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miércoles, 8 de noviembre de 2017







Ladrón del saber


Para José Escalante Romero



1

            Todo comenzó en el comedor de estudiantes que otrora se ubicaba frente al viejo caserón de la librería Minerva, cuando irrumpió la voz finamente ronca de la Coneja en el aire húmedo de un mediodía de verano.

            --Apuesto que ustedes se chupan ---ellos arrimaron hacia el centro de la mesa las fuentes de comida entre botellas de gaseosas, vasos y grumos de miga, mientras la muchacha espantó de un manotazo una mosca que evolucionó hacia la mejilla de su agraciado rostro. Luego de una pausa, agregó:

            --Esos de literatura se tiran los libros a su antojo bajo las mismas narices de los vigilantes.

             De súbito, la jovial y pícara conversación languideceó hasta el más absoluto mutismo. En cada uno de ellos, se instaló por unos segundos un nudo en la garganta. El seco verde con frejolitos se tornó desabrido en el paladar y el castillo de naipes de unos minutos antes se derrumbó ante la danza de pupilas ya sin brillo, en torno a los mendrugos de pan moldeados en figuras extrañas. No, no querían enfrentar el desafio dibujado en los labios de la Coneja. Lo que Chacho y Goyo ansiaban en el fondo del corazón, era que Pichulín abriera el hocico y expectorara pronto una réplica.

            --Por supuesto que no nos chupamos, Conejita—por fin se manifestó el susodicho, carraspeando un par de veces para darse valor—Si quieres, ahora mismo nos zampamos al caserón. Sí, ahorita mismo, ¿no es cierto camaradas?

            --¿Y a cambio de qué esta vez, Coneja? –intervino Chacho guiñando los ojos de perro libidinoso.

            De golpe, se le encendieron las chapas en las mejillas de la muchacha en flor.


2

            La minifalda de pliegues translucía una prendá íntima de color rosado que se insiduaba con cierta nitidez en cada bamboleo de sus caderas entre el atolladero de vehículos que recalentaban la atmósfera pegajosa del jirón Azángaro. Antes de que ingresara al zaguán flanqueado de vitrinas donde se apilaban colección de volúmenes, tomos, libros—algunos apolillados, otros cagados de moscas antiquísimas--, ellos, al borde del sardinel opuesto, se aprestaban a cruzar el asfalto que reverberaba con la canícula. Se miraban unos a otros, asegurándose una vez más que no se asomara la sombra de la duda, que el miedo no les enturbiara las pupilas, o que las manos no se les humedeciera de sudor.

            --¡No por las puras huevas somos los Incosquistables de La Casa Verde! –vociferó el gienecillo dominical, Goyo, casi corriendo.

            --¡Sí, pues, somos patas del alma templados hasta el ejete del mismo hembrón y a la carga, camaradas! –agregó Chacho, el libertino de Filosofía en el tocador.

            --Y mucho ojo con el chontril –la voz esta vez sorterrada de Pichulín, el blanquiñoso, mientras indicaba con guiñadas a los uniformados portando cartuchera y una vara colgada de la cintura. El que estaba cerca a la caja registradora parecía dormitar recostado en una una viga de madera.

            Ellos divagaban con parsimonia frente a los estantes de una infinitud de libros dispuestos con impecable simetría, e intercambiaban miradas con el rabillo del ojo para darse ánimos y, de rato en rato, espiaban a la Coneja que hojeaba en ese momento un libro en el centro del patio del antiguo caserón. Por fin, ella dio la señal del ceño fruncido al momento de desplazarse con pasos de pantera hacia las últimas novedades que se exibían sobre una mesa cubierta con una manta de alpaca. Sin inmutarse en lo más mínimo, con un frío desapego, dio la otra señal acordada: rastrillarse el mechón que a veces le cubría los dientes de coneja, y cada uno de ellos, con diverso grado de estremecimiento, manoseaban las trémulas páginas de los libros seleccionados para el hurto del siglo. Advirtieron que las empleadas lentejudas, desde los cuatro ángulos del patio, seguían condenando ceñudas, cada vez que hacían rodar el rodillo de las antiguas máquinas de escribir, el descaro de esa minifalda. Una blasfemía en el templo del saber, Dios santo. ¡Qué descaro de la tipa!



