Powered By Blogger

martes, 1 de febrero de 2011




La Chacra


A Shanty y al Cojo los dejaban también por unos meses en la chacra de la tia Ludmila y el viejo Anchi. Y si la memoria no los traiciona nunca los llevaban a La Merced los días sábados cuando ese par de vejestorios bajaba en el Jeep para vender sus quintales de café, cajones de frutas, y canastas repletas de huevos. Retornaban al caer la tarde con las mercaderías para todo el mes. A lo lejos rugía infatigable el rio Toro. Los enormes roquedales trepidaban salpicando altas crestas de espuma. La montaña temblaba y en un cerrar de ojos los cinco techos de humiro y los tabiques de madera se desplomarían y rodarían por las faldas del cerro hasta llegar al lecho del río. “No, no es el fin del mundo”, grito Shanty a todo pulmón. Ratón empezó a ladrar todito despavorido en el centro del gran patio de cemento por cuyas canaletas discurría encrespada el caudal en la época de lluvias. Se quedaban con la abuela Estela y los peones a cargo de cocinar desayuno, almuerzo y cena a los doce perros, los engreídos de la tía Ludmila, con quienes razonaba en voz alta como si fueran gente. En cuclillas, en medio del patio, con la tutuma casi deterretida, Shanty maldecía su suerte, mientras frotaba el lomo de Ratón, rodeado por los altísimos árboles de pacaes, el barullo de los pájaros y el rumor de las cigarras, inhalando con fuerza la brisa aromada por las mil flores del jardín y la arboleda de mangos. Y entonces ¿por qué no podía ser como Papi, su hermano mayor, apodado Tarzán o Jim de la selva. Se levantó, abrochó y ajustó bien la hebilla de los pantalones, y extrañó con alma, corazón y vida, sus cartucheras de Penchosh Bill, regaló de Navidad del panzón Noel como creía todavía a pie de juntillas el pelotudo de Batutín, su segundo hermano mayor. Le pasó la voz a Ratón y el pobre se acercó moviendo la cola. Si, Ratuchín, nos vamos pala Habana y no volvemos más. Y fue así cómo inició el ascenso de la cuesta hasta llegar la cumbre en cuya planicie llamada la pampa florecía en abundancia una variedad de frutas. Era el dulce paraíso terrenal del fundo según lo alegaba viejo Anchi. En la otra banda comenzaba el zigzagueo de la carretera de dos huellas con destino a La Merced. Si, caracho, como Papi, su hermano mayor, el Tarzán, el Jim de la selva. Este solía escabullirse de los mandados de la tia Ludmila para aventurarse apenas amanecía por los recodos más remotos del fundo dizque en búsqueda de tapados. Se hacía el aventurero como Quijote, el pendejo de mi hermano mayor, pero sin su Sancho Panza porque el aniñado de Batuto, el supuesto Sanchito, lloriqueaba horas y horas como una María Magdalena, sentado allí, en el poyo de chonta, a la sombra de la arboleda de mangos. Un ancho sombrero de paja con un velo blanco, lo protegía de los mosquitos a quienes espantaba con un abanico de la dama de las camelias. Esos mosquitos que en miríadas se lo banqueteaban al pobre de lo más rico porque dizque tenía la sangre no azul sino dulce como la miel, según pregonaba a los cuatro vientos la tía Ludmila, que nunca dejaba de hablar pestes de La Toya, la llamaba vaga porque nos leía el Quijote para adormilarnos, mientras la Ludmilla, chunca de un ojo, nos frotaba todo el cuerpo calato a los cochinos –o sea yo, el Cojo, Papi y Batutín--, pero por separado, sí, nos frotaba con una piedra redonda y lisa para raspar la costra de mugre, sacándo ronchas color carmesí que el chorro de las canaletas, cristalino, fresco, aliviaba como un bálsamo. Y a los peones de Apurimac --que nos sujetaban los brazos y las piernas para evitar pataletas de los mil demonios del sobrino de turno--, se dirigía en Quechua, quienes, sumisos, asentían, sin haber entendido ni una jota. La Toya nunca habló la lengua de esos chutos porque mamá –para que lo sepa todo el mundo-- estudió en La Sagrada Familia, hablaba el castellano castizo de Castilla, sí, la Sagrada Familia a donde acudía toda orgullosa la crema y nata de la gente blanca y rica de Tarma. Pues bien, esas aventuras del Papi no eran nada más ni nada menos que para impresionar a La Mula Blanca, la