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martes, 5 de enero de 2016



Al otro lado del muro

Die Grenzen sind auf
Ich sag “Ihr spinnt ja total”
War mein Vater ganz emotionel um hat geweint. Un er weint
heute noch, wenn er das im Fenstehen sieht, ja,  glaub ich.

Easy German 61. The fall of the Berlin Wall

Al reparar detrás de mostrador el cruce de piernas al desgaire sobre la butaca, Braulio se pulió para fisgonear, pero la mujer se puso de pie en un santiamén y le replicó que sí podía partir de Hamburg para llegar a West Berlin.  Por supuesto, debía contar con un  pasaporte y cambiar dólares a marcos con antelación. Para mitigar el desliz,  Braulio simuló contemplar  el  cieloraso de la estación. Era una sombría concavidad sin el millar de estrellas que en noches de helada esplendían en el firmamento de Tarma. Mierda, ¿la bucólica? No, la telúrica.  Al diablo con las atribulaciones.  Braulio recobró  los documentos  y se desplazó a trancos hacia la zona de abordo. Se desparrató en la cabina y las artimañas de la somnolencia lo sedujeron.  Por la ventanilla advirtió una leve penumbra  que se adueñaba de  la plataforma de la estación. Y antes de sumirse en el sueño, rescató siluetas en uniforme al acecho de posibles víctimas que volaban a la velocidad de la luz en el seno de un paisaje lunar donde se cernían fragosas las franjas de ceniza.
¡Putamadrina! Enceguecido por una linterna rozándole la punta de la nariz, se quedó inmóvil por unos segundos frente a un ogro de inspector ataviado con uniforme cuasi nazi. El vozarrón le conminó de inmediato la documentación. Aterrorizado –por la mente fugaz el ático de Ana Frank  de unos días antes en Amsterdam --, Braulio recogió los bártulos que esparció al desabrochar el cinturón de estilo hippie.“Se le deportará en la próxima estación,” sonaron en buen inglés las guturales del conductor. Braulio tartamudeó que no era culpa suya, señor, la  despachadora en el mostrador le aseguró que podía viajar sin obstáculo desde Hamburg hacia West Berlín.  “Usted está violando el territorio de East Germany,” replicó el susodicho revisando la documentación.  “Y el pasaporte carece del sello de autorización de Hamburg”. El gigante dio media vuelta y se esfumó por el larguísimo corredor de los vagones deslizándose  por rieles cómplices de atrocidades sin nombre.  Alucinándo con un uniforme de fatídicas rayas blancas y grises, las posaderas en las asperezas de una piedra, palmas en las mejillas, Braulio batalló para no dar rienda al llanto de un infante en territorio germano.  ¿Desde allí con destino a Lima, la horrible? ¿Y una sola muda de ropa? Y los libros, la cuenta de ahorros, ¿los dejaría al cuidado de Daniel, el compañero de apartamento en Buffalo?.
 Rabia, amargura, resentimiento. Un tajo más en la la cara de la desgracia. No, los hados no podían abandonarlo en las ciénagas de la mala racha. Y, entonces, el acierto del cubilete con los dados del azar: en el umbral de la cabina, alta y rubia y blanca,  ciñendo de la mando a un niño mulato, la mujer deslizó la puerta corrediza desgañitando sin preambulo  que ese agente KGB lo timaba con la engañifa de la deportación,  póngase de pie, hombre, había que recobrar sus cosas. La estridencia de los vagones sacudiendo sobre las rieles, las pitadas rasgando la noche, atolondraban a Braulio, quien, brazos en aspa para guardar el equilibrio,  indagaba detrás de la mujer y el niño. ¿Ah el acento, amigo? Era oriounda de West Berlín pero radicaba hacia muchos años en California. ¿El niño?   Del divorció  con un ex-miembro de los Black Panter. De vuelta al terruño por unos días para cuidar a la madre enferma.  Eran retazos de la historia de la mujer que trotaba con arrebato por el pasadizo que se dilataba más y más a medida que se avanzaba  sin hallar todavía los rastros del inspector cuasi nazi.  
Finalmente, un relumbre cercenó la penumbra en el corredor. Era la cabina del maquinista y allí, de espaldas, el conductor vociferando para sortear el estruendo infernal, mientras el maquinista, sin dejar de operar los botones de un panel, pausaba  para sorber de un termo, y no hacía el mínimo esfuerzo por oir.  La mujer se aproximó al ladronzuelo bolchevique y lo encaró con menosprecio y virulencia. Sin dejar de estudiarla de pies a cabeza, la voz del maquinista  se impuso al traqueteo ensordecedor de los vagones en las rieles.  El conductor asentía ahora  con la cabeza gacha, y de manera sesgada le devolvió a Braulio el pasaporte, el pase europeo y la chequera de dólares.  
