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martes, 26 de julio de 2016





En la finca de la tía Mila



Se deslíen los nubarrones de la tormenta y se insinúa abrasadora las centella del mediodía en la finca de la tía Mila.  Las orejas en punta para calibrar si los estallidos del tubo de escape del Jeep alcanzaron el declive de la primera cuesta donde de vez en cuando afloraba una columna de Ashaninkas por un sendero al borde del camino –cushmas de color marrón con franjas amarillas, pintarrajeados los rostros con achiote, un colorido vendaje con plumas en la frente, y en los hombros, el arco y el carcaj de flechas con veneno de culebra.

Y acontece  a la sazón la codiciada algarabía de carnaval.  A Estela, a quien llamaban abuela debido a la dentadura que parecía postiza, le encanta parodiar la lengua soez y de baja estofa de la tía Mila tan pronto como ésta desaparece del escenario en ascuas, arre, arre, carajo, maktachos de mierda. Ojotas de llanta, pantalones de cordellate, camisetas de balleta, se apresuran en la preparación de la merienda de los perros.

Del columpio colgado en las altas ramas de un pacae, en cuanto la abuela Estela da señal con un silbido, irrumpe de un respingo, Rafacho, quien, acto seguido, apoya la viga de caoba en la nuca con sendas latas en los extremos para acarrear agua diáfana y fresca de la gruta que se empoza en mitad de la ladera. Acarrearla  hasta la ladera opuesta después de atravesar la hondanada llena de piedras de huayco, es una de las tantas hazañas de Rafacho.  Jadeante, a duras penas, puja por la escarpada senda de grava  hasta la cima que colinda con rancho de los peones. Más aún:  le queda suficiente energía para llenar los porongos a la sombra del alero de la cocina. Al poco rato, cierra detrás de sí el portón de tronco, y, al pie del fogón, se revuelca con la abuela Estela, so pretexto de ayudarle con el yantar del mediodía. Pero en boca cerrada no entran moscas, de modo que, chiquilines, callao nomás.  De lo contrario no habrá aventuras ni más tirachos de buena puntería para Jisho, ni tampoco Machaway contará con la malla con mango para cazar mariposas blancas.
  
Y es la anhelada coyuntura de Shato para cerciorarse si Jisho bien reza el rosario dentro del mosquitero o bien evade las picaduras con el pomito de alcohol y trozos de algodón. Y pese a la canícula del mediodía, a punto ya de derretirle los sesos, se acuclilla maldiciendo la corta pero puta existencia en la chacra de la chunca Mila, acaricia el lomo de Ratón que intenta lamerle la mejilla, ambos rodeados por los altísimos árboles de pacaes, el barullo de la bandada de pericos, el rumor sin cesar de las cigarras y la lúgubre letanía de los búhos. Finalmente , se yergue inhalando con fuerza la brisa aromada por las mil flores del jardín. Abre los ojazos de ojón, el enano, husmea por los alrededores asegurándose de que todo el mundo brilla por su ausencia, y emprende --ahora o nunca, carambolas-- la aventura de gran envergadura: quería ser como su hermano mayor, Rafacho, quien solía arrogarse, a veces, en el mismo día, el rol de Tarzán en las mañanas, y el de Jim de la Selva en las tardes para rastrear los misterios de la selva.