hija del italiano Pancho Pasuñe, el Popeye de Chanchamayo, el mismito que nunca se sacaba la pipa, el overol ni el sombrero de fieltro cuando le hacía cuchicuchi a su mujer, una gordota blanca como la nieve, rubía y de unos ojos verdes que te escrutaban con tal intensidad que sentías flamear tus vergüenzas en la intemperie. A mitad de la cuesta Shanty se acordó del Cojo, el benjamín, el conchito de Papá: lo había visto temprano en la mañana correteando la cojera en pos de las mariposas del tamaño casi de una hoja de pituca en los jardines a las márgenes de la senda de piedras variopintas cuyas flores se abrían al unísono exactamente a las doce del mediodía, y mudaban de color en medio del unánime canto de los pájaros para envidia del viejo Anchi y su jardín prohibido de las mil flores. “Apúrate, pichi de mierda”, gritó Shany cuando vio a Ratón con la lengua afuera en la rivera de la cuesta. Sí, pues, Batuto siempre se santiguaba ante el horrendo milagro de las flores y argüía el santulón que era obra del demonio, exactamente de Satanás, el rey de los infiernos. ¿Por qué infiernos, y no solamente infierno?, le increpaba yo, el Shanty, en plan de joderle la pita. Callaté el hocico y límpiate las legañas de tus ojos de vaca. Infiernos, y punto. Así lo decía el catecismo. ¿Y por que no entonces, los catecismos?, le insistía. Cállate hijo del demonio y suénate los mocos verdes de la nariz, le decía Batuto, futuro cura por estudiar él único de los cuatro hermanos en la Sagrada Familia, y por eso de confesarse los sábados, comulgarse los domingos, e ir al rezo con las vecinas de la casona en Tarma todas las noches, pero que para Papi es pura, purita, mariconada, y no en vano, pues, le clavó al rosquete la chapa El llorón de la Selva. Llegó por fin a la loma del puquial donde siempre solían detenerse para escuchar el lamento de las ánimas, ocultas en la corriente de espumas, antes de bajar corriendo por el camino que se ondulaba como una inmensa culebra color de arcilla desde cuyo borde se podía contemplar el barranco oscurecido por la maraña de árboles espigados y altísimos donde se columpiaban los murciélagos en las noches y una caterva de monos chillaba histéricamente o las parvadas de guacamayos levantaban el vuelo con un aleteo tan fuerte que deshojaba las ramas reluciendo por el zenit del mediodía. “Sigue, Ratoncito, no te chupes”, murmuró cuando advirtió un ligero titubeo de Ratón. Cogió una rama que tenía una empuñadora igualita al bastón del viejo aristocrático De la Madrid, que daba vueltas por la Plaza de Armas de Tarma, con las tripas vacías, sin un cobre en el bolsillo, y le dijo en voz alta a Ratón: “ Preparaos, perro huevón, para una aventura que Dios sabe a qué rumbo, coño, nos destinará, y por la santa madre que me parió me cago en la hostia” Así, remedando a su papá cuando este, después de una tranca de los mil demonios, se daba ínfulas de proceder de españoles de la Madre Patria, un castizo que pidió la mano de una oriunda de las alturas de Cochas para que ella, o sea, La Toya, pudiera mejorar la raza. Iba, pues, el Shanty rumiando mentalmente estas cosas cuando se paró de golpe: cuanto le tomaría ahora llegar a La Merced, tenía ya adormecidos los pies y seca la garganta. Pero emprendió nuevamente la marcha. A lo lejos distinguió la catarata de luz que iluminaba siempre la curva de las guadañas y el temido precipicio de las volcaduras. Desde allí era pura bajadita y las veces que viajaba sentado en la caseta del jeep –es decir, cuando lo traían de y lo regresaban a Lima--, a Shanty le parecía todo el panorama como una película de colores y en cinemascope, mientras la nariz aguileña del viejo Anchi husmeaba no vaya a ser que se le cruzaba un gato del monte, un zamaño o cupte , --sí, sus ojos de águila fijos en las dos huellas arcillosas de la carretera--, pero justo al llegar al tramo del bosque de la azucenas se distraía en la contemplación de una mariposa posada en el marco del parabrisas, mira Mila, qué preciosura, entonces la tía Ludmila chillaba so viejo cojudo tú y tus floripondios, uno de estos días, Dios santo ten misericordia