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sábado, 1 de octubre de 2011



La migra



“Si va a la migra de Laredo, se corre un gran riesgo –le dijo la oficinista de Estudios Internacionales --. Un escalofrío paraliza a Pablo Miguel por unos segundos, pese al hielo del aire acondicionado—Mejor pruebe suerte en la migra de Mexico, DF. Allí no son tan fregados”

Retorna de nuevo a las veredas ardientes de Austin. Al poco rato, empieza a sudar por el reverbero del mediodía que desdibuja el contorno de las cosas alrededor. El terror a la deportación acicatea sus remembranzas de la lejana Ithaca. ¡Ah, la Buffalo East Street!, allí se deslizó cogido de la mano de Jenny gritando de júbilo; la caminata de besos en el esplendor de aquella noche; el cielorraso de su habitación para enanos de Blanca Nieve; sí, Jenny, la rubia de ojos verde botella, de cabello ensortijado, que cedió a los ruegos de un extranjero. “Ya que insistes, entra, pues, pero desapareces tan pronto como amanezca. No quiero que te encuentre mi enamorado.”. En las madrugadas de invierno,  a punto de morir enterrado por la nieve al salir borrachísimo de algún bar en el corazón de Ithaca, se refugiaba en la buhardilla de Jenny.

La avenida de doble pista lo deja pasmado debido a la velocidad de los vehículos. Espera la señal para cruzar la franja de listados para los peatones. Luego, se encamina hacia El Arco, una cooperativa de vivienda universitaria. Se lo sugirió ayer un estudiante alto, níveo, melena y barba, oscuras, quien le dio la bienvenida estrechándole la mano mientras le contaba que desde la torre de las campanas, no hace poco, un orate disparó a mansalva a los transeúntes de esas primeras horas de la mañana. Uno de sus zapatos  del susodicho, cortado a la altura del empeine, se arrastraba con agobio por el césped chispeado de rocío, y  por fin franquearon la entrada principal al campus universitario. Después de cruzar la doble pista, Pablo Miguel se desvía ahora por las calles estrechas que colindan el lado sur del campus. Sí, pues, el cicerone ad hoc  –estudiante del doctorado y escritor en ciernes—adolecía de una hedionda uñera heredada de sus ancestros, los conquistadores españoles. Al despedirse al pie del edificio Lenguas Modernas y Literatura, con un sarcasmo en la sonrisa, el blanquillo le repitió una vez más la letanía: “¿Así que Pablo Miguel, no? ¿Por qué no Paulino?”. A juzgar por la fachada, El arco le parece un albergue adecuado para un nuevo modus vivendi universitario. ¿De modo el pituco de San Isidro y su zapato de pordiosero, uy caray, no lo cojudearon?. El local exhibe un cierto encanto que le complace. Son dos pabellones de dos pisos entre los cuales destella una piscina de aguas verde y azul. avizorada desde vestíbulo que termina en un inmenso salón en cuya izquierda se ubica la cocina donde se prepara el menjunje para los ciento y veinte miembros la mayoría americanos, y la minoría, gente de todos los rincones del planeta. “Incluso tenemos a una ocupante china peruana, en silla de ruedas, que estudia en la universidad--le informa la joven administradora con sus mechas laqueadas de mil colores, una punk que lo conduce sin mayor preámbulo a la oficina de la cooperativa— Ella le podría dar un tour es español”

Micaela Chang le pregunta si sabía cocinar. Por supuesto, Pablo Miguel cocina de memoria recetas de su señora madre, Toya, la eterna, desde que llegó a este país. Es más: de niño aprendió hacer el arroz graneado y freír huevos a la inglesa, mientras Juan Manuel, su hermano mayor por cuatro años, era un experto en frejoles con rabito de chancho. “Y si El Arco me acepta te prometo preparar los platos de mi especialidad: lomo saltado y seco verde”. Una vez en el cuarto de Micaela, por cuyo ventanal se divisa la piscina, Pablo Miguel le confiesa a la peruana del lejano oriente el duro trance que lo tortura: “Hace diez meses que estoy ilegal en este país. Tengo que ir bien a Laredo o bien al Distrito Federal de México para solicitar la visa de reingreso. Mira, Micaela, por puro imbécil perdí la ocasión de renovar la visa. Un profesor de Cornell me invitó a participar en un proyecto de antropología en Latinoamérica por un año, no sólo eso sino que también …” Y de golpe se calla, mientras un nudo se le cuaja en la garganta. No, Pablo Miguel, no le contaría la historia de Jenny, quien le brindó la legalidad, pero que la desperdició así de puro tarado. “Bueno, más te vale sintonizarte al tiro, mi hijito –apunta el imprevisto paño de lágrimas en voz alta, sin un ápice de piedad, mientras Pablo Miguel contempla la piscina a través del gran ventanal, la superficie entre azul y verde, erizada por la brisa que exhalaban los densos copos de los árboles cercando El Arco--. Es probable que te dejen entrar, pero también te pueden cerrar las puertas en las narices. Y había que estar preparado para cualquier tipo de eventualidad. Ahora mismo, sin pérdida de tiempo, vayamos al Consulado Mexicano para que te den el visado. Y cuenta conmigo. Yo te guardo tu ropa, tus libros, y me hago cargo del papeleo para regularizar tu situación con la universidad durante tu ausencia. En caso de que no puedas regresar, te lo llevo todo en mi próximo viaje al Perú.”

