Ladrón del saber
Para José Escalante Romero
1
Todo
comenzó en el comedor de estudiantes que otrora se ubicaba frente al viejo
caserón de la librería Minerva, cuando irrumpió la voz finamente ronca de la
Coneja en el aire húmedo de un mediodía de verano.
--Apuesto
que ustedes se chupan ---ellos arrimaron hacia el centro de la mesa las fuentes
de comida entre botellas de gaseosas, vasos y grumos de miga, mientras la
muchacha espantó de un manotazo una mosca que evolucionó hacia la mejilla de su
agraciado rostro. Luego de una pausa, agregó:
--Esos
de literatura se tiran los libros a su antojo bajo las mismas narices de los
vigilantes.
De súbito, la jovial y pícara conversación
languideceó hasta el más absoluto mutismo. En cada uno de ellos, se instaló por
unos segundos un nudo en la garganta. El seco verde con frejolitos se tornó
desabrido en el paladar y el castillo de naipes de unos minutos antes se
derrumbó ante la danza de pupilas ya sin brillo, en torno a los mendrugos de
pan moldeados en figuras extrañas. No, no querían enfrentar el desafio dibujado
en los labios de la Coneja. Lo que Chacho y Goyo ansiaban en el fondo del
corazón, era que Pichulín abriera el hocico y expectorara pronto una réplica.
--Por
supuesto que no nos chupamos, Conejita—por fin se manifestó el susodicho,
carraspeando un par de veces para darse valor—Si quieres, ahora mismo nos
zampamos al caserón. Sí, ahorita mismo, ¿no es cierto camaradas?
--¿Y
a cambio de qué esta vez, Coneja? –intervino Chacho guiñando los ojos de perro libidinoso.
De
golpe, se le encendieron las chapas en las mejillas de la muchacha en flor.
2
La
minifalda de pliegues translucía una prendá íntima de color rosado que se
insiduaba con cierta nitidez en cada bamboleo de sus caderas entre el
atolladero de vehículos que recalentaban la atmósfera pegajosa del jirón
Azángaro. Antes de que ingresara al zaguán flanqueado de vitrinas donde se
apilaban colección de volúmenes, tomos, libros—algunos apolillados, otros
cagados de moscas antiquísimas--, ellos, al borde del sardinel opuesto, se
aprestaban a cruzar el asfalto que reverberaba con la canícula. Se miraban unos
a otros, asegurándose una vez más que no se asomara la sombra de la duda, que
el miedo no les enturbiara las pupilas, o que las manos no se les humedeciera
de sudor.
--¡No
por las puras huevas somos los Incosquistables de La Casa Verde! –vociferó el gienecillo dominical, Goyo, casi
corriendo.
--¡Sí,
pues, somos patas del alma templados hasta el ejete del mismo hembrón y a la
carga, camaradas! –agregó Chacho, el libertino de Filosofía en el tocador.
--Y
mucho ojo con el chontril –la voz esta vez sorterrada de Pichulín, el
blanquiñoso, mientras indicaba con guiñadas a los uniformados portando
cartuchera y una vara colgada de la cintura. El que estaba cerca a la caja
registradora parecía dormitar recostado en una una viga de madera.
Ellos
divagaban con parsimonia frente a los estantes de una infinitud de libros
dispuestos con impecable simetría, e intercambiaban miradas con el rabillo del
ojo para darse ánimos y, de rato en rato, espiaban a la Coneja que hojeaba en
ese momento un libro en el centro del patio del antiguo caserón. Por fin, ella
dio la señal del ceño fruncido al momento de desplazarse con pasos de pantera
hacia las últimas novedades que se exibían sobre una mesa cubierta con una
manta de alpaca. Sin inmutarse en lo más mínimo, con un frío desapego, dio la
otra señal acordada: rastrillarse el mechón que a veces le cubría los dientes
de coneja, y cada uno de ellos, con diverso grado de estremecimiento,
manoseaban las trémulas páginas de los libros seleccionados para el hurto del
siglo. Advirtieron que las empleadas lentejudas, desde los cuatro ángulos del
patio, seguían condenando ceñudas, cada vez que hacían rodar el rodillo de las
antiguas máquinas de escribir, el descaro de esa minifalda. Una blasfemía en el
templo del saber, Dios santo. ¡Qué descaro de la tipa!
3
Pichulín sustrajo Rayuela de los estantes del
fondo y lo escondió debajo de sobaco guarnecido por la casaca de nylon. Se
dirigió lentamente a la casa registradora para pagar por un folleto publicado
por el departamento de lingüística, Lexis,
y luego de guardar en la sencillera el vuelto de manos de la cajera,
abandonó el recinto, no sin antes avistar de soslayo el rictus de aprobación en
los labios de la Coneja. Se imaginó con ella al anochecer, en rico plan de
paleteo, bajo los arbustos del Parque de los Enamorados.
Al
poco rato, Chacho camufló Cien años de
soledad con los manuales desaliñados de didáctica y pedagogía dentro del cartapacio
que nunca se lo revisaban, cruzó con paso seguro y solemne el patio que parecía
no tener fin, sólo para impresionar a la Coneja cuyo guiño de aprobación
exacerbó la imaginación del sátiro con ella en la inmensidad del Estadio de San
Marcos, cogiditos de la mano en las
galerías agrietadas por el abandono, en via de explorar, al caer el crepúsculo,
el territorio vedado de ese cuerpazo, pucha diablos, en el paraíso del placer.
Tan
pronto como pudo, el último de los ladronzuelos de libros, Goyo, extrajo de los
estantes del costado del patio Los Versos
del capitán, lo ocultó debajo de
la chompa roja y atravezó atolondrado el centro del patio en busca la sonrisa
de beneplácito; pero, al contrario, se estrelló contra un soberbio menosprecio,
ya que el libro se le resbaló del sobaco y cayó al suelo con cierto estrépito,
suscitando de golpe un conclave de asombros. El menesteroso se agachó para
recogerlo en tanto que la Coneja arrojó encolerizada un folleto sobre la mesa
de las novedades, giró con ímpetu sobre la aguja del alto tacón, y fugó
despavorida del recinto. Antes que el vigilante le cayera encima a Goyo, éste
logro estrujar el papel con un poema que había garabateado una madrugada de
insomnio, y que unos minutos antes tuvo el ensueño fugaz de que la Coneja lo
hallaría dobladito cuando ella ojeara en la casona de San Marcos las páginas de
Neruda.
--Lu
vas pagar con carcil, puis –lo amenazó el vigilante apretándole el codo con
brusquedad.