En la finca de la tía Mila
3a
Y antes de emprender el lance que venía perturbando el sueño en noches de luna menguante, Chilenín se abrocha bien la correa y lamenta el olvidó de las cartucheras y el par de pistolas que disparaban perdigones a los que hacían de bandidos en las coboyadas debajo del puente del cementerio. Se lo trajo Papá Noel como regalo de Navidad de acuerdo al monaguillo de la Sagrada Familia. Otra huevadina más tan igual como de la cigüeña destellando en el hueco del cielorraso de la casona, y las ratas que correteaban allí con frenesí erizando la pelambra de los cimarrones que maullaban en coro yendo y viniendo sobre la baranda del corredor desde donde se soliamos vigilar si brotaba en las brumas de la medianoche el conquistador con su caballo blanco relinchando porque ahí, carajo, había que desentarrar tapado, gritaba con iracundia el loco Abel de la Maruja que la embarazó con la Melba, mi camotito. Al igual que el Rafo, a mí, caracho, que me matriculen en en el José Otero para guapear con la plebe y los coqueros de las alturas. ¿Marica yo? Es decir, un Jisho de faldón negro, cuello almidonado y un crucifijo colgado del cinturón rojo? ¿Párroco del Divino Redentor? Ni cagando. De grande sería torero de capa y espada, y cortador de orejas en el ruedo. Sí, Ratuchín, por eso le clavaron la chapa de Chilenín porque nací con los guevos bien puestos como un roto y, por consiguiente, no retornamos a la mazmorra de la chunca Mila. Y pronto Shato se para de golpe, suduroso, acezando, en la cima de la cumbre y al toque se sienta luego en una curpa del camino para tomar aliento. Ratón le da alcance y lo sobrepasa moviendo la cola hacia la prado donde abundaba una variedad de frutas. Era el paraíso terrenal del fundo, según alegaba orondo y lirondo viejo Anchi. En la otra banda comenzaba el zigzagueo de la carretera de dos huellas con destino a La Merced. Sí, pues, el Ojón de siete u ocho suelas iba a pie a la Merced a comprarse una raspadilla en el mercado de las pulgas y, de vuelta, le traería un chupete a Machaway, que deambula cojeando detrás de las mariposas durante todo el santo día, mangoneando a duras penas la red amarrada a un palo de caoba, jodido el pobre por la polio que hizo llorar a torrentes a la Toya cuando Jisho le susurró que una pata era más corta que la otra. Se apoyó en las descascarada pared de cal, en el otro extremo de solar, y la sonrisa por los primeros pasitos de su último vástago se diluyó en un tris en lagrimones que la matrona enjugó con un mechón azabache,
3b
No, carajo, yo no me pongo hablar peste de los tíos, y me resabala por la punta del pincho ser el chivo de los platos rotos cada vez que me agarran a puro latigazo de tres puntas con shalanca después de cada mataperrada mía que les marca cien en la coronilla porque se me enrostra ser una bala perdida que mataría de cólera a los sacrificados progenitores. Pendejadas. Yo meto mano y codo en los menesteres del fundo, mano a mano y codo a codo con la manada de maktachos, mientras tío Anchico me cuenta cantidad de historias para forjarme como acero y resistir mañana más tarde los avatares de la vida. Sí, pues, sin tanta cocufatería del Santa Rosa de Lima ni tanta niñería de la Sagrada Familia y sus monjas dizque francesas. Ahí lo malograron al monaguillo de Jisho, el Jesusito autóctono de Tarmatabo, a guisa de un mariquita de colegio privado de blanquiñosos, porque él de los cuatro vástagos mamó teta de huaquera porque a la pobre Toya no le quedó ni pizca por culpa mía, el terrible primogénito de los progenitores. Y por estas vainas y otras que no valen la pena armar rollo, el tio Anchico me enseñó a cargar la escopeta con los cartuchos de pólvora y me adiestró la buena puntería y buen ojo para tasar el trasero de las cholas, sí, el don de la mañosería para mancar de viejo con orgullo de haber sido todo un desflorador por los cuatro costados en estos lares del santo Hacedor. Por todo esta moña, pues, mí párcero, el tio Anchico, cada vez que bajaba a la Merced con la tía Mila, me guiñaba el ojo justo antes de partir para chinear si al baúl le habían echado candado. Y ese día de los sajinos parece que la tía sabandija agarró al vuelo con el rabillo del ojo chunco la guiñada de mi querido aliado y sobre el pucho le ordenó ahí guardar la escopeta. Si no