3

           Pichulín sustrajo Rayuela de los estantes del fondo y lo escondió debajo de sobaco guarnecido por la casaca de nylon. Se dirigió lentamente a la casa registradora para pagar por un folleto publicado por el departamento de lingüística, Lexis, y luego de guardar en la sencillera el vuelto de manos de la cajera, abandonó el recinto, no sin antes avistar de soslayo el rictus de aprobación en los labios de la Coneja. Se imaginó con ella al anochecer, en rico plan de paleteo, bajo los arbustos del Parque de los Enamorados.

            Al poco rato, Chacho camufló Cien años de soledad con los manuales desaliñados de didáctica y pedagogía dentro del cartapacio que nunca se lo revisaban, cruzó con paso seguro y solemne el patio que parecía no tener fin, sólo para impresionar a la Coneja cuyo guiño de aprobación exacerbó la imaginación del sátiro con ella en la inmensidad del Estadio de San Marcos,  cogiditos de la mano en las galerías agrietadas por el abandono, en via de explorar, al caer el crepúsculo, el territorio vedado de ese cuerpazo, pucha diablos, en el paraíso del placer.

            Tan pronto como pudo, el último de los ladronzuelos de libros, Goyo, extrajo de los estantes del costado del patio Los Versos del capitán, lo ocultó debajo de la chompa roja y atravezó atolondrado el centro del patio en busca la sonrisa de beneplácito; pero, al contrario, se estrelló contra un soberbio menosprecio, ya que el libro se le resbaló del sobaco y cayó al suelo con cierto estrépito, suscitando de golpe un conclave de asombros. El menesteroso se agachó para recogerlo en tanto que la Coneja arrojó encolerizada un folleto sobre la mesa de las novedades, giró con ímpetu sobre la aguja del alto tacón, y fugó despavorida del recinto. Antes que el vigilante le cayera encima a Goyo, éste logro estrujar el papel con un poema que había garabateado una madrugada de insomnio, y que unos minutos antes tuvo el ensueño fugaz de que la Coneja lo hallaría dobladito cuando ella ojeara en la casona de San Marcos las páginas de Neruda.

            --Lu vas pagar con carcil, puis –lo amenazó el vigilante apretándole el codo con brusquedad.


