrección de quizes y exámenes, de modo que el escribidor en ciernes contaría con más tiempo a su disposición. El mecenas sólo requería las instrucciones para calcular el puntaje y los promedios, y, por supuesto, todo se llevaría a cabo con prontitud y absoluta discreción. Más aún: el Ángel de la Guarda era ducho en menejar dos o tres cosas a la vez, pero, eso sí, bajo una rígida condición: jamás de lo jamases se le ocurra perturbarlo las noches de los viernes y los sábados. Era el tiempo exclusivo para sus amigos árabes con quienes armaba un jolgorio del divino carajo: coño, cocinamos, bebemos, cantamos y bailamos en la estrechés de la cueva. Por supuesto, m’hijo, durante la sobremesa cambiamos ideas sobre asuntos de política y cultura a nivel internacional. El lema de círculo es ejercitar la mente en cuerpo sano. Al toque Samudio –herido y quebrantado—receló una insidiosa patraña: el ser angelical se transfiguró al instante en un bicho horripilante debido, quizás, a tus celos de chacal, Samudio, o a tu envidia de hiena. Con el transcurso de los días, Samudio devino una tarántula obsedida por desmadejar el ovillo del misterio. Tan pronto como la noche se cernía en el pasadizo, montaba guardia al extremos opuesto al elevador, cobijado por el mortecino Exit rojimio que antecedía al tenebroso lobby de las escaleras. Desde allí, semioculto, espiaba el sigiloso advenimiento de los cuatro árabes altos y espigados. Cuando empezaba el bullicio de la orgía, Samudio, de puntillas como el pantera rosa, o como una danzarina de ballet, atravesaba a un paso de distancia de la puerta prohibida. Y, entonces, mientras repasaba una y otra vez la puerta del Ángel de la Guarda, evocaba los comentarios del círculo de amigos o daba rienda al frenesí de la imaginación. Acicateado, no por la melancolía de la añoranza, sino por el odio y el resentimiento acérrimos de serpiente en paraíso perdido, recuerda que te recuerda, a guisa de un demente: es la aberración de la contranatura, dictaminó la catalana que le invitaba los domingos tortillas españolas en su cuartucho atiborrado de folios del siglo de oro. El veredicto de Jimmy fue atroz: mira, huevón: es una caterva de degenerados del coito anal, gozan el encanto de la mostaza. Una cáfila de cacaneros, huevón, chivatos de pura cepa. Al acecho en las tinieblas, Samudio, afiebrado, afanado en el delirio de la conjetura: se delineaban las alas –ya no de ambar sino de azufre-- del libidinoso en la pose del perrito, al filo del catre, ora bramando, el fauno, ora gimiendo de extásis u ora ululando el climax, la ninfa, que le hacían alcanzar los eunucos de Arabia, resoplando blasfemias y maldiciones. Ahí, la Ricky, regocijándose, la insaciable chuchumeca. Y fue un dardo en el meollo mismo cuando el borinque Abraham, meciéndose la barba azabache, emitió el juicio final: es puto, en definitiva, un pervertido, un sofisticado artífice de la seducción. Ven pa’qui, muchacho, cuando menos lo pienses, ¡pum!, ese pato de doble filo te viola, te desvirga, te clava ese vergajo de aventajado. Y te hace feliz –chinga que te chinga, intervino el chicano Jairo,-- porque seguramente adoleces, chingón, de la misma tara congénita de tu compatriota, el joto Jimmy, que hizo tragar el cuento de las mil palabras de que todos los calzones negros que colgaban por doquier en su apartamento eran de las gueras que se cogía cada noche. No, chavo, a ese buey lo vi en el mero Chicago, chambeando en una barra de trasvestistas de mala muerte. ¿Y tú? ¿Qué diablos hacías en ese antro?, indagaste al tiro, Samudio, pero en su boca cerrada no entraron moscas. Fue el gusanito cubano, Bobby, el que te aseguró que el charro Jayro estaba allí por la heroína que se inyecta para poder sobrevivir las desventuras de su existencia, en tanto que el otro desdichado, el indiecito Jimmy, se armaba unos pitillos de marihuana, juntitos y ocultos detrás de las bambalinas, antes de la mediocre actuación, ya que ambos, coño, son trasvestistas. Dile que te invite a su apartamento y verás calzones, no negros, sino rojos. Entonces, sonriendo con amargura, Samudio interrumpió bruscamente el entretenimiento de la memoria, la recreación de libre albedrío, y colocó el ojo en la cerradura para corroborar la supuesta orgía. De pronto, un silencio de sepulcro. Al toque Samudio se las picó disparado por el pasadizo, se metió en la cama con la ropa puesta sin importarle el striptease de la vikinga detrás del ventanal de enfrente. Entonces, sin apagar las luces, se refugió debajo de las cobijas. En las tinieblas del pecado, se masturbo rabiosamente, entre sollozos de desconsuelo.