Recorre el centro de Austin gracias a la diligencia de Micaela Chang, quién, por medio del control remoto asciende a una plataforma corrediza del vehículo y, ya dentro, en un santiamén, aparece sentada frente al timón. Una conductora de reflejos precisos que, en pocos minutos, lo traslada frente al edificio del Consulado de México. Luego de ella lo alienta con una sonrisa para que no se demore junto al volante pensando en los huevos del gallo—; él, por fin, sonriente, (¿huevos del gallo? ¿pendejita la china?) aguarda su turno en la cola de pocas personas, y entonces el ensueño, única arma contra la adversidad, evoluciona desde Ithaca hasta Otawa para renovar la visa de aquel entonces, gracias a la conducción de Jenny, otra vez ella, manejando una vagoneta prestada de un tío ricachón, horas y horas de un invierno feroz --nevaba sin misericordia, hileras de árboles ocres, deshojados, cubiertos de cristales congelados. Durante el viaje de ida, muerto de miedo. Tal vez no le visarían y se vería forzado a retornar al Perú. Con fortuna, esa vez sí logró el visado y lo celebraron con las hamburguesas de MacDonald, pero luego se aterraron cuando de regreso los oficiales de la migración, en la frontera entre Canada and U.S., registraron el vehículo para detectar dizque rastros de drogas. Pablo Miguel tiritaba ciñéndose a la mano de Jenny quien le pareció más hippie que nunca, mientras ella, impávida, desafiante, no perdía de vista a los sabuesos que husmeaban obsesivos los hijos de puta, y ahora qué hacemos, Jenny. Los dejaron libres pero el pánico de Pablo Miguel fue tan atroz que empezó a gimotear como  perrito de falda. Al percatarse de esto, Jenny disminuyó la velocidad, y se estacionó abruptamente en el sardinel de la carretera, a riesgo de atascarse en la nieve. Subió la calefacción al máximo y sin vacilar un instante se trasladó desde el volante hasta el asiento del costado. Por un segundo, Pablo Miguel estuvo a punto de protestar –le asaltó la duda de que su cuerpo no reaccionaría en tales circunstancias--, pero ante la adorada grupa despojada de la prenda interior se abandonó en cuerpo y alma a las diabluras de Jenny, sonriendo, después de todo, por los estampidos de los claxon de los inmensos camiones que pasaban velozmente, ¡oh aquellos llaneros solitarios!, vomitando olas de nieve escabrosa.

Cuando ponen el sello del visado en el pasaporte, Pablo Miguel interrumpe sus remembranzas. Se apresura a darle la buena noticia a Micaela Chang, quien lo esperaba con el motor apagado y las ventanas abiertas. “Y ahora al banco, mi hijito, que se me acaba la gasolina. Hay que depositar tus ahorros y solicitar el poder legal”, le dice ella poniendo en marcha el vehículo. Si lo deportaban, ella le enviaría en remesas los únicos ahorros que Pablo Miguel había acumulado durante sus años de estadía en el país. Por otro lado, éste le suplica no mencionar esa horrible palabra, así de un modo tan brutal porque se haría la pichi de miedo, sí, es el mismo horror de los tiempos de la Gestapo, sí, Micaela, mi ángel de la guarda, le espanta la tenebrosa posibilidad de llegar al Perú con las muñecas esposadas. “Tú sí que me saliste bien huachafo, melodramático y bien paranoico de yapa”, le dice ella sonriendo al parabrisas que enceguece con los reflejos de un fiero sol.

Esa noche Pablo Miguel no logra conciliar el sueño y contempla desde su cama el fulgor de la luna de verano en las ondas concéntrica de la piscina. Por un instante tuvo la certeza de que buceaban y se zambullían en un silencio absoluto unos seres extraterrestres con pinta de ranas de los lagos de Junín. Y, entonces, lo subían en cadenas –un centelleo en las tinieblas del universo infinito—nada menos que a un platillo volador. Al pisar el último peldaño de la escalinata, deseó --en lo más íntimo de su ser-- que la nave explotara en la estratósfera, se extraviara en la selva o se hundiera en el mar, una muerte fabulosa en lugar de aterrizar en avión de carga en el aeropuerto Jorge Chávez donde todo el mundo se cagaría de risa por la cara de su desgracia.

En el aeropuerto de la ciudad de Austin, Micaela Chang, una vez más, con un vago desapego lo exhorta para dominar las emociones, había que actuar con frialdad, coraje y, por qué no, hasta con cierto cinismo. “No, mi hijito, nada de estar meándose en los pantalones. Ten siempre presente que de por medio te juegas tu futuro. Tú futuro, me entiendes”, le recrimina palmeándole el hombro antes de desaparecer por el túnel plagado de viajeros. Pero tan pronto despega el avión con destino a Mexico. D.F., no puede sofocar el nudo en la garganta cuando imagina a Micaela Chang trasladándose con asombrosa precisión desde volante hacia su silla de ruedas; la sola presión de un botón, entonces se abría la puerta, una plataforma aparecía por debajo del carro sobre la cual descendía hasta la vereda que la conducía a la entrada de la cooperativa “El Arco”. Si no lo deportaban, a su regreso, al entrar victorioso a la vivienda estudiantil, la buscaría de inmediato. , Abrazándola, llorando a moco tendido, con hipos del corazón, le agradecería por salvarlo no bien se enteró del riguroso trance que abrumaba al menesteroso. Y, de hecho, se apresuraría a prepararle las viandas de su especialidad.

