Al otro lado del muro
Die Grenzen sind auf
Ich sag “Ihr spinnt ja total”
War mein Vater ganz emotionel um hat geweint. Un
er weint
heute noch, wenn er das im Fenstehen sieht,
ja, glaub ich.
Easy German 61. The fall of the Berlin Wall
Al reparar detrás de
mostrador el cruce de piernas al desgaire sobre la butaca, Braulio se pulió para
fisgonear, pero la mujer se puso de pie en un santiamén y le replicó que sí
podía partir de Hamburg para llegar a West Berlin. Por supuesto, debía contar con un pasaporte y cambiar dólares a marcos con
antelación. Para mitigar el desliz, Braulio
simuló contemplar el cieloraso de la estación. Era una sombría concavidad
sin el millar de estrellas que en noches de helada esplendían en el firmamento
de Tarma. Mierda, ¿la bucólica? No, la telúrica. Al diablo con las atribulaciones. Braulio recobró los documentos y se desplazó a trancos hacia la zona de abordo.
Se desparrató en la cabina y las artimañas de la somnolencia lo sedujeron. Por la ventanilla advirtió una leve penumbra que se adueñaba de la plataforma de la estación. Y antes de sumirse
en el sueño, rescató siluetas en uniforme al acecho de posibles víctimas que volaban
a la velocidad de la luz en el seno de un paisaje lunar donde se cernían
fragosas las franjas de ceniza.
¡Putamadrina! Enceguecido
por una linterna rozándole la punta de la nariz, se quedó inmóvil por unos
segundos frente a un ogro de inspector ataviado con uniforme cuasi nazi. El
vozarrón le conminó de inmediato la documentación. Aterrorizado –por la mente
fugaz el ático de Ana Frank de unos días
antes en Amsterdam --, Braulio recogió los bártulos que esparció al desabrochar
el cinturón de estilo hippie.“Se le deportará en la próxima estación,” sonaron
en buen inglés las guturales del conductor. Braulio tartamudeó que no era culpa
suya, señor, la despachadora en el
mostrador le aseguró que podía viajar sin obstáculo desde Hamburg hacia West Berlín. “Usted está violando el territorio de East
Germany,” replicó el susodicho revisando la documentación. “Y el pasaporte carece del sello de autorización
de Hamburg”. El gigante dio media vuelta y se esfumó por el larguísimo corredor
de los vagones deslizándose por rieles cómplices
de atrocidades sin nombre. Alucinándo con un uniforme de fatídicas rayas blancas y grises, las posaderas en las asperezas
de una piedra, palmas en las mejillas, Braulio batalló para no dar rienda al
llanto de un infante en territorio germano. ¿Desde allí con destino a Lima, la horrible?
¿Y una sola muda de ropa? Y los libros, la cuenta de ahorros, ¿los dejaría al
cuidado de Daniel, el compañero de apartamento en Buffalo?.
Rabia, amargura, resentimiento. Un tajo más en
la la cara de la desgracia. No, los hados no podían abandonarlo en las ciénagas
de la mala racha. Y, entonces, el acierto del cubilete con los dados del azar: en el umbral de la
cabina, alta y rubia y blanca, ciñendo
de la mando a un niño mulato, la mujer deslizó la puerta corrediza desgañitando
sin preambulo que ese agente KGB lo
timaba con la engañifa de la deportación, póngase de pie, hombre, había que recobrar sus
cosas. La estridencia de los vagones sacudiendo sobre las rieles, las pitadas rasgando
la noche, atolondraban a Braulio, quien, brazos en aspa para guardar el
equilibrio, indagaba detrás de la mujer
y el niño. ¿Ah el acento, amigo? Era oriounda de West Berlín pero radicaba
hacia muchos años en California. ¿El niño? Del
divorció con un ex-miembro de los Black
Panter. De vuelta al terruño por unos días para cuidar a la madre enferma. Eran retazos de la historia de la mujer que trotaba con arrebato por el pasadizo que se dilataba más y más a medida que se avanzaba sin hallar todavía los rastros del inspector cuasi nazi.