De retorno a sus respectivas cabinas,  Braulio, el resto del viaje, mantuvo los ojos fijos en las ventanilla donde irrumpían esporádicas centellas en las tinieblas de la noche oscura. Ah, las palabras, un vano sesgo para la desdicha sin tregua alguna. En la oficina de cambio de la nueva estación, Braulio sonrió al fin; y, en seguida, le devolvió a la mujer el monto prestado para pagar la multa por carencia en el pasaporte del sello de Hamburg. Se despidieron adoloridos con abrazos y palmaditas. Y qué bálsamo cuando ella le susurró en el oído que tal vez se reecontrarían en algún rincón del mundo.
 La estación era una extenso zótano con una escalera que conducía  a las llantas y guardafangos de una procesión de vehículos. Conciliado con el mundo, pero enmohenido para emprender el ascenso, Braulio merodeó por un buen rato hasta que un espectáculo lo cautivó: una bella mujer con abrigo negro, bufanda blanca y  boina roja, descalza, cantaba circundada por un perimetro de beodos sentados en el suelo. ¿Y si cruzaba las piernas al desgaire? Sería otro cantar. Al término de la canción, la bella mujer eruptó y tronó un pedo; los vagabundos lo celebraron levantando al únisono sus botellas. Qué conchuda, la hija de puta. Braulio emprendió asqueado las escaleras a trancadas y, de pronto, en la venida se vio rodeado de mendigos, borrachos y mujeres provocativas en la indumentaria.  Un escolosfriante déjà vu: West Berlín le pareció nada menos que una versión precaria de Manhatan, y hecho un bólido se internó en las sombras  de un bar a la vuelta de una esquina. Ordenó  una cerveza, mientras se acomodaba con dificultad en la butaca. ¿Un oasis capitalista en un desierto  comunista?  ¿Metáforas de pajero a estas alturas?. No jodas, pues.  Afuera del antro el cielo nebuloso pronosticaba malos augurios. De pronto, una mezcla hedionda de tabaco, alcohol y sexo, lo avasalló y una pesada mano se posó sobre su hombro y estuvo a punto de ser derribado. Cuando ya se aprestaba a escabullirse, otra  mano lo detuvo afablemente: era un parroquiano que, al momento de solicitar una cerveza con el índice, le cuchicheó con acentó británico:. “Al otro lado de  Checkpoint Charlie, la cerveza te cuesta la mitad de un dollar.” A cinco cuadras del bar, debía encontrar la calle Kurfütendamen, y de allí, de acuerdo a las instrucciones para llegar a Checkpont Charlie, era pan comido. Un uniformado entre gris y verde, robot uno, detrás de un vidrio a prueba de bala, revisó el pasaporte, mientras en la parte posterior de la garita de control, robot dos, controlaba varias pantallas al mismo tiempo que dictaba al tercer y cuarto robot, ambos de pie y con sus cuadernillos de registro.
Y como si habiera sido trasladado por una alfombra mágica, Braulio se vio de golpe caminando por una amplia avenida que  parecía infinita. Antes de proseguir, miró con el rabillo del ojo las torrecillas donde los vigías se disponían a disparar con sus metralletas en cualquier momento. Las veredas franqueaban monumentales edificios que se reiteraban infatigables con puertas y ventanas clausuradas.  No habían ningún tipo de vehículos ni tampoco transeuntes. Exhausto, en una quietud pronta  a quebrarse por  el bombardeo anunciado por las sirenas en frenesí , Braulio se arrepintió de haber cruzado el Chekpoint Charlie. ¿Había que refugiarse como todo el mundo en las guaridas de concreto? Con las piernas doblegándosele, acalambrándosele, un  escalofrío que le agorrotaba sin misericordia, se sentó en la cuneta de una esquina  con la mirada fija en las rieles de tranvía.  Las histeria de las sirenas, entonces el bombardeo arrasaría Berlín hasta que el asfalto  se derritiera y se fundieran el soporte de las edificaciones. Sí, lenguas de fuego que se propagaban implacables  en  las tinieblas de la noche oscura de Berlín.  De golpe, Braulio, se puso de pie y se secó el copioso sudor con el dorso de la mano. Chispearon los cables por dónde discurría un tranvía lentamente, y abordó casi a ciegas, a pesar de la  estridencia de la frenada, que le  puso los nervios en punta. Los pocos pasajeros lo escrutaban sigilosamente y cuando Braulio ensayó un gestó amical, ellos deviaron las cabezas hacia ventanillas. Una anciana en un asiento posterior murmuraba furibunda a la vez  que señalaba con él índice acusador la ruinas de una templo ceniciento cuya mitad era un montículo  de escombros. Luego el tranvía recorrió calles donde las casas todavía exhibían vestigios de la guerra – descascaradas y con fisuras y agujeros por doquier--, el escenario de la demoniaca conflagración y la represalia  rusa violando brutalmente millares de mujeres y los niños reclutados que resistían heroicos, pero fanatizados con la victoria y la solución final. Horrorizado por las remembranzas de innumerables salas de cine donde solía llorar en silencio, horrorizado, sí, por el miedo de morir en los campos de concentración, Braulio se levantó del asiento al auscultar la misma esquina de donde partió el tranvía un rato antes. Saltó a la ancha vereda como si se tratara de la única tabla de salvación en el naufragio de la alucinación.  