de nosotros, estrellamos la ñata en el barranco y nadie, eso sí nadie, saldrá vivo de esa catástrofe, gran castigo del Señor. Shanty se detuvo de pronto para coger unas hojas amplias de pítuca, se hizo un emplasto en la cabeza para refrescarse y así poder controlar el sudor a chorros. Marchó a paso firme sin desviarse un milímetro de las dos huellas arcillosas y con una rama gruesa en ristre en caso de que se le cruzara alguna vívora enroscada en los arbustos bien de una u otra orilla de la carretera. Los perros de Pancho Pazuñe deberían ya haber ladrado pero no ladraron los desgraciados; por consiguiente, había que aligerar el paso en la curva tenebrosa, casi un túnel de una frondosa arboleda donde la góndola de Papá solía atollarse –sí, como una flecha, con la lanza en ristre—cada vez que se le entraba la ventolera de subir a la chacra de su hermana mayor, medio zampado después de una partida de cachito con la farra de San Ramón o la cáfila de compinches como solía llamarlos la Toya. La góndola se quedaba, pues, varada como cachalote en el terreno fangoso por los charcos de lluvia torrencial, y Shanty pasó como una bala con un largo palo en ristre, pero una vez sí se atolló bien feo la góndola azul de papá y, carajo, le gritaba al pobre chulillo de la canastilla que fuera por el patruncito Anchi para que la remolcara con el jeep, ya que los sacos de yute y los leños y las piedras que ponían debajo de la llanta atollada no habían surtido efecto. Justo cuando terminó de bajar la cuesta de la curva de los atolladeros, Shanty vio a Don Pancho Pazuñe, el Popeye de Chanchamayo, parado bajo el cobertizo donde guardaba uno de sus flamantes jeep, a un costado de la entrada principal de sus extensos predios. La otra entrada estaba en la banda opuesta, cerca de los galpones de la servidumbre, donde el par de viejos verdes, Anchi y Pancho hacían sus fechorías las noches alunadas cuando les agarraba de los cojones el demonio de la arrechura. Bueno, pues, allí estaba Popeye con la pipa colgada de las jetas, masticando no se qué mierda con sus mandíbulas arrugadas de llaptu, sí, porque nadie le había visto los dientes, ¿y dónde crees que vas mocoso del diablo, ajá, doña Ludmila te va agarrar a correaso limpio por andar mataperreando en el monte, ajá, dónde crees que estás, en Tarma, no, caracho, aquí las culebras de van a tragar vivo. Shanty no le hizo caso y sin chistar se pasó de largo y nuevamente estaba subiendo otra cuesta tupida de maleza que ocultaba esos árboles de cuya corteza goteaba un liquido lechoso, veneno que en un tris te mandaba para la otra, según lo pregonaba la chunca Ludmila a los cuatro vientos. Llegó casi sin respiración a la cima de la pampa de los tapados, es ahí donde Pacho Pasuñe encontró un baul de hierro con libras de oro, y de la noche a la mañana compró un par de jeeps, uno para ir de arriba para abajo supervisando el trabajo de los maktas y chutos de Huancavelica que sudaban la gota gorda en el cafetal del italiano, pero sin dejar chacchar e hinchando los carrillos con el sarro de la coca y los hilillos verdes de baba verde chorreando por las comisura de los labios y se lo limpiaban con el dorso de la mano cada vez que retenían con los labios cerrados la cal embadurnada en un palito sacado de unos poronguidos. Pero otros chacchaban no con cal sino con tokra que no era sino un amasijo de ceniza con caca de gato según las teorías de Papi. Y si tuviera unas hojitas descansaría un buen rato sentado en un curpa asegurándose antes de que no estuviera invadida por las hormigas rojas que son las más bravas picando, no solo te dejan el culo y las pelotas todido enronchado, al rojo vivo, sino te invadía el último rincón del cuerpo, y con una fiebre palúdica que te hacía delirar tus maldades más recónditas. Shanty detuvo otra vez para contemplar un rato nomás las reverberaciones entre la hierba espigada que se ondulaba con la brisa refrescante, pero mala suerte: no detectó ningún efluvio multicolor que denunciara un tapado. Estaba empapado de sudor, tenía la garganta hecha un desierto y sintió un leve mareo por la insolación, de modo