Finalmente, un relumbre cercenó
la penumbra en el corredor. Era la cabina del maquinista y allí, de espaldas, el
conductor vociferando para sortear el estruendo
infernal, mientras el maquinista, sin dejar de operar los botones de un panel, pausaba
para sorber de un termo, y no hacía
el mínimo esfuerzo por oir. La mujer se
aproximó al ladronzuelo bolchevique y lo encaró con menosprecio y virulencia. Sin
dejar de estudiarla de pies a cabeza, la voz del maquinista se impuso al traqueteo ensordecedor de los
vagones en las rieles. El conductor
asentía ahora con la cabeza gacha, y de
manera sesgada le devolvió a Braulio el pasaporte, el pase europeo y la
chequera de dólares.
De retorno a sus
respectivas cabinas, Braulio, el resto
del viaje, mantuvo los ojos fijos en las ventanilla donde irrumpían esporádicas
centellas en las tinieblas de la noche oscura. Ah, las palabras, un vano sesgo para
la desdicha sin tregua alguna. En la oficina de cambio de la nueva estación,
Braulio sonrió al fin; y, en seguida, le devolvió
a la mujer el monto prestado para pagar la multa por carencia en el pasaporte del sello de Hamburg. Se despidieron adoloridos con abrazos y palmaditas. Y qué bálsamo cuando ella le susurró en el oído que tal vez se reecontrarían en algún rincón del mundo.
La estación era una extenso zótano con una
escalera que conducía a las llantas y
guardafangos de una procesión de vehículos. Conciliado con el mundo, pero
enmohenido para emprender el ascenso, Braulio merodeó por un buen rato hasta
que un espectáculo lo cautivó: una bella mujer con abrigo negro, bufanda blanca
y boina roja, descalza, cantaba circundada
por un perimetro de beodos sentados en el suelo. ¿Y si cruzaba las piernas al
desgaire? Sería otro cantar. Al término de la canción, la bella mujer eruptó y tronó un pedo; los vagabundos lo celebraron levantando al únisono sus botellas.
Qué conchuda, la hija de puta. Braulio emprendió asqueado las escaleras a
trancadas y, de pronto, en la venida se vio rodeado de mendigos, borrachos y
mujeres provocativas en la indumentaria. Un escolosfriante déjà vu: West Berlín le
pareció nada menos que una versión precaria de Manhatan, y hecho un bólido se
internó en las sombras de un bar a la
vuelta de una esquina. Ordenó una
cerveza, mientras se acomodaba con dificultad en la butaca. ¿Un oasis
capitalista en un desierto comunista? ¿Metáforas de pajero a estas alturas?. No
jodas, pues. Afuera del antro el cielo nebuloso
pronosticaba malos augurios. De pronto, una mezcla hedionda de tabaco, alcohol
y sexo, lo avasalló y una pesada mano se posó sobre su hombro y estuvo a punto
de ser derribado. Cuando ya se aprestaba a escabullirse, otra mano lo detuvo afablemente: era un parroquiano
que, al momento de solicitar una cerveza con el índice, le cuchicheó con acentó
británico:. “Al otro lado de Checkpoint
Charlie, la cerveza te cuesta la mitad de un dollar.” A cinco cuadras del bar,
debía encontrar la calle Kurfütendamen, y de allí, de acuerdo a las
instrucciones para llegar a Checkpont Charlie, era pan comido. Un uniformado entre
gris y verde, robot uno, detrás de un vidrio a prueba de bala, revisó el
pasaporte, mientras en la parte posterior de la garita de control, robot dos, controlaba
varias pantallas al mismo tiempo que dictaba al tercer y cuarto robot, ambos de
pie y con sus cuadernillos de registro.