Había dormido como un lirón porque en verdad no sintió las horas del viaje. Cuando el avión ascendió hasta cierto nivel se inmovilizó: en la ventanilla apareció la simetría de casas y jardines en los suburbios de Austin. Durante el descenso, a través de un bloque de nubes, Pablo Miguel vislumbra unas colinas cuyo verdor contrasta con el color pardo del terreno. Después de desabrocharse el cinturón de seguridad, se estira en el asiento de cuero para relajarse, pero es en vano: el culo se le constriñe atestado de alfileres y los huevos se le reducen a su mínima expresión, de modo que pretende estudiar los movimientos de todo el mundo sacando sus valijas. La columna marcha lentamente. No, no había cabida para la pena, carajo, una patada en el trasero de la angustia, mierda, un puñetazo en el ojo del miedo, huevón, una cuchillada en el vientre del pánico, concha de tu madre. De lo contrario, lo embrujaría la loca de la alucinación. Entonces, a ponerse de pie, caracho, ajustarse bien la correa, y ser hombre de pecho duro y brazo fuerte. Es el último en salir por una especie de túnel aéreo--un toldo color gris claro con ventanillas con transparecia de plástico--, hacia un pabellón de cielorraso altísimo. El impacto del gentío cobrizo en su mayoría lo avasalla, así como el aíre caliente, húmedo, de recargada polución, lo inmoviliza por unos segundos. Cuando sale del aeropuerto una avalancha de taxistas se lanza sobre su valija, pero Pablo Miguel la retiene tenazmente al mismo tiempo que sus pupilas suplican auxilio a un par de policías apoyados en una columna del edificio. El ademán autoritario de uno de ellos hacia un cotarro de taxistas y, entonces, uno de estos –chaparro, rechoncho y de mostachas-- se abre paso. Al reparar en el asentimiento del policía, Pablo Miguel deja libre el mango de su valija y marcha detrás del bandido a quien solía ver de niño con la Toya en el cine Ritz los fines de semana en Tarma. Sofocados por un torbellino de polvo se caracoleaban los caballos de los bandidos con la lengua afuera y las patas en alto, mientras incendiaban el rancho del jovencito y se alejaban disparando por doquier, sí, caracho, el taxista era uno de ellos, aunque no llevara puesto su sombrero de mariachi. Y así como le venía diciendo, mi cuate, es un hotelito bien chulo, a un par de pasos de la embajada norteamericana, y, orale nomás que no es muy caro que digamos. Por si fuera poco, pues, yo le cargo la valija hasta la administración. No se me lo vayan a chingar con el pago por el chafo que no vale madre, mi buey. Detrás de las rejas del cubículo, el administrador, un hombre avejentado, lo examina con detenimiento, mientras el taxista le conversa simulando ser un viejo amigo. El cuarto es de regular dimensión y los pocos muebles lucen sombríos en la leve penumbra. Una lámpara antiquísima se yergue solitaria encima del aparador a un lado de una cama de gruesas cobijas. Sin dilaciones, Pablo Miguel se prueba el terno para una buena impresión en los funcionarios de la embajada norteamericana. Ojalá lo visen sin dilaciones, entonces podría enseñar español para sufragar en seis años el doctorado. Había abandonado años atrás la lingüística sin sustentar la tesis ni escribir la disertación, y diariamente luchaba con el fantasma del retorno a su país como un fracasado. No, no luce maldito como con el de los tiempos de Al Capone: negro, con rayas grises, un poco ancho para su talla. La Jenny se lo compró en una tienda de antigüedades para el matrimonio en una parroquia del centro de Ithaca. De a mentirita, nomás, para evitar que Sendero Luminoso le ajustase las cuentas, ya que cuando era cachimbo en la universidad, Pablo Miguel simpatizó con los moscovitas contra los radicales del chino Mao. Además, la cáfila lingüística lo reputó como un tránsfuga que zozobró en la bohemia literaria. Es más: los amigos de antaño le imputaron ser agente de la CIA, o un informante de la FBI, no de otra manera se explicaría la larga estadía de ese cholo traidor en las entrañas del monstruo imperialista. Sí, pues, después de hurgar infatigable la Jenny en los colgadores de ropas del sótano con un moho de siglos, encontró también un vestido granate de los años veinte, engalanado de abalorios, y para completar la parafernalia mafiosa, hallaron una atiborrada canasta dos sombreros. El suyo le encajaba regio a la pedrada, y el de Jenny, qué suerte, era del mismo color crema con una corona de rosas marchitas de donde pendían dos cintas desteñidas. Los preparativos con antelación, incluyó, asimismo, un examen médico que costó nada menos que cien dólares. Jonathan, el cura marihuanero, consejero espiritual del grupo, los iba a casar un sábado de gloria, los mellizos Willy and Billy serían los testigos oculares, amigos de infancia de Jenny. En virtud de una extraordinaria capacidad organizativa, la piadosa Jenny no descuidó el más mínimo detalle de la ceremonia, sí, al estilo de los años veinte, solo y solamente para salvar a Pablo Miguel de la ignominia de la deportación y de una muerte anunciada.

Marcha por una calzada llena de agujeros y está a punto de tropezar varias veces, pero se detiene por un instante: un hilo de agua turbia, maloliente, discurre desde el fondo de un pasaje donde se hacinan casas de dos pisos. Al llegar a la esquina frente a la Embajada Norteamericana le llama la atención las hileras de bancas donde los peticionarios aguardan sentados su turno para recabar la boleta de cita con un oficial de la inmigración. Casi la mayoría son extranjeros de diversas partes del planeta, aunque hay un cierto número de mexicanos de clase media en pos probablemente del visado de estudiante o de negocios. Pablo Miguel se sienta en la banca y explora lo que ocurre detrás del enrejado que circunda el perímetro posterior del local, pero, en realidad, no pierde de vista alrededor suyo: desencajados, nerviosos, contritos, los peticionarios susurran sus conjeturas creando una atmósfera de incertidumbre y sospecha. Cavila de pie, apoyado sobre una columna, pero se abochorna cuando se da cuenta que pese a estar sentados en las bancas alineadas sucesivamente, los peticionarios forman cola. Le parece que todos lo miran de reojo y hacen gestos cómplices cuando se dirige a ocupar el último lugar.

Al día siguiente, el fragor, la viscosa humedad y la neblina de humo en las arterias del inconmensurable laberinto de la ciudad, le producen a Pablo Miguel un leve dolor de cabeza, pero logra conciliar el sueño casi a la medianoche y, entonces, discute con Jenny sobre el proyecto de salvarle la vida. Entre brumas se le veía más atractiva que nunca, sí, con esa manera tan suya de abrocharse la blusa y de llevar una falda agitada por el vendaval mientras se alejaba por una senda flanqueada de flores. En ese talante la sorprendió una lejana tarde de otoño recogiendo ramas secas para ensamblar esculturas en miniatura, antes de cruzar el puente colgante de donde se arrojaban al precipicio de la quebrada los fracasados de Cornell. “Casarnos es la solución. Mis amigos no están de acuerdo conmigo por culpa de ese peruano hijo de puta que dejó abandonada a Judith, la tonta que le sufragó los gastos de la carrera de medicina, pero yo creo tú no eres de esa calaña. Así que decide pronto, por favor, ya que podría cambiar de parecer. Entonces sí que te joderás de por vida”. Sí, en las brumas de lo incierto, Jenny, con los codos apoyados en el borde de la mesa, concentrada en una mínima escultura de ramas con la que pretendía insinuar el abismo de la locura. Pum, pum, lo locura, pum, Pablo Miguel se despierta por segunda vez, todavía le duele levemente la cabeza, pum, pum, y entonces recuerda que el administrador enviaría a alguien para recordarle su cita en la embajada. “A las diez en punto es su cita”, cantaba un mariachi detrás de la puerta.