De vuelta, pues,  trotaba por la avenida sin límite con la mochila colgada de un hombro, mientras del otro pendía la cámara Pentax. Al cabo de un tiempo, un oasis de tímido sol se dibujó a lo lejos. Con el vigor recobrado en el tranvía, se desplazó jadeante  hasta que un par de jóvenes se aproximaron para preguntarle  en un inglés aceptable si vendía el bluejeans que llevaba puesto.  Ante el desconcierto de Braulio, los jóvenes, oteando entorno, se dispersaron  en la procesión de peatones que se engrosaba cada vez más en la plaza en cuyo centro se elevaba una torre circular con una simetría de ventanales.  Circundaba ornamentando una fuente con pilares cuyas crestas de espuma acariciaban el aire cálido del mediodía.
Braulio permaneció estupefacto por unos segudos cuando de repente advirtió que una joven corría hacia él portando en la mano una pequeña cámara. Henchido de felicidad entendió sin dificultad el lenguaje de señas: que le tomara una foto, por favor, ella no hablaba inglés pero si sabía escribirlo y leerlo. Le indicó que la siguiera y cruzaron uno detrás del otro una calle que conducía a un parque de cesped acicalado.  Braulio trémulo por el nerviosismo cuando ella cruzó gracilmente los pies frente a la camara. Mediana, espigada, sonreía dulcemente, Braulio se  engolosinaba enfocando con la Pentax la volupuosidad de sus caderas, la sutileza de su cintura. En seguida, Braulio le hizo señas que él también quería una foto para el recuerdo y le dio instrucciones  de cómo manejar una cámara del orbe capitalista. Ella asintió echándose con picardía la melena rubia sobre el hombro. Y cuando ella le propuso por escrito enrumbar a un club ruso donde podían comer, beber y bailar, Braulio se quedó lelo, mudo por una fracción de tiempo, con un nudo en la garganta. Mientras caminaban, Braulio atinó a lisonjear  la cambinación de los colores amarillo de la blusa, marrón oscuro de los pantalones en corduroy, y el beige de la chaqueta de cuero de la muchacha. Ella, a su vez, anotó en el cuadernillo que le impresionaba muchísimo el blujien amaricano. Más aún:  pasó la yema de los dedos por la tela de la chaqueta y comprobó que había sido confeccionado con el mismo material que el del pantalón.
 Subieron a trancos al segundo piso de uno de los edificios que bordeaba la plaza. Un grupo de personas se apiñaban a la entrada del club ruso y eran impedidos de entrar por un par de robustos porteros. Abochornada, ella se dirigió hacia la escalera adosada al edificio, bajó veloz, y antes de detenerse frente al edificio contiguo, se cercioró si Braulio la había seguido. Frente a la portezuela de cristal una orquesta interpretaba melodías marciales, mientras un círculo de niños en el centro del salón jugaba a la ronda. Los espectadores apostados en las barandas del segundo piso la  contamplaban con aire adusto. Juta –en algún momento había escrito su nombre–, exasperada, balbuceó en su lengua antes de reiniciar el aventurado itinerario. A espaldas de ella,  Braulio elucubraba febrilmente las más aberrantes maquinaciones: los agentes de la Gestapo –ella era una doble agente-- tramaban capturarlo infraganti en territorio de East Berlín, y por un brevísimo momento abrigó la idea de ocultarse  y abandonar a Jutta y sus simulacros, pero  ella, de manera imprevista, giró en redondo, y otra vez hablando en alemán señalo un bar restaurante en medio de otras tiendas alrededor de la fuente en la plaza de la torre que ascendía entre el reverbero del mediodía.