Después de esquivar al Ángel de la Guarda por una semana y media –se asilaba en el quinto piso de la biblioteca hasta las doce de la noche y acompañaba en ocasiones a la encargada de esta sección de lingüística, una enorme gorda con cara de muñeca que solía invitarle sus caramelos de sabores exóticos dizque para paliar los padecimientos con la fonología abstracta--, Samudio, estupefacto por los caprichos del azar, se dio de bruces con el Lucifer de la contranatura cuya fosforescencia de azufre lo encegueció por un instante antes de fingirle una sonrisa de circunstancias. Sin preambulos, y con cierta premura, el ser angelical se excusó de no haberlo buscado antes, es que andaba bien ocupadísimo, chico, con una serie de proyectos. Pronto se graduaría, de modo que para este fin de semana mi peruvian buddy será el invitado de honor a mi castillo para una cena en francés y a la francesa. Ah, casi, casi me olvido, ponte una ropita presentable. Mira, pues, no es una imposición, pero hazlo, mi amor, siempre en cuando te sea posible. Era, pues, la tercera vez que Samudio se quedó tieso, mudo. Experimentó una suerte de vértigo, un revuelo en la mente, una aceleración de los latidos, otra vez los estragos del miedo. Míechica, me cago en la tapa del loro. ¿Una declaración de la locaza? Púchica, ¿Y ahora, hombre, qué te diré? Le asaltó un agudo palpitar en las sienes, mientras Ricky se esfumó por encanto en la leve penumbra del pasadizo.
Viernes al anochecer Samudio atravesó con los nervios en punta el corredor bajo las bombillas de precaria iluminación. Tocó con suma discreción la puerta y quedó deslumbrado con la policromía de una lámpara de pie y un par de rosas en el centro de la mesa en alianza con dos sillas cubiertas de un gamuza rosa. Seducido por el ambar del aroma no supo que responder cuando el Ángel de la Guarda, alcanzándole una copita, le preguntó si se le antojaba cogñac francés como aperitivo, al mismo tiempo que destapó la fuente con la punta de los dedos de damisela –era un juego de loza con flores buriladas, obra de un artífice –, esparció otro aroma peregrino al paladar de Samudio--. “Bueno, para que te relajes –agregó el Ángel de la Guarda—con la cena beberemos un antíquisimo vino frances para acompañar el Beef Bourguignon--. Por favor, siéntate. Empecemos ya, m’ hijo” Durante la cena Samudio se enteró de que era uno de las viandas que ordenaba el mayordomo de la mansión en Caracas, quien le exigió que trajera el juego de cubiertos de plata para agasajar a los amigos en Champaig-Urbana. Pulcritud, elegancia y orden, era el lema del cabrón de su padre –congresista, ministro y ahora embajador—, impuesto a la servidumbre y cada cena era una liturgia del silencio. Prohibidísimo si uno hablaba con la boca llena. Sí, coño, un cabrón de alta alcurnia, mi progenitor. Después de brindar por la amistad eterna, el Ángel de la Guarda dio una palmada y se amainaron las coloridas luces del primoroso lenocinio, bostezó largamente, y con pasos de ballet enrumbó hacia la colcha púrpura con borlas doradas. “Déjame tomar la siesta de solo un par de minutitos, y si te apetece abre otra botella de vino. Volvió a bostezar pero, esta vez, soñoliento, mientras musitó palabras de amor: si se te antoja una siestecita, bienvenido al nido. Por supuesto, Samudio debería haberse puesto del pie al instante y se debería haber largado de inmediato. No le cabía le menor duda: un degenerado de la contranatura con diabólicas artimañas para seducir a sus víctimas. No obstante, Samudio se quedó clavado en la silla. Engatuzado quizás por la miel de la