Esta vez Pablo Miguel ingresa al local por una compuerta lateral de rejas: una cola larga circunda la oficina, se ramifica por las calzadas entre los jardines con arbustos enanos. Da la impresión de que todos se espían entre ellos de pies a cabeza con el rabillo del ojo. Algunos desvían repentinamente la mirada, otros gesticulan quizás un tímido aliento, una soterrada solidaridad, o un insidioso designio de delación. Pablo Miguel mata el tiempo con estas disquisiciones bizantinas cuando de repente la persona que lo precede le pregunta sobre su nacionalidad. Es un coreano que no deja ningún resquicio para retrucar una perorata sin ton ni son. ¿Podría ser un espía de la inmigración que se infiltró en la cola de los ilegales para sonsacar información de manera subrepticia? ¿Quién sabe? Ojalá que no. Es de Corea del Sur y habla el inglés con fluidez, casi sin acento, pero lo sospechan coreano del norte, donde los americanos no son bienvenidos. Se le extravió uno documento vital para renovar la visa, y por esta razón ahora soy un ilegal, aunque todavía asisto a la universidad de Pennsylvania. Visité las cataratas del Niágara y, a mi retorno, la migra de la frontera me pescó in fraganti. Pablo Miguel le sugiere que termine de una vez la narración de su viacrucis, le falta solamente una persona para que le toque su turno, pero el cabrón nada de callarse. Puesto que los tres oficiales de la inmigración detrás de las computadoras sobre el largo mostrador, laboran con diligencia, los peticionarios culminan sus trámites rápidamente. Al Coreano le toca el oficial de la izquierda. Acto seguido, le grita: “Tramposo”, poniendo un índice acusador en los documentos, y luego le ordena dirigirse a la oficina de deportación. Aparecen dos agentes de seguridad, lo sujetan de los brazos, y con los ojos llenos de espanto gira hacia Pablo Miguel, pero éste lo ignora porque le es imposible controlar los latidos del corazón que cada vez retumban más fuertes y más rápidos. Y ahorita es mi turno, Micaela, no, estos migras no me quemarán en la hoguera, mi ángel de la guarda. Ordena bien sus ideas y ensaya en mente el discurso preparado en largas noches afiebradas. “El próximo --dijo el oficial de la izquierda, sin quitar los ojos de la computadora, y con un tono autoritario, agrega:--Su pasaporte.” Pablo Miguel no completa la primera frase de su discurso, porque es interrumpido de manera abrupta: “Usted no justifica por qué su pasaporte no presenta el visado de este año. No me cuente su hoja de ruta que no le entiendo absolutamente nada. Una decena de años en América y no habla bien el Inglés. Es el colmo” Pablo Miguel tartamudea; por un instante, se ve en harapos, grilletes en el cuello y en los tobillos; los gendarmes, de vistosos uniformes, lo conducen al bajel con rumbo a la isla del Conde de Montecristo para recluirlo en una celda fría y oscura; pero, de manera providencial, una mano del extremo opuesto del tablero lo invita con cordialidad para que se acerque, y es la mano de un rostro latino detrás de la computadora que ahora se dirige al verdugo de la deportación “No te preocupes, me hago cargo de él –y con una sonrisa acogedora le dice a Pablo Miguel: --Lo mejor que puedes hacer en este momento es no mentir. Todo tu record está en la computadora. Así que canta claro como el gallo de oro, bato. ¿Por qué estuviste ilegal casi diez meses?. Y no chingues con mentiras que, ahí mismito, ese güero maldito te manda a tu país.” No, no era culpa suya el haber sido un ilegal durante ese lapso de tiempo. No pudo regresar después de cumplidos dos años de beca, porque jamás volvieron a contratarle en la universidad de su país donde trabajó previamente siete años. Cuando se graduó en Buffalo, consiguió trabajo en Ithaca, la universidad de Cornell, por tres años. Luego, consiguió un puesto de profesor a tiempo completo en una universidad Eisenwoher, a pocas millas de Ithaca, pero la clausuraron dos días después de firmar el contrato. Una semana antes la decana de Cornell lo llamó para renovarle el contrato por el cuarto año, de modo que permanecería como Lector de Español por el resto de su vida, pero él no quiso responder a las llamadas porque pensó que ya había resuelto su futuro con la universidad de Eisenwoher. Perdió soga y cabra: el puesto de Lector la asumió la esposa de una de las vacas sagradas de Cornell. Allí empezó su calvario, los diez meses de un paria que vivía aterrorizado, en cualquier momento la migra le rompería la puerta a culatazos, lo sacarïa de su escondrijo para deportarlo todo encadenado. Todos estos años, Señor, he sido el sostén de mi madre que quedó viuda hace cinco años y también de mis tres hermanos que viven en las condiciones miserables de mi país. Pablo Miguel se calla porque se le quiebra la voz y se limpia las lágrimas con el dorso del puño. “Bueno, cálmese, hombre, no es para tanto. Informaré por escrito al embajador sobre las circunstancias de su estadía ilegal, pero no puede garantizarle un resultado positivo. Todo depende del embajador. Encomiéndese a Dios y a todos santos. Debe estar allí a la una de la tarde en punto. Y, por favor, vaya al consulado para que le arreglen el pasaporte que el suyo está hecho un desastre. Y, por favor, todo sellado por la oficina del Consulado Peruano.

Tan pronto como los malos hados lo expulsan de la oficina de inmigración, un taxí frena justo en la entrada, y el chofer ya está presto a abrirle la puerta. “A su servicio, jefe. Dígame nomás dónde lo llevo” “Al Consulado Peruano. Tengo que estar de regreso aquí a la Embajada a la 1.00” “Pues, orale, estamos en menos de lo que dura un corrido” Pablo Miguel empieza a angustiarse por la congestión del tráfico, pero el vertiginoso espectáculo de la gran urbe mexicana lo distrae. De un edificio altísimo, casi un rascacielos, emerge un grupo de hombres de apariencia europea, elegantísimos, apuestos, con sendos maletines negros, solamente les falta el pistolón 007 a cada uno de ellos. Pasan indiferentes a la mano extendida de una mujer campesina sentada en la vereda y que está rodeada por una retahíla de criaturas famélicas. Una alta empalizada de tupida vegetación, parece una selva virgen de la Amazonía, eran los jardines del parque Chapultepec. “Y no se me asuste, patrón, que en el próximo semáforo me desvió por unas callecitas porque este tráfico de tortuga no acabará nunca.” Dicho y hecho, el taxista explora con acierto un laberinto de avenidas, calles, jirones y pasajes y el vehículo se desplaza velozmente, las maniobras son riesgosas, y, por fin, desembocan en una avenida con suntuosas mansiones. “Por fin llegamos, jefe. Aquí están todos los consulados, pero no sé cuál es el peruano, así que yo paro y usted, patrón, le pregunta a los tipos de las metralletas” le dice el chofer que respira aliviado, ufano de haber llevado a cabo una gran proeza. Pablo Miguel sale del carro cada vez con mayor desasosiego. Podría ser acribillado por los soldados que resguardan la entrada principal de las embajadas. Algunos se limitaban a gritar “Está más arriba, la Peruana está más alla”, mientras lo encañonaban sin remilgos, otros: “No se acerque, siga, siga su camino”. Finalmente, la bandera peruana flamea con el extravío de una posible brisa, y a Pablo Miguel le sobreviene un profundo sentimiento patrio. Después de explicarle, atolondrado, al oficinista el propósito de su visita, éste se desentornilla de risa. “Joven, usted no está en el Consulado Peruano, sino en la Embajada Peruana. Aquí no se hace ese tipo de trámites. Mire, a un par de cuadras de la Embajada Americana, ahí mismito está el Consulado Peruano” Pablo Miguel por poco se cae de espaldas con las patas arriba: --“!No, señor, esto es colmo de los colmos. –grita enloquecido-- No lo puedo creer, cosa del demonio!”. Sale como un bólido de la Embajada Peruana sin importarle que el oficinista hace cícular el indice a la altura de la cien, y confronta al taxista que lo esperaba con el motor en marcha, pero la amplia sonrisa de este último se trastoca en un gesto de apocamiento cuando Pablo Miguel lo responsabiliza por la --ya no problable sino ahora la posible-- deportación”. Cuando lo ve alicaído, abrumado por la derrota, el taxista implora: “Perdóneme la metida de pata, jefecito, es que para mi embajada o consulado, es la misma mera chingada. Que no se le baje las talegas, mi cuate, estará de vuelta en la embajada a la una en punto. Se lo juro por la virgencita de Guadalupe. Llegaremos allí volando encima de este repinche tráfico”.