2b


Un día jueves la tía Mila bajó a La Merced para hacer cobranzas en el Jeep de Pancho Pazuñe. Al Jeep del tío Anchico se le atoraba el carburador y sabe Dios si en esos días subirá al fundo un mecánico de la Ford. Medio oculto en la enramada de los pacaes, meciéndome en el columpio de bejucos, esperaba yo que se borraran estos vejestorios.  Y tan luego que la tía Mila  se acomodó en el asiento junto al italiano de dientes postizos –solían decirle los aledaños, el llaptu, o el Popeye de Garibaldi--  salté del columpio y esperé que el tío Anchico también se evaporara en las cobijas del mosquitero de su morada. En tiempos de lluvia le crujían los huesos como cascabel y por cualquier majadería nuestra se ponía bien cascarrabias. Y cómo no habría escopeta para ser Jim de la selva, decidí que era el turno, pues, de ser Tarzán. ¿Y quién sería Chita?. Por supuesto, Jisho.  Este alfeñique pasa todo el santo día lloriqueando bajo el sombrero con velos de gasa para espantar la arremetida de los mosquitos con sus algodoncillos empapados de alcohol. De modo que había que proponerle el rol de Chita para que escapara por un rato de sus penurias, pero con tal de que coloque ambas palmas en los sobacos y salte hacia los costados sin dejar de chillar. Bueno, Jisho se esmeró en rol y, por lo tanto, le concedí el premio en boca cerrada no entren moscas. Entonces, manos a la obra.  No era fácil llegar a la cima de la colina con las condenados malagüeros jugando a la escondidas en el boscaje que emergía desde el fondo de la hondonada, mientras daba la impresión de que la cuesta  se empinaba cada vez más conforme uno avanzaba.

A estas horas Pancho Pazuñe y la tía Mila estarían por emprender la insidiosa rampa que inciaba justa en la entrada al fundo del primero, el papá de la Norma, la Mula blanca –así solía llamarla, la tía Mila.  Pronto saldría el pimpollo al patio de cascajo con solo una bata de gamuza tan blanca como su mamá, una gorda altísima con una garrafa de pico en una mano y en la otra un lienzo. Y cómo había todavía mucho pan por rebanar --el Jeep en cuarta bajaría por el declive en zigzag que daba al naranjal de San Carlos, frenaría a cada rato, y la doña bárbara, ah, un día de estos, me cavan la tumba en el fondo del barranco usted y su compadre, un par de carabinas de Ambrosio --, nos empachamos hasta no más en el paraíso de las frutas y, de rato en rato, ejercitamos puntería con los tirachos.

Con la panza llena y sin ligarnos ni siquiera un pajarraco de mala muerte, trotamos de bajada  la colina agarrando a puntapiés a los  saltamontes que proliferan en la hilera de grama que crece en el centro de la carretera. Así en plan de joder, pa’ malditar a Chita. Al llegar a la lomita de la curva ensombrecida por el bosque de bejucos que se erizan desde el fondo de la cañada, desaté el bejuco mío enrollado en un tronco grueso al borde de la carretera. En unos segundos la gorda Victoria llevaría de la mano a la Mulita blanca hacia la tina de chonta en medio del patio de menudo cascajo. Entonces, a columpiarse con gran impulso  para poder pasar de lado por otro tronco sin ramas donde colgaban panales de avispas. Le ordené a Jisho, mi Chita,  que emitiera los chillidos tan pronto como yo ascendiera al cima del Tibet gritando el ¡auaauaaa! tarzianano. Y era como palpar el cielo aguaytarle el entremuslo a la pimpollo calatita a través de los resquicios del follaje que trizaba los rayos del sol, tan luego que su madre terminaba de secarla con el lienzo, ayayay mamita linda, y por angurriento hice un quiebre para poder tasarle mejor el monte del pubis. Pero el azar del destino quiso que  mi pie –ya de vuelta en retroceso al borde de la carretera--, pateara un panal de avispas y al toque una enfurecida turba surgió del  recinto para sacarnos la chochoca.

Entonces, le grité a Chita que corriera antes de que yo pudiera aterrizar y emprender la fuga del siglo.  Dicho y hecho, Chita corría tan veloz como una vizcacha, y me sacó un ventajón porque yo, miéchica, debía dar vuelta de rato en rato para espantar con una rama al remolino de avispones casi a punto de alcanzarme, las alcahuetas. Logramos sacarle ventaja al resonante ronroneo cuando bajamos velozmente la loma de las ánimas malagüeras. A través del vislumbre de la tarde, distinguí que Chita llegó con ínfulas de novato al patio de cemento, donde a esas horas el viejo Anchico solía regar sus cultivos con una mangera larguísima—abrumado, el cocho, por  las musarañas de la somnolencia. Como una saeta, Jisho pasó de largo en el instante que el regador de marras giró sobre sus talones y, sin tanta alharaca, empezó un rochabús contra las avispas que lo asediaron ferozmente. Enhorabuena, las hideputas me echaron al olvido. Y como saeta también pasé de largo hacia la cocina donde el menesteroso de Jisho lloriqueaba cagadísimo de miedo por el horrendo castigo que nos aguardaba.