siestecita, se arrellanó al lado de la bella durmiente que se deslizó sensualmente hacia el borde que colindaba con la pared. El corazón le latía furiosamente, desfallecería en cualquier momento, y era imposible controlar convulsión en las piernas, pero al final se las ingenió para cenirse tímidamente a las espaldas del Ángel de la Guarda y apoyar con discreción la palma de la mano sobre el hombro. Al reparar cierta aquiescencia, resucitó Pichula Cuellar y naufragó sibilino en la raja del ser angelical. Al instante, impelido por un soplo de Satanás, levitó, el Ángel, divinamente, de la Guarda, por unos segundos, antes de descender y reposar en la orilla del camastro con sendas manos cubriendo el rostro anegado en un sollozo casi infantil. Abrumado, derrotado por la desilución, le bastó un par de carraspeada para agravar la voz de macho camacho y recuperar la férrea serenidad. Mira, imbécil, tú no eres mi tipo para acostarme. Eras el amigo que siempre añoré encontrar algún día. Como si le hubieran marcado con un fierro al rojo vivo en la espalda, Samudio se defendió con retorcida astucia: pucha diablos, era sólo una muestra de cariño por todas las cosas que haces por mí. Yo ignoraba francamente que eras. . . eras del otro equipo. ¿De qué equipo hablas, idiota? ¿De fúlbol? ¿Ah, qué no lo sabías? Esto es el colmo de los colmos. No la embarres más. Secándose un resto de lágrima con el dorso, lo expectoró con el índice firme hacia la puerta. Vete, por favor, vete, coño. En la densa penumbra del pasadizo Samudio retornó a su cuarto dando trancos de homicida. Le importó un carajo su vikinga agachada exhibiendo la vulva con pelos rubios entre sus poderosas nalgas porque ahora fue él y no ella quien se refugió una vez en la tiniebla de las cobijas y se masturbó no de rabia sino entre sollozos de arrepentimiento, vergüenza y humillación.
Hace exactamente un mes que se esfumó sin dejar rastros el Ángel de la Guarda, pero a Samudio le parecen años y años cuando merodea sin rumbo fijo hasta que le cae la noche sobre los hombros agobiados en las escasas calles de Champaign-Urbana. Sí, pues, vagabundea como si fuera un perro sin dueño. Mugriento, desgreñado, e impúdico, se devana los sesos con incoherencias que engendran los resquicios del subconsciente, un efluvio cuyo hedor husmea con repugnancia desde aquella noche nefanda del desatino que canceló un glorioso tiempo de benevolencia y ternura. De transparencia sin límites. Las últimas tardes del verano languidecían tristemente. Las esporádicas ventiscas levantaban remolinos de polvo en las veredas, pero sin trozos de periodícos arrugados y amarillentos, que ora el hobo de trenes perdidos en el infinito laberinto de rieles del Oeste, u ora el hypie de rutas trasnochadas entre los rescoldos de la ciudad, extraña con el desaliento del fracaso. Sí, aquí, mismo, maniatado por las cinco cuadras del centro de Champaign-Urbana. Hojas de periódicos que se agitaban en las polvorientas veredas del Porvenir de La Victoria en cuyo hormigueo de lineas en deterioro Samudio creía leer el lenguaje de los dioses que le recordaban por boca de su hermano de aquel viejo general en retiro que andaba exhibiendo una verga de burro en el sauna de la Colonial, y papá diciéndole los suicidas nacen, no se hacen, pero en cuanto a la mariconería, no sabría opinar con justicia, ya que dicho general era un maricón por los cuatro costados, pero bien requetemacho. O los maricas del barrio, muchos de ellos, malogrados en la isla El Frontón, que se bronqueaban con los asaltantes que bajaban de cerro El Pino o los achorados de las