El tiempo deja de existir por la celeridad del destartalado Ford que se lanza frenético por diversas vías del laberinto de la ciudad, y dos veces casi, casi colisiona con otros vehículos porque se apresura contra el tráfico, y en una ocasión remonta una amplia calzada y está a punto de arrasar con los peatones forzándolos a brincar a la pista exclamando maldiciones e insultos. Pablo Miguel abre los ojos cuando el taxista frena frente a una antiquísima casa de dos pisos. Han llegado por fin y, gracias a la Virgencita de Guadalupe, al Consulado Peruano. Sube a zancadas al segundo piso por unas gradas que crujen un lustre de siglos. Detrás del mostrador tres andinas se aprestan a salir, pero antes lo miran como si se tratase de un loco suelto del manicomio. De manera rotunda, ellas, al unísono, rechazan el arreglo del pasaporte. “Compaginar, pegar y sellar, no va a ser nada fácil, joven .Además, es nuestra hora del refrigerio. ¿No ve, acaso, que estamos ya por salir?” Cuando están a punto de empujar la mampara a un costado del despacho, se asoma por la puerta del fondo uno de los enanos del cuarto de Blanca Nieve de Jenny. Un petimetre ataviado con un terno plateado luciente en la leve penumbra, una gris corbata de grueso nudo, y sobre su cabeza cobriza le baila un sombrero de fieltro negro. Lleva un maletín granate y su voz de barítono empieza a cantar las primera estrofa del himno de la Gran Unidad Escolar Pedro A. Labarthe. “Arriba los muchachos más valientes del Perú”, mientras dirige una banda escolar con una batuta invisible.” Yo te conozco, Sección F, pero tú no me reconoces, bacalao aunque vengas disfrazao” Era nada menos que el Cónsul del Perú. Al advertir la negativa de sus subordinadas, se detiene un momento y ordena que le resuelvan de inmediato el problema a su compañero de promoción, y se aleja hacia la entrada con el paso marcial de unas piernas arqueadas. Atónito, sin tiempo para especular sobre el milagro, Pablo Miguel aguarda más calmado que las empleadas, a regañadientes, cumplan con la voluntad del Cónsul.

Pablo Miguel y el taxista abrazan y se disculpan por el altercado, y este último insiste en acompañarlo a la entrada de la Embajada Americana. Se despiden con la promesa de verse algún día cuando los caminos de sus vidas se crucen otra vez, como dice el bolero, mi cuate. Un vigilante en el vestíbulo, lo conduce hacia la entrada de un cobertizo con ventanillas de plástico por donde se observa un descampado con volquetes y maquinas de construcción al borde un excavación. Desemboca en un patio con un huerto y una fuente de dos ángeles arrojando chorritos de agua por sus bocas de cobre. Al costado de la entrada giratoria lee las letras doradas de un rótulo: Paul H. Dillon, Embajador de los Estados Unidos. Después salvar un corto pasaje, casi se da de bruces con la secretaria que se había puesto de pie tan pronto como escuchó el ruido de la alarma. Es una mujer esbelta, de una tez blanca que contrasta con un pelo azabache, de finas facciones y que ostenta una silueta voluptuosa. Con un fino gesto lo invita a sentarse en el sillón frente al escritorio. Luego de arrellanarse en la silla, coge unos documentos, no sin antes cruzar las piernas ignorando la presencia de Pablo Miguel, quien parpadea con frenesí alucinando que el triángulo negro no era la prenda interior sino…” Vuelvo enseguida”, dice ella parándose de golpe al escuchar una señal roja de un receptor. Cimbrea las caderas, pasos de pantera por el pasadizo lateral que conduce a la oficina del Embajador Americano, y cierra de una manera sibilina la puerta tras de sí. Su retorno se prolonga una eternidad y para evitar a las tarántulas de la ansiedad y a las serpientes del miedo, Pablo Miguel se reprocha una vez más:¿Si, pues, el colmo de la imbecilidad? Sin duda alguna, un desatinado congénito” Y siente curiosidad por lo que estará haciendo a estas horas la piadosa y dulce Jenny, otra vez ella que aquel lejano sábado en la noche lo llamó para recordarle que el matrimonio se llevaría a cabo al día siguiente. Temprano en la mañana, Pablo Miguel se puso el terno de Al Capone y el sombrero a la pedrada. Estuvo merodeando a la deriva por el parquecito frente a la biblioteca pública, sin saber realmente qué hacer: entrar a la iglesia acatando con mansedumbre los designios del destino, o echarse a correr la fuga del siglo. Sus pasos resonaron en las baldosas de la nave central y los ecos se refugiaron en el espesor de las paredes y, asimismo, vibraron en los coloridos vitrales de la cúpula, y a medida que se acercaba al altar mayor una feligresa de rodillas giró hacia atrás su rostro cubierto con un velo crema, adherido a un sombrero de los años veinte. Nunca la imaginó devota a Jenny. Y de repente la voz de su madre taladró sus tímpanos: “ El día que te cases, será con una chica decente, virgen, de su casa, bien criada y de buena familia, y no como el condenado de tu hermano que anda revolcándose con pordioseras ya recorridas.. Ay, Dios Santo, cómo me ha mancillado el honor de la familia con semejante chusma.” “¿Dónde está el baño?” –le preguntó a Jenny. “Jonathan, Pablo Miguel se orina en los pantalones” grito ella levantándose el velo crema “Que camine por el pasadizo de la izquierda y a la mano derecha están los servicios higiénicos—dijo Jonathan desde la parte posterior del altar mayor. Y luego anunció: “ Los gemelos Billy y Willy ya están en camino, mi querida Jenny”. Cuando Pablo Miguel salió del baño, leyó en luces rojas Salida, encima de la puerta opuesta. Empujo la manija horizontal, y vio una amplia playa de estacionamiento, la puerta se cerró automáticamente detrás de él. Y pies para que te quiero, se dio a la fuga.