Y como si habiera sido
trasladado por una alfombra mágica, Braulio se vio de golpe caminando por una amplia
avenida que parecía infinita. Antes de proseguir, miró con el rabillo del
ojo las torrecillas donde los vigías se disponían a disparar con sus
metralletas en cualquier momento. Las veredas franqueaban monumentales edificios que se reiteraban infatigables con puertas y
ventanas clausuradas. No habían ningún
tipo de vehículos ni tampoco transeuntes. Exhausto, en una quietud pronta a
quebrarse por el bombardeo anunciado por
las sirenas en frenesí , Braulio se arrepintió de haber cruzado el
Chekpoint Charlie. ¿Había que refugiarse
como todo el mundo en las guaridas de concreto? Con las piernas doblegándosele, acalambrándosele,
un escalofrío que le agorrotaba sin
misericordia, se sentó en la cuneta de una esquina con la mirada fija en las rieles de tranvía. Las histeria
de las sirenas, entonces el bombardeo arrasaría Berlín hasta que el asfalto se derritiera y se fundieran el soporte de las
edificaciones. Sí, lenguas de fuego que se propagaban implacables en las
tinieblas de la noche oscura de Berlín. De golpe, Braulio, se puso de pie y se secó el
copioso sudor con el dorso de la mano. Chispearon los cables por dónde
discurría un tranvía lentamente, y abordó casi a ciegas, a pesar de la estridencia de la frenada, que le puso los nervios en punta. Los pocos pasajeros
lo escrutaban sigilosamente y cuando Braulio ensayó un gestó amical, ellos deviaron
las cabezas hacia ventanillas. Una anciana en un asiento posterior murmuraba furibunda a la vez que señalaba con él índice acusador la ruinas de una templo
ceniciento cuya mitad era un montículo
de escombros. Luego el tranvía recorrió calles donde las casas todavía
exhibían vestigios de la guerra – descascaradas y con fisuras y agujeros por
doquier--, el escenario de la demoniaca
conflagración y la represalia rusa
violando brutalmente millares de mujeres y los niños reclutados que resistían heroicos,
pero fanatizados con la victoria y la solución final. Horrorizado por las remembranzas de
innumerables salas de cine donde solía llorar en silencio, horrorizado, sí, por
el miedo de morir en los campos de concentración, Braulio se levantó del
asiento al auscultar la misma esquina de donde partió el tranvía un rato antes.
Saltó a la ancha vereda como si se tratara de la única tabla de salvación en el naufragio de la alucinación.
De vuelta, pues, trotaba por la avenida sin límite con la
mochila colgada de un hombro, mientras del otro pendía la cámara Pentax. Al
cabo de un tiempo, un oasis de tímido sol se dibujó a lo lejos. Con el vigor
recobrado en el tranvía, se desplazó jadeante hasta que un par de jóvenes se aproximaron para
preguntarle en un inglés aceptable si
vendía el bluejeans que llevaba puesto. Ante
el desconcierto de Braulio, los jóvenes, oteando entorno, se dispersaron en la procesión de peatones que se engrosaba
cada vez más en la plaza en cuyo centro se elevaba una torre circular con una
simetría de ventanales. Circundaba ornamentando una fuente con pilares cuyas crestas de espuma acariciaban el aire cálido del mediodía.
Braulio permaneció
estupefacto por unos segudos cuando de repente advirtió que una joven corría hacia él
portando en la mano una pequeña cámara. Henchido de felicidad entendió sin
dificultad el lenguaje de señas: que le tomara una foto, por favor, ella no hablaba inglés
pero si sabía escribirlo y leerlo. Le indicó que la siguiera y cruzaron uno
detrás del otro una calle que conducía a un parque de cesped acicalado. Braulio trémulo por el nerviosismo cuando ella cruzó gracilmente los pies frente a
la camara. Mediana, espigada, sonreía dulcemente, Braulio se engolosinaba enfocando con la Pentax la
volupuosidad de sus caderas, la sutileza de su cintura. En seguida, Braulio
le hizo señas que él también quería una foto para el recuerdo y le dio instrucciones de cómo manejar una cámara del orbe capitalista. Ella asintió echándose
con picardía la melena rubia sobre el hombro. Y cuando ella le propuso por
escrito enrumbar a un club ruso donde podían comer, beber y bailar, Braulio se quedó lelo, mudo por una fracción de tiempo, con un nudo en la garganta. Mientras
caminaban, Braulio atinó a lisonjear la
cambinación de los colores amarillo de la blusa, marrón oscuro de los
pantalones en corduroy, y el beige de la chaqueta de cuero de la muchacha. Ella,
a su vez, anotó en el cuadernillo que le impresionaba muchísimo el blujien
amaricano. Más aún: pasó la yema de los
dedos por la tela de la chaqueta y comprobó que había sido confeccionado con el mismo material que el del pantalón.