cantinas del puterio de la calle Floral, y no se dejaban pisar el poncho, sino que volaban repartiendo puñetazos y chalacas como el chino del karate, Bruce Lee. Sí, pues, a lo puro macho. ¿Un homeless en la encrucijada de la recordación, Samudio? No me interrumpas, narrador, mi hermano afirma que los maricones son mejores que las mujeres porque son amenos en sus conversaciones y sienten mayor aprecio y saben valorar lo que significa ser hombre. Y ahora sí, te cedo el podio, huevo frito. Ya ni siquiera iba al bar de los coboyeros del maizal ni buscaba consuelo para el dolor de espíritu en la vieja catalana, ni en el chicano, ni en el cubano, ni en el borinque, porque todos empezaron a tratarlo como si hubiera enloquecido. ¿Un orate anacoreta? Sí, pues, un hermitaño ya sin los tornillos bien puestos que se enclaustraba en su cuarto a contemplar la lejana calle desde la ventana de cristales corredizos, horas tras horas con la mente en blanco. Horas y horas imaginando cómo salir del tenebroso tunel de su existencia en este preciso instante a casi cien grados de resplandor. La maldita canícula de Champaig—Urbana. Hasta que por fin el mediodía sobrevino maravilloso porque un flamante convertible se estacionó frente a la entrada del edificio y érase otra vez más un Ángel de la Guarda, escoltado por un séquito de árabes. Llevaba la indumentaria de los graduados con un diploma bajo el brazo y, desde el quinto piso en su ventana, Samudio inhaló el aroma de ambar aflorando en la reverberación en torno a Ricardo. Al toque, sin pensarlo dos veces, bajó en el ascensor que por arte de magia lo había aguardado con los brazos abiertos. Le importaba un carajo que lo viera así, hecho una mierda. Pero pasaría silbando con concha y de largo con roche por la vereda tropical. Ignorándolo todo a su alrededor, invisible bajo el zenit de un sol implacablemente perpendicular. No bien dio unos pasos cuando de golpe se enterneció hasta que se le anudó la garganta porque por detrás lo aferraron por las axilas y lo alzaron en vilo y por una ráfaga de segundos era un Icaro de Huaricolca que ascendía velozmente hacia el cielo de Champaign-Urbana.
--Coño, chico, no tienes por qué huir. ¿Todavía eres mi amigo, no? –le dijo Ricardo soltándolo y pasándole el brazo por el hombro—Mira, llegué solamente para graduarme y con la misma me regreso a Caracas.— Luego de señalar con el llavero la maletera del convertible, uno de los árabes procedió a abrirla, y presionánlo suavemente para alejarse del vehículo, le susurró al oído: “Me casé con mi novio, el amor de mi vida, y soy feliz. Mi padre me quitó el apellido porque le nací marica, pero no logró deshederarme gracias a la lucha sin tregua de mi madre que me apoyó como una leona todos estos años. Mi amorcito y yo fundamos una compañía constructora con oficinas en el centro de la ciudad. Tú eres el único en este pueblito de mierda en quien puedo confiar lo que fue toda una via crucis. Mis amantes, tus odiados árabes de Las Mil y una noches, --continuó despues de recibir un paquete de uno de sus Aladinos-- no saben absolutamente nada de mi cuento. Y este regalo es solo para ti, mi chiquitín. Es un traje de casimir inglés con chaleco y todo. Y ahoritica déjame subir para entregrar las llaves al cerdo sonabitch del edificio que casi incendias y achicharras cien gringachos, incluído yo –dijo abrazándolo. Y agregó, besándolo tiernamente en la frente, antes de voltear y dar el primer tranco: Y todo por culpa de un guiso de pollo, coño.
Blas Puente Baldoceda
Cincinnati, OH 2014
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