fuera por su compadre Pazuñe, no detecta la fechoría: este italiano (del Garibaldi se fue a la guerra, turuturuntun) le juró por todos los Santos, haber escuchado ecos de disparos, mientras usted, comadrita, negocia sus productos en La Merced. Imáginate, que manera apañar a ese satanás de sobrino. Ese adefesio de mi marido, compadre, se presta de cuerpo entero a ese tipo de la alcahuetería. De modo, pues, que yo, con el madero sobre la nuca para aguantar el peso de las dos latas de agua cristalina y heladita, nadie más que yo solia acarrear desde la gruta de quincha a mitad del roquedal de la quebrada me borré suavecito del escenario. Había que bajar por la senda del cafetal de ese lado hasta llegar al alfalfar, cruzar el socavón que en los días de lluvia torrencial se convertía en un riachuelo del cual brotaba un celaje por la canícula de infierno que asfixiaba el desfiladero, ruta de puro pedregal por donde se desplazaba la terrorífica manada de sajinos. En una de sus historias de sajinos o chanchos del monte, el viejo Anchi me recomendó que si alguna vez me topara con el líder de la manada --era el más grande y con los colmillos más largos que relucían bajo astillas del sol que se filtraban en el denso ramaje--, en convertirme en una estatua. Así, pues, bajaba yo silbando bajito una canción de Julio Jaramillo cuando en esas, caracho, siento que las ramas se estremecían con un troterio que nacía de bien lejos y el retumbar del apocalipsis se aproximaba cada vez como si fuera una carrera de truenos y rayos de cielo encapotado. Entonces, puse manos a la obra la sabiduría del tio Anchi: me apresuré a como dé lugar hasta el centro mismo del socavón, debía erguirme bien tieso, sin que se me mueva ni la puntita del pincho. Es decir, estático. Dicho y hecho, cuando la manada se detuvo de golpe para husmear peligro en los alrededores, con el rabillo del ojo avizoré los colmillos que sobresalían las mandíbulas del adalid. Nada de respire, intendinkichu manachu. La manada me pasó por ambos lados sin rozarme. Algo más o menos parecido le pasó un día antes o después de los sajinos, no recuerdo con exactitud, a mi fratello, el indiecito Jisho. Resulta, pues, que regresábamos cumpliendo al pie de la letra una de las hitlerianas órdenes de la tía Luzmila. Bien temprano --un día sí y otro no--, el corral de cuyes –un tunelcito de madera que corría por el perímetro de la cocina, (cualquier cantidad de cuyes, caracho, de todo tamaño y color)--, debían contar con su buena ruma de alfalba. Después de subir jadeando como perros cachimberos de la ciudad, cerca al pabellón de los operarios, soltamos al unísono nuestros quipes, y en el que Jisho se hallaba durmiendo, entre los rollos de la alfalfa, una culebra roja y negra bien enroscadita. De cómo, cuándo y por qué mierda se metió allí, sólo Dios lo sabe. Por el momento, urgía de inmediato un plan de instrucciones para evitar la posible picadura mortal: sí, que el indígena de marras se quedara tieso, sin mover ni la punta de un pelo y sin respirar, intindinkichu, manachu, pero el huevo frito de las alturas de Tarmatabo gritó de terror a todo pulmón. La culebra del demonio se despertó y sin tiempo para despabilarse ni un segundo, voló, si,voló con alas del demonio hacia la pila de piedras amontonadas en un hueco que se almacenaban para las pachamancas de los cumpleaños de los tios. Entonces, los maktachos que merendaban dentro del rancho con sus críos se aunaron al despelote con sus alaridos de espanto, sin dejar de arrojar curpas de barro, cascajo, piedras, a la culebra que desapareció en la fosa de la pachamanca donde quedaban rumas de piedras chamuscadas. Y otra vez el viejo Andres con la misma cojudez de su gran puntería le voló la cabeza en mil pedazos después que los pobres maktachos gimiendo de pánico removieron algunos de los pedrones que traían desde el rio Toro para el pachamanqueo. En fin, colorín colorado, el Jisho, pues, se quedó muerto de pie durante todo este faenón hasta que la tía Luzmila, al ratito nomás, lo resucitó de un cachetadón. Y todos nos cagamos de la risa cuando recién empezó a lloriquear a gritos por el espanto de haber transportado por la cuesta de las comadres una hermosa culebra en sueño sicodélico de franjas rojas y negras.
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