Meseros con pantalones negros y camisas blancas llevaban en fuentes inmensos vasos de cerveza asiendo entre los dedos diminutos recibos. Comenzaron a beber al mediodía y a la hora crepuscular --los transeuntes translucían vagos colores y las cervezas eran azules--, Juta seguía escribiendo profusamente en las servilletas.  El mesero era un abusivo que  estaba cobrando demasiado, que ella laboraba en la oficina del quinto piso de un edificio –y dibujó una flecha en una tarjeta de turistas--, pero vivía en un pueblo cercano, sí, los días de la semana viajaba en tren durante media hora. Cuando las tinieblas de la noche oscura apretaron los alrededores de la ciudad, Jutta guardó el cuadernillo y la cámara en una bolsa de cuero, sus ojos verdiazules brillaron de tristeza, y se levantó con singular impulso de la mesa. A despecho de la ebriedad, Braulio logró mantenerse enhiesto. ¿Cuántos litros de cerveza  de East Berlín habían libado insaciablemente? Jamás sabría este cronista de las germanías, ni qué signos o señales, si en inglés o alemán o español o quechua, o si se lo escribió, el hecho incontrovertible fue de que acordaron viajar juntos a la villa cercana porque Jutta quería, en verdad de realidad, presentarle a sus padres. También podria cuestionarse la verosimilitud de cómo fueron capaces de llegar al lado opuesto de la torre donde se ubicaba la entrada hacia el el tren subterraneo. ¿Descendieron las gradas tomados de la mano hacia la plataforma de abordaje? Lo único cierto es que a Braulio se le ocurrió de repente guardar la cámara Pentax en la mochila, para lo cual se puso de cuclillas, sin percatarse que Jutta siguió caminando. Al percibir la ausencia de ella, él recobró de golpe la sobriedad, corrió tan rapido como pudo, pero las puertas se cerraron implacables  a escasos centimetros de la faz desfigurada por el terror. Alguien lo atrajo hacia atrás con tal ímpetu que Braulio trastabilló y estuvo a punto de caerse de culo. Cómo olvidar el dulce y bello semblante, lastimado por el espanto y el grito de pánico que se filtro sin misericordia a través de vidriosa portezuela.
Vapuleado por la adversidad, Braulio, ofuscado, merodeó por los alrededores de la gran plaza hasta que por fin llegó a una avenida paralela a la del arribo. Era menos ancha y el alumbrado dejaba trechos en tinieblas donde había que andar casi a tientas. De pronto un chorro de luz materializó un autobus que paró en seco.  Al abrirse la portezuela, el chofer lo invitó cortesmente a subir en un inglés correcto dizque para conducirlo al paradero ubicado a sólo tres cuadras de Checkpoint Charlie. Le recomendó que se cuidara en las escalerillas porque en las tinieblas de la noches oscura en Berlín eran frecuentes los traspiés. Se sentó a un costado del chofer y a Braulio le conmovió sobremanera el  auténtico interés del chofer por el bienestar del único pasajero del turno de la noche, Entonces, sin dilaciones ni tanto aspaviento, Braulio empezó a desmenuzar  prolijamente  el tiempo que gozó al lado de Jutta. Sí, hubo instantes de manos apretadas con ternura, mientras brindaban prodigiosos con la cerveza de East Berlín, sí, como si pronto fuera ya el fin del mundo. Sólo Dios sabe si Jutta era la mujer de su vida (Die liebe maines Lebens), a quien venía persiguiendo por todos los confines del planeta. Oh, Jutta, si supieras cómo la ausencia tuya lacera sin tregua mi encandilado corazón. Braulio se limpio los ojos con el dorso de la mano y luego lanzó una retahila de suspiros a guisa de su venerado Quijote, El frenazo de sopetón lo expulso de sus cavilaciones y, obviamente, del autobus,
Braulio  zizagueaba en menor escala por la vereda también menos tenebrosa por las linternas de control que se erizaban en la cima del infinito muro de Berlín. Tuvo ganas ubérrimas de orinar y se arriesgo por un cesped franqueado por una hilera de arbustos enanos, y de pronto, justo cuando inhalaba y exhalaba el alivio, Braulio encegueció por segunda vez por un relámpago de luz y por el trueno de un vozarrón que lo exhortaba a proseguir la marcha. Déjenme mear, jijunagranputas, gritó a todo pulmón.  Estaba en el jardín frontal de una casa, y al darse la vuelta vio a dos agentes de la KGB o la Gestapo con sendas linternas y el fulgor azabache de los gruñidos de un par de Doberman atados que se obsedían  en atacarlo. Desembocó en otra amplia avenida con el patrullero a sus espaldas: lo controlaban con una luz oscilante instalado encima del parabrisas. Braulio cruzó la avenida sin una ñizca de miedo y se detuvo frente a un club con música tropical para espiar a los africanos y cubanos que danzaban con las germanas. El vehículo de los agentes tuvo que dar una vuelta en la avenida y los cuasi nazis lo amenazaron con detenerlo si no reiniciaba la marcha. Y en ese preciso momento Braulio decidió aligerar los pasos, sudoroso y jadeante, porque se acordó por un golpe de suerte que debía presentarse en Checkpoint Charlie antes de las 12.00 de la noche en punto.
--En tres minutos más, quedaba deportado --le dijo el soldado desconocido de Checkpoint Charlie-- Prosiga, prosiga rápido.