Cerramos la puerta y por ranuras del maredamen, presenciamos el enredo de la manguera entre los pies del tio después de haber estado dando vueltas atolondrado hasta que por fín se cayó de poto. Entonces, el avispero se desquitó succionando la añeja sangre del montuno, y luego el oscuro nublado se alejó bisbiseando su triunfo.  Yo le dije a Jisho que se deje de mariconadas, carajo, que sería yo el machote en confrontar primero la latiguera con chicote de tres puntas con   shalanca de sacar ronchas.  Al advertir ambos que la nariz del tio Anchi era ahora una pelotita roja de payaso, Rafacho, entre carcajadas, imputó a la reina del panal de avispas ser la autora del entuerto. Jisho empezó a reírse entre llanto, moco y baba, mientras Rafacho hizo crujir los troncos de la compuerta al salir de la cocina para enfrentarse con bizarría al tierno pero ahora feroz tío Anchico.

lunes, 11 de julio de 2016






En la finca de la tía Mila




Ia


A Rafacho, el hermano mayor, lo dejaban por un mes en el fundo de la tía Mila en compañía de Jisho, el hermano menor, un par de mataperros. Pero también a los últimos, Shato y Machahuay, un par de palomillas, por separado, cuando frisaban entre los once y los siete.  Y si uno de los cuatro amanecía lechero, bajaba con los tíos en el jeep a La Merced los días sábados para la venta en el mercado de los quintales de café, cajones de frutas, canastas llenas de huevos y limones, y costales repletos de maíz.  Al caer la tarde, pese al ensordecedor canto de las cigarras, el croar de los sapos y el monocorde de los búhos, se solía percibir en la lejanía la quejumbre del jeep de retorno en las cuestas y el eco de los gritos de furor de la tía Mila que requintaba: eres una carabina de Ambrosio, viejo del diablo, en caso de que el Jeep se atollaba en algún charco o en caso de que se salía de las cunetas de la carretera zigzagueando en declive. No,  no te amargues en vano, mi negra –mansito como una paloma el tío Anchico con su machona--. Por amor de Dios, ten paciencia.
A lo lejos rugía el rio Toro. Las moles de roca salpicaban crestas de espuma en las orillas de arena. Las montañas se remecían desde los cimientos y ululaba el eco por leguas y leguas a la redonda.  Entonces, Rafacho, el loquillo, empezaba otra vez con los augurios sobre el fin del mundo. En menos de lo que canta un gallo –declamaba-- la techumbre de los pabellones y los tabiques de madera, se desmoronaban y el torrente los arrasaría por desfiladero hasta la ribera del rio. Ni los aleros que cobijaban los mosquiteros de gasa blanca, el escondite para espiar al viejo Anchico que cuchicheaba sus penas con las ánimas en la penumbra de la hojarasca, quedaría a salvo. Y el techo del depósito donde se almacena la leña, las latas de manteca, las mazorcas atadas de la panca, y el tronco con el hacha en diagonal donde se degüella ¡zacatás, caifás! a las gallinas para el caldo del domingo. Y, asimismo, el techo de fogón de adobe en el cual la Estela adivina las tormentas de lluvia en los leños que chisporrotean sobre las cenizas.
Entonces, Jisho, desde la guarida del mosquitero, con la ñata entre los resquicios de los maderos, desgañita: el torrencial que nos manda Satanás por nuestros pecados, gracias al señor de los cielos, no nos arrasará hacia las turbulencias del rio Toro.  Y el Rafacho, derechito al infierno por blasfemar con su danza del apache, a la vez que se destornillaba de la risa, sudoroso y escurriendo lluvia. El Ratón, contagiado por la retahíla de herejías, brincaba sobre sus patitas de garza, sin importarle el perímetro de canaletas que desbordaban con el diluvio de Noe en el fundo de la tía Mila.