miércoles, 4 de enero de 2017






En la finca de la tía Mila


Las aventuras cada vez más audaces de Rafacho eran obviamente para impresionar a la Mula Blanca, la hija del italiano Pancho Pazuñe, que nunca abandonaba la pipa, el overol ni el sombrero de fieltro aún cuando cuchi-cuchiaba a su mujer, una gorda blanca y rubia, que si te fichaba esos ojazos verdebotella, quedabas hecho una cucaracha atravesada por un alfiler.  Es decir, hasta el ojete. ¿Y el Machaway?. El conchito estaría correteando la cojera en pos de las mariposas del tamaño de una hoja de pituca por el sendero en cuya orilla un manto de flores mudaba de color al unísono justo cuando pillaban los pajarracos a las doce en punto del mediodía. Y el jardín de las mil y una flores del tio Anchico, quedaba a espalda del tendal donde se apilaban en torrecillas las pepas verdes del cafetal entre rumas de parihuelas, cobraría el color de la envidia “Apúrate, pichi de mierda”, le gritó Shato al Ratón que saciaba la sed en riachuelo al borde de la carretera. ¿Y el Jisho? Ah, el badulaque estaría santiguándose ante el horrendo milagro de las flores porque era obra del mismísimo demonio, Satanás, el rey de los infiernos. ¿Infierno, no?, le increpaba yo en plan de joderle la pita al santulón bien culón. Callaté el hocico y límpiate las legañas, ojo de vaca. Infiernos, y punto. Así lo decía el catecismo. ¿Y por qué no, entonces, catecismos?, le insistía yo jode que te jode al Marcelino pan y vino. Cállate el hocico, entenado del diablo, y suénate esos mocos que te cuelgan para asco, me gritaba el monaguillo de la Sagrada Familia. Y toda esa moña de confesarse los sábados, comulgarse los domingos, e ir al rezo con las vecinas de la casona en Tarma todas las noches, era purita mariconada, y un pretexto para que Rafa le clavara al rosquete la chapa de llorón de chacra. Shato llegó por fin a la loma del puquial donde solían detenerse para escuchar el lamento de las ánimas, ocultas en el arroyo rociado de espuma, antes de bajar corriendo por la cuesta que culebreaba oscurecida por la maraña de árboles espigados y altísimos donde se columpiaban los murciélagos en las noches y una caterva de monos chillaba histérica o la parvada de guacamayos que con impetuoso aleteo deshojaba las ramas reluciendo el zenit del mediodía. “Sigue, Ratoncito, no te chupes”, murmuró Shato al advertir un ligero titubeo en las patitas de Ratón. Cogió una rama con empuñadora igualita al bastón del viejo aristocrático De La Madrid, que daba mil vueltas por la Plaza de Armas de Tarma, con las tripas vacías, sin un cobre en el bolsillo, pero baston con  empuñadura de oro. Y de pronto, Shato, se detuvo para declamarle en voz alta al Ratón: “ Preparaos, perro huevón, para una aventura que Dios sabe a qué rumbo, coño, nos destinará, y por la santa madre que me parió me cago en la hostia” Así, remedando a su papá cuando éste, después de una tranca de los mil demonios, se daba ínfulas de proceder de la Madre Patria, un castizo que pidió la mano de una oriunda de las alturas de Cochas para que ella, o sea, La Toya, pudiera mejorar la raza. Pendejadas de mi querido viejo, del loco Felix. De la docena de hijos e hijas, mi Toya, era la engreída del abuelo Sebastían, dueño de almacenes en Morococha, donde los gringos bailaban Charleston, dueño de tierras con linderos de tupido guindal y copioso melocotón, dese de la cumbre hasta casi la mitad de la  campiña de Sacsamarca, y dueño, asimismo, de la casona de adobe, dos pisos con solar y patio de ladrillos, diez habitaciones, e incluso una tienda, solamente a una cuadra de calle central de la ciudad. Así que esa vaina de oriunda, aborigen, autóctona, natural, y que más?. Ah,  indígena. No era más que la cháchara de un enjundioso ebrio, mi querido viejo.