Finalmente, se abrió la puerta del embajador y apareció, majestuosa, altiva, derrochando una exuberante sensualidad, la secretaria con un recipiente de cristal en ambos brazos: el sobre sellado en los ribetes se erguía impertérrito sobre el plisado de un mantel negro. “Coja este sobre y no se atreva abrirlo hasta que llegue a la oficina de inmigración en Houston --dictaminó sin un ápice de conmiseración -- Allí se sabrá si lo dejan entrar al país o proceden a deportarlo”. Durante el viaje de regreso Pablo Miguel, aprisionado por el cordón de seguridad, no quita la vista de la ventanilla porque no puede echar una mirada ni siquiera por una fracción de segundo a la tarántula negra y peluda, agarrotada en sus muslos, que crece implacable a medida que el avión se aproxima al aeropuerto de Houston.

Blas Puente Baldoceda,

Cincinnati, 2011





martes, 23 de agosto de 2011


Aproximación psicoanalítica a la creación narrativa de Rodolfo Hinostroza




A horcajadas entre el psicoanálisis freudiano y el psicoanálisis lacaniano, el discurso narrativo Aprendizaje de limpieza aborda la temática de la creación literaria en el seno de un hogar que habita el diáfano paisaje de Huaraz. El personaje narrador dice:

Toda una historia de literatos toda esta reyerta es nada más que una historia de literatos dios me he pasado la vida peleándome con mi padre y con mi madre a causa de la maldita literatura

Desde temprana edad el personaje narrador se apasiona por la letra de la lengua escrita y una vez asumida la escritura se horroriza ante la página en blanco, reacciones a las que subyace un resentimiento contra sus progenitores ya que ambos escriben con envidiable caligrafía y se desvelan por la gloria literaria. Dentro del marco del complejo de Edipo y el tránsito de la fase imaginaria hacia la fase simbólica, se concibe el ejercicio de la palabra en reciprocidad con el deseo sexual. Para este precoz voyeur de la privacidad de sus padres, la palabra es un flujo menstrual del inconsciente –o de acuerdo a Lacan, el inconsciente se estructura como el lenguaje–, y el acto de escribir similar a la defecación: chapalear gozosamente en esta nauseabunda materialidad para entregar al lector la subjetividad plasmada en una obra. Así pues mientras se masturba excitándose con las imágenes de un concurso de belleza en una revista, elabora mentalmente un concurso de belleza de páginas basada en la textura: el grosor, la porosidad, la dimensión y el corte del material donde se inscriben las palabras que configuran al sujeto. Este contenido psíquico de sesgo negativo –se alude a la violencia y la culpabilidad, por ejemplo– es exorcizado mediante un registro literario que pretende mimetizar la libre asociación de ideas de un paciente psiquiátrico. Rupturas sintagmáticas con la consiguiente trangresión y/o anulación de los signos de puntuación no impiden uno que otro rapto poético en las descripciones del escenario de la trama. Por lo general, prima una sintaxis narrativa de frases cortas en coordinación o en yuxtaposición que conforman párrafos tan breves como una frase, todo lo cual confiere un carácter fragmentario a la narración. Un simulacro estilístico que pretende reflejar la caprichosa asociación del decurso del inconsciente durante una sesión psicoanalítica. Ahora bien, una vez creada la palabra, no queda sino el vacío y la limpieza psíquica. El quehacer con palabra, artificio profano que se superpone al silencio sagrado, implica un sacrificio enorme e incomprensible. Escribir es, pues, una actividad enfermiza, extraña, transgresora, que sin pudor transgrede el silencio: o, en boca del personaje narrador, es manchar la página en blanco. Pues bien, al concebir la escritura como una usurpación y previlegiar el silencio con una soberanía legítima, el personaje narrador tal vez insinúa la impotencia expresiva de la creación literaria. Todo el estruendo de los escritores prolíficos no oculta sino una realidad esencial: la nada del silencio. Sin embargo, más adelante admite que la materia verbal es una forma de solución para la personalidad esquizoide y que la poesía sostiene al mundo. Pues bien, las páginas escritas sobre sus sesiones psicoanálisis constityen el meollo de su problemática: al destruirlas, atenúa su angustia. Probablemente porque allí quedan registradas la confesión de turbios sentimientos: violencia y agresividad instintivas, odio, hacia sus progenitores porque no sólo poseen el don de la palabra escrita sino que la ejercitan con buena caligrafía de la cual está privado el personaje narrador por haber aprendido sus primeras letras en una máquina de escribir. La burla de los mayores por el insoportable hedor de sus heces y su pésima letra predisponen al personaje narrador para escribir y dibujar con sus excrementos en un papel periódico. Esta afición por la materia fecal se vincula en cierto modo a una escena primaria de carácter anal: su padre era un sodomita consumado, inclinación que lo asocia no sólo al demonio y al azufre pero al ambiente del poeta maldito. Sea como fuere, el padre es autor de una obra teatral titulada La presa de los perros que versa sobre la palabra que todos se disputan: el personaje narrador considera sus dos libros publicados como dos niños muertos y para parir el tercero es necesario luchar y matar ante la indiferencia del padre. Este parricidio generacional en la creación literaria se enmarca dentro del concepto lacaniano "en el nombre del padre", como el otro que posee el poder simbólico. Esto explicaría también la turbación profunda que produce en el personaje narrador la presencia de Córtazar en las calles de París en una circunstancia casual: este escritor consagrado es un desafío tan grave como la muerte. Por otro lado, la madre también es dueña del poder simbólico de la escritura y en su rol de matriarca puede escribir sobre las escorias de la familia, pero si el personaje narrador le arrebata dicho previlegio, teme conducirla al suicidio. En realidad, es imposible la relación entre una buena madre y un buen hijo, ya que ambas son imágenes míticas falsas: el contrato se trunca por la negación del uno por el otro y viceversa. Así pues, teme perder su imagen en el espejo materno: quizás el trauma sobre su identidad se remonta a la prohibición de lactar que le impusieron cuando era un infante. Pero este abandono existencial no conducirá al personaje narrador al suicidio. En cuanto a la relación de ambos con la literatura, dice:


Mi madre tiene terror a que escriban sobre ella.