que se internó en la espesura de la primera trocha que vio con la esperanza de hallar la canaleta de alguna toma de agua, pero apenas se desplazó vio a un costado una senda pedregosa que bajaba hacia un puente de troncos sobre un riachuelo de escasas aguas. Estaban turbias, estancadas, y despedían un olor rancio. Con gran fortuna, al levantar la vista, Shanty vio que en la cima de la banda opuesta insinuarse en la floresta los caballetes cruzados en aspa que servían de apoyo a una canaleta, pero dónde diablos estaría la toma del agua, quizás lejos de allí, porque la corriente era precaria, lenta. Tenía que buscar una parte del terreno donde la canaleta, cuyo lecho eran gruesas cortezas de árbol, estuviera a ras de suelo para poder arrodillarse y beber sin quebrarla. Cosa inesperada: cuando retornó a la carretera casi se dio de bruces con un hombre casi inclinado por el declive del terreno, quien, tan pronto como reparó en la aparición imprevisible de Shanty, se hizo la señal de la cruz. Shanty, por su parte, se quedó paralizado, con los nervios crispados, porque de inmediato sospecho de que era un pishtaco, esos matagente que erraban en las quebradas de la sierra al acecho de sus víctimas a quienes los despellejaban para sacarle toditita la grasa y enviarlo a buen precio a las fábricas de la capital para engrasar la maquinaria. Sin embargo, como el desconocido se santiguó y al toque se puso rezar en latín, dudó: ¿había, acaso, pishtacos en la selva? ¿O era el mísmisimo diablo haciéndose pasar de sacristán y en plan de hacerle caer en tentación para brincara como Jesús al precipicio? Así que ciñendo el entrecejo y casi sin respirar se apresuró ignorando la risueña reverencia del demonio con apariencia angelical. Bajó casi corriendo el zizagueo de la carretera en la ladera de la colina y avizoró en la otra banda poblada de altísimos pacaes el túnel ensombrecido por frondoso ramaje que era el refugio de piaras de sachavacas o las hordas de venados que irrumpían de improviso cuando se aproximaba algún vehículo o algunos viandantes por las dos huellas arcillosa del camino y su hilera de grama en el centro donde acechaban los mantis prestos a clavarte el aguijón venenoso. Y allí las parvas de murciélagos, búhos y payares, malagüeros, ocultos en la enmarañada floresta, emitían un concierto de chillidos que taladraban los tímpanos. Shanty casi dio media vuelta y era mejor regresar a la chacra, caracho, pero cuando vio a Ratón, sentado y con las orejas paradas, gritó: “ Perro huevón, conchatumadre, ven, mierda, si no quieres, carajo, que te agarre a pedradas”. De modo que respirando profundo y achicando los ojos y de rato en rato arreando a Ratón con una rama reseca, logró llegar al puente de troncos por cuyo lecho de piedras blancas bajá un riachuelo de agua fresca y límpida que murmulla tristemente plegarias de las ánimas de los que murieron de susto, pero había que pasarlo rapidito nomás antes de que las viudas, esas sierpes negras que duermen enroscadas en la espesura de los arbusto, se despierten y vuelen a picar con un silbido veloz. “Y ahí sí la cagada en mil colores, --pensó Shanty, tratando de ocupar la mente--. Y no quedaría nadie pa contar la historia” Una vez atravesada la curva del diablo, empezó a correr con Ratón ladrando de algarabía después de andar gimiendo como el mariquita de Batuto. Llegaron sin aliento a la nueva curva, pero se reanimaron al enceguecer con el reverbero en la cúspide de la arboleda de la montaña en cuya falda se delineaba el zigzag de la carretera que bajaba hasta bordear la hacienda San Carlos. Y de ahí, La Merced estaría a media legua a más tardar, o sea, cerquita, Ratucho. A medio camino de la bajada, Shanty se davanaba los sesos de cómo los anticuarios pudieron sobrevivir la volcadura desde la cima de la colina hasta el alambrado que protegía de intrusos a la hacienda San Carlos. El jeep dio varias vueltas de campana mientras el viejo Anchi cayó de culo en el lecho reseco de un desaguadero de lluvía, mientras la tía Ludmila quedó patas arriba con la cabeza atrapada en arbusto de lianas, pero dejando al descubierto