Ib


Antes de que amaneciera me atormentaba ya el gusanillo de las aventuras. Diseñaba bajo el mosquitero el episodio de aquel Jueves para llevarlo a cabo después de que los tíos Anchico y Mila agarraban viaje a la Merced para la venta de sus productos. Entonces, podía sacar la escopeta y en plan de Jim de la Selva subir a la pampa para hacerle puntería a los cuptes, los zamaños o los sajinos, animales de presa agazapados en los contornos de la espesura. A condición de no dispararles a los pájaros que pululaban en el jardín  y en el huerto de las hierbas, tubérculos y verduras, contaba con el libre albedrío de cazar a mi antojo.
Popsi, al principio, se hizo de rogar porque amaneció de mal humor, pero después apareció corriendo detrás mío, y logramos, casi a rastras, ascender la cuesta de ánimas en pena. Ya en la cima ojeamos y hurgamos por los alrededores por si de pronto se aparecía alguna presa, pero nones. De improviso Popsi se esfumó, aunque no tardaría en aparecer con alguna novedad. Al poco rato escuche que ladraba o aullaba, rabioso. Logré acercarme al borde de abismo en cuyo fondo había un hervidero de culebras, y allí estaba, pues, el Popsi en plena bronca con un oso hormiguero trepado en un árbol. El uno lanzaba zarpazos aquí y allá, mientras el otro se la ingeniaba para zafárselos con presteza.  Mi plan de volarle los sesos al oso hormiguero de solo un cartucho se frustró porque de mala suerte me arrodillé justo en una cuevita de hormigas rojas, de modo que dí el salto de mi vida.  De lo contrario, pues, le hubiera hecho trizas la mitra del oso hormiguero que bregaba por asestarle el abrazo de la muerte, pero Popsi, nada cojudo, se las ingenió para incrustarle antes los colmillos en la nuca, y ambos, trenzados, rodaron por el precipicio que culmina en el nido de las culebras, dejando una estela de polvo, ramas y hojas por doquier. Cuando llegué finalmente al borde, vi que se hacían añicos casi en la mitad de la ladera del barranco entre una de bulla de bramidos, bufidos y gruñidos, en tanto yo me rompía el coco por averiguar quién saldría vivo de la contienda ya que ambos se desbarrancaron justo en territorio de sierpes.  Entonces, no había más que resignarse a la tunda de latigazos con chicote de tres puntas: Popsí era el adalid de la cáfila de canes y, por supuesto, el más engreído de los doce perros de la furibunda tía Mila. Al poco rato logré escuchar a través del follaje los quebrantos cada vez más lánguidos de Popsi, pero ya no más los rugidos del oso hormiguero, sino unos ronquidos como si ambos estuvieran atragantando aire. Pasudiablo, ¿quién mancó, entonces?. Con la desesperanza a cuestas, de retorno al fundo, barruntaba ya el prodigio de las frotaciones con hierba de yanten de la abuela Estela que mitigarían infaliblemente los cardenales del vaticano que le aguardaban a mi pobre trasero.  Y justo cuando empezaba a bajar la loma de las ánimas en pena, se aparece, pues, el Popsi todo maltrecho, se postró el descuajeringado a mis pies y por más que le lloré para que me perdonara, sus patas se doblegaban, y, entonces, de sopetón borré la imagen de un Popsi en agonía, y al tiro corrí al rancho de los operarios en busca del capataz de los peones, Marcilinachu, sabihondo en hierbas medicinales. Con piel de culebra lo fajo como a guagüita, de cabo a rabo, pues, chiuchi, después lo frotaré con su encurtido de llantén. Lo rociamos su agüita de coca al alqu, y yatacristo, pues.  Escondimos a Popsi detrás del rancho de la peonada, debajo del toldo que cubre la despulpadora del café. Al advertir su ausencia, la tía gritaría a los cuatro vientos que el Popsi, el padrillo, estaría preñando a las perras con calentura por los confines de las montañas del rio Toro, pero cumplida su misión regresaría tarde o temprano. Y así fue como fue. Al cabo de unos días, el Popsi en el patio coleando con aire de culpa solo para aquerenciarse con la tía Mila, merecía toda mi pleitesía[BP1]