No solamente eso también teme que hablen mal de ella es sin duda un poco parano siempre dudará de las buenas intenciones de quien lo haga además no veo por qué uno deba escribir sólo con buenas intenciones.


En el fondo tiene razón aunque no la tiene es una prueba de su fe en la literatura supongo que teme quedar retratada para siempre en alguna obra inmortal y en desventaja suya esto sería un acto irrevocable y malvado del que no podría reponerme.



Aunque ignora los secretos de su madre, el personaje narrador sospecha algo ignominioso e inhumano en ella, cuya revelación a través de la escritura lo aniquilaría, sin embargo, el escribir es fundamental y, a la vez, catastrófico. El personaje narrador insiste: es esencial escribir ya sea algo bueno, malo, sucio, con amor u odio.Y no importa el perdón de la madre, lo cual no va a restituir el secreto que la literatura revela, al convertir lo privado en público. Una literatura, pues, que cuenta la propia vida o la de los demás, aunque la vida de uno es nada, es indefinida en el dominio de lo imaginario, ya que sólo la inmersión en el dominio de lo simbólico configura la identidad ontológica.

Así pues, la pasión por la literatura en esta familia llega al extremo de la megolomaniaco. Al respecto de su padre el personaje narrador nos dice:

Por que toda esa megalomanía él necesitaba triunfar a toda costa debía probarnos a nosotros a mi madre que él era un genio o un gran artista incomprendido que un día sería reconocido por el mundo entero entonces podría pagar sus deudas con todo el mundo con mi madre ahora que lo digo tal vez con su propia madre y ser libre al fin magnánimo y desdeñoso con quien no lo había querido escuchar.

Asimismo, el personaje narrador adopta dos puntos de vista en la narración que mimetiza el discurso asociativo de una sesión psicoanalítica: por un lado, desde la perspectiva de su niñez, no entiende la escritura del padre; por otro lado, desde la perspectiva del adulto, afirma que era un lenguaje literario de fines del siglo pasado –rígido, convencional y enfático; aunque a los catorce años leyó unos versos tensos y musicales que lo emocionaron sobremanera pero duda si en la actualidad le causarían la misma impresión. Como quiera que sea, reconoce al fin y al cabo que era un poeta menor y un pésimo dramaturgo casi sin audiencia. Luego, finge entusiasmo e interés crítico en los escritos de su progenitor que enveje, cada vez más loco y miserable, cuyo estilo literario se había esclerosado en sus cartas rígidas, secas y autoritarias. Sólo por cumplir un deber y no por convicción se propone ayudarlo a difundir su producción literaria. Menciona, asimismo, que su madre no escarmienta porque prosigue con la ilusión de la consagración literaria: publica un libro de poesía y se vuelve a casar con poeta. Al personaje narrador le atormenta el argumento que hila su relato. Confiesa:



He tenido siempre ese fantasma de estar preñado de llevar algo en las entrañas el miedo de parir un monstruo que ha estado demasiado tiempo en mi vientre porque no había nadie para esperarlo a la salida (…).


Un libro puede ser un monstruo el libro que estoy escribiendo es justamente un monstruo.






En el litigio atroz entre hijo y progenitores con respecto a la escritura se pone en tela de juicio la autoridad y la idealización del padre como paradigma artístico a tal extremo que a un nivel onírico el personaje narrador deviene en agente activo de fantasías homosexuales que de acuerdo a las creencias populares obedece al hecho de querer ridiculizarlo, humillarlo, o derrotarlo. La disociación o identificación vital o literaria con el padre repercute negativamente en su libertad y en su capacidad creativa del personaje narrador: mutila su autonomía y lo condena al silencio. Reconoce, pues, que como hijo es diferente a su padre pero de algún modo está condicionado para seguir sus pasos sombriós, opacos, como un acto de obediencia al linaje. Asimismo, reconoce los sacrificios de su madre al haberlo criado sóla, aunque es una catástrofe haberla perdido. Siente en carne propia la crítica demoledora de un mediocre crítico a la producción literaria de su madre, y se propone vengarla. Sin embargo, reconoce la ligazón de sus padres como una unidad indestructible más allá de la muerte y si se separa de uno, el loco, automáticamente se separa de la otra, la feminista, y no queda sino un enigma: su yo, que, aunque bien equipado, le causa irrisión. Otra vez recurre a lo onírico –el niño con la madre en plan de comer un pollo asado que se transfigura en un buho o en un halcón que a su vez deviene un falo herido, símbolo del padre y el hijo—para revelarnos el conflicto entre la matriarca, el patriarca y el vástago, un triángulo erótico-sexual de personajes apasionados febrilmente por la gloria literaria.

En la novela Fata Morgana el personaje narrador transcribe las palabras de su psicoanalista Richter:



Y esa tarde, una vez más Richter había puesto el dedo en la llaga: mi padre era escritor, mi madre era escritora, yo era escritor, y esto bastaba para configurar un melancólico triángulo edípico en el seno mismo de lo que yo llamaba mi vocación literaria, de la que, según acababa de constarlo, no tenía escapatoria.





En una entrevista, Hinostroza declaró que Aprendizaje de limpieza y Fata Morgana constituyen, en realidad, un solo libro. La lectura de ambos libros corrobora dicha conclusión del autor biográfico ya que la columna vertebral se asienta en tres asuntos temáticos que se correlacionan: la vocación literaria, el proceso de la creación, y el logro de una obra maestra. Después de seis meses de parálisis creativa el personaje narrador retorna a la novela y menciona los problemas de carácter estructural que afronta durante la escritura: metaforizándola como una bola de nieve que en su decurso deviene más compleja con una acumulación de situaciones y efectos hasta estallar con fuegos de artificio simbólico, aunque, se admite, que todavía carece de remate. Abrumado por la intensa actividad cultural, el goce erótico, los deleites culinarios y los vinos, de la vida parisina, así como también de las asfixiantes sesiones psicoanalísticas y clases en una universidad provincial, se refugió en la encantadora isla Deyá considerada como un desprendimiento del Paraíso Terrenal y donde se propone escribir su novela, la obra maestra que conferirá una unidad compacta y transparente a su brumosa existencia caótica.