5b

El hueveo de los chismes para cagarme la reputación de jamás chocar con la familia en cuanto al lavoro, saca choro, pues, y merece un aclare. La milonga la ejerzo con los caídos del palto, los giles, y los incautos que se pudren en guita. Sin navaja ni lisura, puro floro nomás. No choco con los misios. Nada de toqueteos con la tribu de uno, pues. Es mi filosofía, los principios que guían mi mañosería por lo ajeno. Que fui cojeteando a la chacra de la Chunca y el viejo Anchi para engatusar a la Nelly con el toque de la lotería y quitarle el mendrugo de la boca, pura bamba, brod. Para que lo sepan bien, comemierdas, fui a enderezarle la plana al pulguiento de su marido, el Jaujino, el coquiento de la miel que va de puerta en puerta por La Merced con un andrajoso mono de la suerte en el hombro. Más terco que un burro, no se pone las pilas; por lo tanto, es responsable de la injuria que carcome a la familia. De modo que yo tenía la obligación moral de cuadrarlo con el socorro  de mi carne y uña, el zorro Frejolito, que merodeaba en aquel entonces por La Merced en plan de agarrar viaje con el faenón de la pichicata, claro, sin dejar de pisar, bien mosca mi yunta, la parroquia para encomendarse al Todopoderoso por mantenerlo vivo y coleando en el oficio de la pichi que uno nunca cata, mi apreciado Cojinoba. Frejól lo atarantó al jaujinacho con vaina  de que si no se ponía al día con su warmi,  le decoraría la carátula al baboso  con un par de chairazos. Lo atarantó en las escalinatas del mercadillo, y hasta al mono se le pararon los pelos en punta. De allí nos aligeramos al chongo de nuestras cuitas y quebrantos, donde brindamos primero por el último faenón sin mano armada, y nos destornillamos de la risa imaginando a los lorchos cuando abrieron de un empujón del cuarto para darse de narices con un par de ladrillos empaquetados en cualquier cantidad de papel periódico bien amarradito, en vez de artefactos de primera necesidad de una casa comercial de renombre. Resulto efectivo, pues, el terno de casimir a rayas y lo chuzos de becerro en punta para impresionar ya que todo salió a pedir de boca. ¿Plan de Alcapone o de caficho de puta argentina o chilena del sublime Tracadero, párcero?, me cochinea el Frejolito.  Ni lo uno ni lo otro, cuñao, los galifardos atracaran suavecito nomás con la cancelación de cuentas una vez efectuadas las cobranzas, por supuesto, con suma diligencia, señores. Atracaron los lorchos impresionados con una labia bien pulida. Estuve, pues, un par de días de banquete con aperitivos al gusto del cliente. Y ahora, al toque, esfúmece, cumpa, no vaya ser que el Jaujino de puro arrecho le haya pasado ya el yareta a la tombería. De modo que nos abrimos, medio curaditos.  Pero así y todo arrastré la cojera hacia la chacra de la tía Mila, en plan de refugiarme unos días en caso de que a la cancerberos estuvieran todavía olfateando las huellas del fugitivo de la calle de La Floral. E insisto, pues, nada de embarrarla con la familia. A la Nelita, que me emperró de pasión de cuando eramos apenas unos chigolillos, y a quien jamás la toqué ni con el pétalo de una rosa, y solamente adoré por cien años de soledad un mechón de su cabello que escondí en una cajita de fósforos, no le metí jamás la yuca aprovechándome de sus miserables centavitos.  Uno tiene, pues, su cucharoncito. Pero lo que me chicotea es que, al cabo de los años, aquella ninfa de entonces terminó cagándola en mil colores. Esta zarrapastrosa --educada en el mejor colegio como la princesita de la quinta que los tios pagaron al contado con quintales de billetes a la familia de los Santa María, nos estropeó sin asco el orgullo de familia.  Sí, pues, eran los tiempos del Jeep chilandito y de cuando la tía le compraba al contado un juego de llantas Good Year a a su loco Félix, y de cuando se chorreaba como la cornucopia del escudo nacional las propinas a los ahijados de al menos cien chilines para arriba. Todo ese apogeo de antaño culminó en el rio Toro con la Nelly lavando la ropa de los hospitales, casi desdentada, las mejillas hinchadas por las bolas de coca, vicio que heredó de su padre putativo, el finado Anchi, ya que era cachuelo de su yunta de alcahueterías, el matuzalem Pancho Pazuñe, en el vientre de la cocinera en su finca, la buenamoza Aurelia, una campa descendiente quien sabe de nazis o italianos.  