Subieron a trancos al segundo piso de uno de
los edificios que bordeaba la plaza. Un grupo de personas se apiñaban a la
entrada del club ruso y eran impedidos de entrar por un par de robustos
porteros. Abochornada, ella se dirigió
hacia la escalera adosada al edificio, bajó veloz, y antes de detenerse frente al edificio
contiguo, se cercioró si Braulio la había seguido. Frente a la portezuela de
cristal una orquesta interpretaba melodías marciales, mientras un círculo de
niños en el centro del salón jugaba a la ronda. Los espectadores apostados en las
barandas del segundo piso la contamplaban
con aire adusto. Juta –en algún momento había escrito su nombre–, exasperada, balbuceó
en su lengua antes de reiniciar el aventurado itinerario. A espaldas de ella, Braulio elucubraba febrilmente las más
aberrantes maquinaciones: los agentes de la Gestapo –ella era una doble
agente-- tramaban capturarlo infraganti en territorio de East Berlín, y por un brevísimo momento abrigó la idea de ocultarse y abandonar a
Jutta y sus simulacros, pero ella, de manera imprevista, giró en redondo, y otra vez hablando en alemán señalo un bar restaurante en medio de
otras tiendas alrededor de la fuente en la plaza de la torre que ascendía entre el reverbero del mediodía.
Meseros con pantalones
negros y camisas blancas llevaban en fuentes inmensos vasos de cerveza asiendo entre
los dedos diminutos recibos. Comenzaron a beber al mediodía y a la hora
crepuscular --los transeuntes translucían vagos colores y las cervezas eran
azules--, Juta seguía escribiendo profusamente en las servilletas. El mesero era un abusivo que estaba cobrando demasiado, que ella laboraba en la
oficina del quinto piso de un edificio –y dibujó una flecha en una tarjeta de
turistas--, pero vivía en un pueblo cercano, sí, los días de la semana viajaba en
tren durante media hora. Cuando las tinieblas de la noche oscura apretaron los
alrededores de la ciudad, Jutta guardó el cuadernillo y la cámara en una bolsa
de cuero, sus ojos verdiazules brillaron de tristeza, y se levantó con singular impulso de la mesa. A despecho de la ebriedad, Braulio logró mantenerse
enhiesto. ¿Cuántos litros de cerveza de
East Berlín habían libado insaciablemente? Jamás sabría este cronista de las
germanías, ni qué signos o señales, si en inglés o alemán o español o quechua,
o si se lo escribió, el hecho incontrovertible fue de que acordaron viajar juntos a la
villa cercana porque Jutta quería, en verdad de realidad, presentarle a sus padres. También podria
cuestionarse la verosimilitud de cómo fueron capaces de llegar al lado opuesto de
la torre donde se ubicaba la entrada hacia el el tren subterraneo. ¿Descendieron las gradas
tomados de la mano hacia la plataforma de abordaje? Lo único cierto es que a Braulio
se le ocurrió de repente guardar la cámara Pentax en la mochila, para lo cual
se puso de cuclillas, sin percatarse que Jutta siguió caminando. Al percibir la
ausencia de ella, él recobró de golpe la sobriedad, corrió tan rapido como
pudo, pero las puertas se cerraron implacables a escasos centimetros de la faz desfigurada por el terror. Alguien lo atrajo hacia atrás con tal
ímpetu que Braulio trastabilló y estuvo a punto de caerse de culo. Cómo olvidar
el dulce y bello semblante, lastimado por el espanto y el grito de pánico que
se filtro sin misericordia a través de vidriosa portezuela.