sus calzones con bombachas para solaz de los operarios que lampeaban un derrumbe por las cercanías. San Carlos era una inmensa extensión de innumerables hileras de árboles rebosantes de naranjas, alineados con tal simetría que más parecía una parada militar de uniformados verde amarillo. A lo lejos se veía las nubes de polvo que desprendía de la ancha carretera al paso veloz de los camiones que penetraban a Satipo por cargas de madera, quintales de café y cajones de frutas. Más lejos todavía se avizoraba las crestas espumosas del rio de violento caudal en cuyos blancos se erguían imponentes en el arenal las inmensas rocas muchas de ellas imposible de treparlas y las cadena de cerros cubiertas de una densa arboleda de arboleda. Por fin, Shanty y Ratón llegaron a la entrada de la camino de dos huellas que llevaba a los varios fundos. Ambos se sentaron por un buen rato antes de emprender el declive de la calle sin pavimento que conducía a la plaza del pueblo. Caminó ocultándose entre los chacareros que se aglomeraban en las veredas. En una de las calles aledañas a la plaza había una tienda donde vendían helados y chupetes y Shanty quería llevarle uno al Cojo que a esta hora debería estar buscándolo por todos los rincones, y dónde, pues, se ha metido el el mismísimo hijo del demonio, o sea, yo, el Shanty. Cuando vio en la esquina el chifa donde su padre solía llevarlos ocasionalmente cada vez que se le ocurría llevarlos a todos en góndola con un expreso directo para los piuranos de Catacaos, vendedores de sombreros, se percató de qué caminando dos o tres cuadras hacia abajo estaban los baños públicos. Debería cerciorarse bien de que góndola azúl de papá no estuviera cuadrada en el paradero. Siempre sentía miedo sentarse sobre los agujeros por donde se veía la rápida corriente encrespada que arrastraba consigo toda la caca que caía plog plog desde la hilera de cabinas donde revoloteaban una nube de moscardones verdeazulinos. Cuando llamó a Ratón desde la cima de los escalones del baño, se le escarpeló el cuerpo. ¿Dónde diablos se había metido el perro de mierda? Subió la pendiente de la avenida por la vereda ocultándose entre el gentío del día de feria, pero sin dejar de llamar casi cuchicheando a Ratón, pero el perro hijo de punta se había hecho humo. ¿Y ahora que diría la chunca Ludmila cuando de regresara a la chacra y no la recibiera saltándo, corriendo y ladrando rabiosamente? Por poco no se sienta en un banco del parque y se echa a llorar para que algún chacarero conocido de los vejestorios le diera compadecido una jaladita después de haberles contado el cuento de que lo habían dejado botado, sin darse cuenta, ya que no lo traían casi nunca en el jeep, solamente a sus hermanos mayores cuando les tocaba su turno de pasar dos meses en el fundo de la tía Ludmilla. Pero no, Shanty, eso sí que no, el no se rebajaría al Pancho Pasuñe ni a ningún otro chacarero hijos de sus santas madres. En ese instante, él recordó que su papá, cuando estaba con sus buenos tragos, pregonaba a los cuatro vientos que él era el único entre sus hijos que tenía los cojones bien puestos. Le compró el helado al Cojo, pero se derritió no bien hubo caminado dos cuadras de la avenida que bajaba hasta la entrada de la carretera de dos huellas arcillosas, al ladito nomás de la hacienda San Carlos, de modo que regresó a la heladería y puso en el mostrador poblado de moscas sus centavos de la propina para comprar un chupete en forma de cucurucho, y si se le derretía mientras subía la primera cuesta de retorno a la chacra de la tía Ludmila, se cagaba en la tapa del loro y el Cojo que lamiera un chupete de su imaginación porque el que ahora sostenía con el dedo gordo y el índice ya empezaba  a derretirse, y Shanty, nada cojudo, se lo devoraría de un solo cocacho. Después de todo, que diablos importaba, el Cojo debería ahorita estar durmiendo a pierna suelta, ya que habría correteado su cojera todo el día detrás de las mariposas inmensas del tamaño de las hojas de pituca con las que solíamos limpiarnos el traste en la chacra de la tia Ludmila.



Blas Puente Badoceda,

Cincinnati, 2011