Nada cojudo, el Popeye de Sicilia.  Y mira lo que me pasa justo cuando dí el último paso, luego del tortuosa cuesta que culminaba en el rancho donde habita ahora la Nelly con sus hijas y sus nietos: al tiro nomás media vuelta a La Merced porque la tía Mila --en ese entonces una harpia demacrada regañando a Dios por el destino que le deparó sin misericordia-- empezó a desgañitar a la vez que esgrimía rama que no, que no quería ver en pintura al hijo del Satacho, la oveja negra de su chino Félix, que jamás olvidaría al maldito hijo de Lucifer que le había robado más de un quintal de café haciendo hueco a cada quintal de la ruma en el depósito donde lo hospedé desde que ese malogrado era una criaturita.  Un malagradecido durmiendo bajó el mosquitero pulcro y y fragante –no de otra manera podía, mi pobre Anchico, conciliar el sueño--, y quizás estando medio sonámbulo, mi Anchico, en el depósito de los quintales de café, se le ocurrió al pobre pedirle a este bandolero del Machuaway que le pasara pintura al Jeep que en ese tiempo ya se arrastraba apenas todo destartalado y carcomido por la herrumbre. Pucha, manito,  les dejé a este par de vejetales su matraca hecho una lindura, una pintarreajeada con estilo sicodélico, y cuándo les pedí unos billetes para mi pasaje de vuelta, se hicieron los sordos y que no, mijito, se hicieron a los locos, que no, no había plata como antes, no seas un bandido, cojito, hace tiempo que eran ya pobres. Sí, pues, tuvieron que vender La Pampa, el paraíso terrenal, para sufragar los varios viajes en helícoptéro a los hospitales de Lima porque, el segundo vástago adoptivo, el Rolandito, quedó paralítico y querían, Dios Santo Todopoderoso, que volviera a caminar. Dizque que se paralizó de por vida en un camastro y luego en silla de ruedas como consecuencia de un ajusticiamiento  de cuentas ejecutado por una cuadrilla de senderistas en Ceja de selva, o dizque una caída que sufrió en el barranco cuando bajaba la cuesta de las ánimas subido de tragos después de visitar a su costilla, hija del que les dio una miseria por La Pampa, o dizque por golpiza que le propinó con una chonta la propia tía Milá en un rapto de ira, sí, roja de ira, le rajó la espalda con una furia de mil demonios. Ay, chasuma, yo así nomás no me trago estos cuentachos que teje en delirium tremens  el oriundo de Jauja que para eso sí se pinta al cuadrado, el hijo de su santa madre: hilvanar mentiras como laberintos para ocultar la verdadera verdad  de las cosas.  Aquí hay gato encerrao. Además, el Rolando se niega hablar sobre la cara de su desgracia, se empecina en guardar ferreamente un silencio de supulcro. Bueno, basta de merodear por la tangente, carajo, y al grano, escribano del ano: en la Merced vendí bien el quintal de café porque la justicia divina sopesó el sudor de mi frente: una semana echando brocha al Jeep desde la madrugada hasta el crepúsculo.  Y por este estropicio o estupro cometido contra las arcas ya, en aquel entonces, magras de los cocharcas Mila y Anchico, Y por esta vaina se tornaron aún más judíos. Y echando pestes contra esta mezquindad, esta tacañería, fui a pegarle una chineada a Rolando, y compartí el botín arracado a las malas a sus padres adoptivos, y le imploré en cátedra de diospadre para que dejara de vender chucherías y cachivaches–revistas usadas y mecheros a kerosene hechos de lata de leche gloría, pilas usadas, bolitas y bolones, trompos, y condones de segunda mano—en silla de ruedas, cuadrada en una esquina del mercado mayorista, justó dónde se exhibían los culitos de ricura las jugueras de frutas exóticas y afrodisiacas, para que dejara, carajo, de huevear vendiendo  huevaditas y se metiera al negocio de libracos de primera necesidad, qué es así como yo me gano los frejoles y paro bien bacán la olla, además, claro, de mis otros artificios de mercader de Venecia. Dicho y hecho, a los años me entero que el susodicho junto su dinerito y ahora es un prestamista judaico de la pitrimitri, porque engancha con exhuberante usura a los chacareros de la región, y llegó a ser el cacherito leré de La Merced, siempre rodeado de los más codiciadas charapitas de ceja de selva. Puro fuego, eso sí, bien echadito en su silla de ruedas.