Vapuleado por la adversidad, Braulio, ofuscado, merodeó por los alrededores de la gran plaza hasta que por fin llegó a una avenida paralela a la del arribo. Era menos ancha y el alumbrado dejaba trechos en tinieblas donde había que andar casi a tientas. De pronto un chorro de luz materializó un autobus que paró en seco. Al abrirse la
portezuela, el chofer lo invitó cortesmente a subir en un inglés correcto dizque para
conducirlo al paradero ubicado a sólo tres cuadras de Checkpoint Charlie. Le
recomendó que se cuidara en las escalerillas porque en las tinieblas de
la noches oscura en Berlín eran frecuentes los traspiés. Se sentó a un costado del chofer y a Braulio le conmovió sobremanera el auténtico interés del chofer por el bienestar del único pasajero del turno de la noche, Entonces, sin dilaciones ni tanto aspaviento, Braulio empezó a desmenuzar
prolijamente el tiempo que gozó al lado de Jutta. Sí, hubo instantes
de manos apretadas con ternura, mientras brindaban prodigiosos con la cerveza
de East Berlín, sí, como si pronto fuera ya el fin del mundo. Sólo Dios sabe si
Jutta era la mujer de su vida (Die liebe maines Lebens), a quien venía
persiguiendo por todos los confines del planeta. Oh, Jutta, si supieras cómo la ausencia tuya lacera sin tregua mi encandilado corazón. Braulio se limpio los ojos con el
dorso de la mano y luego lanzó una retahila de suspiros a guisa de su venerado Quijote, El frenazo de
sopetón lo expulso de sus cavilaciones y, obviamente, del autobus,
Braulio zizagueaba en menor escala por la vereda también menos tenebrosa por las linternas de control que se erizaban en la cima del infinito muro de Berlín. Tuvo ganas ubérrimas de orinar y se arriesgo por un cesped franqueado por una hilera de arbustos enanos, y de pronto, justo cuando inhalaba y exhalaba el alivio, Braulio encegueció por segunda vez por un relámpago de luz y por el trueno de un vozarrón que lo exhortaba a proseguir la marcha. Déjenme mear, jijunagranputas, gritó a todo pulmón. Estaba en el jardín frontal de una casa, y al darse la vuelta vio a dos agentes de la KGB o la Gestapo con sendas linternas y el fulgor azabache de los gruñidos de un par de Doberman atados que se obsedían en atacarlo. Desembocó en otra amplia avenida con el patrullero a sus espaldas: lo controlaban con una luz oscilante instalado encima del parabrisas. Braulio cruzó la avenida sin una ñizca de miedo y se detuvo frente a un club con música tropical para espiar a los africanos y cubanos que danzaban con las germanas. El vehículo de los agentes tuvo que dar una vuelta en la avenida y los cuasi nazis lo amenazaron con detenerlo si no reiniciaba la marcha. Y en ese preciso momento Braulio decidió aligerar los pasos, sudoroso y jadeante, porque se acordó por un golpe de suerte que debía presentarse en Checkpoint Charlie antes de las 12.00 de la noche en punto.
Braulio zizagueaba en menor escala por la vereda también menos tenebrosa por las linternas de control que se erizaban en la cima del infinito muro de Berlín. Tuvo ganas ubérrimas de orinar y se arriesgo por un cesped franqueado por una hilera de arbustos enanos, y de pronto, justo cuando inhalaba y exhalaba el alivio, Braulio encegueció por segunda vez por un relámpago de luz y por el trueno de un vozarrón que lo exhortaba a proseguir la marcha. Déjenme mear, jijunagranputas, gritó a todo pulmón. Estaba en el jardín frontal de una casa, y al darse la vuelta vio a dos agentes de la KGB o la Gestapo con sendas linternas y el fulgor azabache de los gruñidos de un par de Doberman atados que se obsedían en atacarlo. Desembocó en otra amplia avenida con el patrullero a sus espaldas: lo controlaban con una luz oscilante instalado encima del parabrisas. Braulio cruzó la avenida sin una ñizca de miedo y se detuvo frente a un club con música tropical para espiar a los africanos y cubanos que danzaban con las germanas. El vehículo de los agentes tuvo que dar una vuelta en la avenida y los cuasi nazis lo amenazaron con detenerlo si no reiniciaba la marcha. Y en ese preciso momento Braulio decidió aligerar los pasos, sudoroso y jadeante, porque se acordó por un golpe de suerte que debía presentarse en Checkpoint Charlie antes de las 12.00 de la noche en punto.
--En tres minutos más, quedaba deportado --le dijo el soldado desconocido de Checkpoint Charlie-- Prosiga, prosiga rápido.