¡Esta y no otra era la ocasión soñada para escribir mi maldita novela y dar término a aquella obsesión que me amargaba la existencia! Al fin se desbloquearía esa situación que me hacía olvidar el rigor de mi vocación literaria en aquella oscura universidad de provincia, que me arruinaba la salud en aquellos coctelitos de mierda, que me hacia perder el tiempo en amoríos futiles en lugar de dedicarlo a mi obra, esa quintaesencia que sólo yo podía crear, y en la cual se jugaba el sentido de mi zarandeada vida.



A los 34 años el personaje narrador teme convertirse en una vieja gloria literaria que no ha producido en seis años nuevas obras mejores y sólidas de acuerdo con un dinámico ritmo editorial. El tiempo mítico del horror a la página en blanco era el resultado de una ambición ilimitado que resumía las frustraciones literarias de sus padres. La solución era pasar del limbo de los proyectos a la acción, es decir, escribir, y saber si la novela es factible y no una treta de sus fantasmas psicoanalíticos. De no poder cristalizar la novela, escribiría poesía, teatro y hasta cuentos, pero jamás la novela, lo cual era como comenzar con la literatura. Por otro lado, teme haber perdido de la urgencia por escribir:



esa angustia creativa, desgarradora, abominable y perentoria, que era la misma que me había llevado a escribir unos pocos poemas fulgurantes de cuyos réditos vivia hasta la fecha; temía que irse las urgencias se hubiera ido todo mi talento, tal como el niño del refrán que se va con el agua del baño, por las negras cloacas del inconsciente, con un chapoleante ruido de succión.




Una vez encarrilado en el proyecto de escribir la novela, el personaje narrador debe adoptar una posición contemplativa, pasiva, receptiva, una suerte de concavidad psicológica, propicia a la creación literaria. En este estado de receptividad que condiciona en cierto modo percepciones de carácter suprasensible, a tal punto que el narrador personaje se emociona hasta las lágrimas ante el espectáculo de un petirrojo posado en una rama



Pero el caso es que buscaba sumergirme en aquel estado tan especial de absoluta disponisbilidad espiritual, sensible al menor soplo de viento o cambio de humor de las constelaciones, entregado al azar de los encuentros mágicos. Estaba seguro de encontrar en mis incesantes errores las puertas de ingreso a la lógica secreta del poema, la que me guiaría a tientas por los densos manglares de la memoria y de la percepción, y era capaz de desencadenar páginas memorables Ese era más o menos el mecanismo que me hacía escribir, y había que comenzar paso a paso para ponerme en estado receptivo, o como me gustaba a mí decirlo, cóncavo.



En Mallorca, durante seis meses, el personaje narrador se propone descubrir qué es su novela y, si es posible, la va a escribir. Por esta razón, esta obligado a llegar al Punto de No Retorno, o sea, –como en los grabados medievales, cuando se creía que la tierra era plana–, el confín donde los oceanos solían derramarse en el espacio infinito.

El Punto donde surgiría, de algún recodo fébril y musculoso de mi inconsciente, una necesidad imperiosa de expresarme, y con una energía tal que aniquilaría la paralizante autocrítica, neutralizaría la aterradora presencia de aquel engendro que dominaba mi vida desde que lo inventé, para echarme guardabajo hacia el precipicio infernal del caos creativo. El punto en fin en donde todo se cuaja, esa misteriosa esfera en donde se cristalizan el conocimiento y la experiencia a causa del fuego de la inspiración divina, por decirlo en un dialecto de otra época, pero que para mí poseía una verdad incontestable.

Para el personaje narrador la actividad creativa involucra de algún modo una necesidad orgánica y, por esta razón, cada vez que se inmola en el fuego de la creación, le abruma al mismo tiempo la urgencia de fornicar, defecar, reir o llorar. Asimismo, cuando esboza su manuscrito alcanza momentos de trance shamánico durante el cual traza frenéticamente diagramas y deja fluir un vertiginoso caleidoscopio interior en frases elípticas, en párrafos en los cuales describe personajes y situaciones que sólo él los descifra. Sólo se detiene cuando, agotado, su creación baja de calidad con ideas adefesieras que provienen de su adolescencia limeña, de modo que trastabilla en la huachafería. Por otro lado, guarda sus distancias con el prójimo porque al escribir le abruma la sensación de ser un apestado y no quiere difuminar su horrible hedor, así como también la sensación de ser vulnerable a guisa de un personaje borgiano que luego de anunciar su verdad cualquiera podría arrogarse el derecho de matarlo. Asimismo, en un trance de profundo ensimismamiento, elucubra sobre un bestiario de personajes concebidos de acuerdo a los parámetros sexuales del teoría psicoanalítica que cubre con una complejidad creciente un itinerario que va desde el nacimiento hasta la autonomía genital del adulto:



Seguía bailando en mi fosforescente cabeza personajes levemente monstruosos, y más que una mitología personal aquello parecía un bestiario de seres en formación que se estaban introduciendo en mi novela por aquella brecha abierta por el Arcángel Miguel. Pero era justamente los que necesitaba, un primer piso arcaico y bestial, con sabor a barbarie y relentes oníricos, que sería el basamento de toda mi novela tal como lo tenía programado en algún sitio.





Fata Morgana es, pues, una novela autoreflexiva que explora el proceso de la creación literaria concebida no sólo como modo de catársis sino también como vehículo de conocimiento. Asumiendo el postulado de Mallarmé de que el universo se resuelve en un Libro, el personaje narrador, un sibarita que goza de las mujeres, la comida y el vino de la ciudad parisina, expone minuciosas instrucciónes para su elaboración, todo lo cual le permitirá explicar el significado del mundo. Con una estructura narrativa a lo Joyce y una narración a lo Proust, el personaje narrador, imbuído de lecturas freudianas y lacanianas, pontifica sobre la significante en la cual va a plasmarse el significado que lo desgarra:



Luego se trataría de darles forma literaria, de encontrarles argumento, escenografía, pero por el momento esas secas definiciones me satisfacían como un fuerte andamiaje sobre el que ya iría a colgar figuras y sucesos, transformando en ficción a todos aquellos fantasmas brotados de mis entretelas, para ocupar la primera sección de El Libro, que a estas alturas ya se identificaban con la Materia Prima de los alquimistas, con la roca que sostiene La Catedral de Nötre-Dame, con el magma onírico que sustenta el planeta.





martes, 1 de febrero de 2011




La Chacra


A Shanty y al Cojo los dejaban también por unos meses en la chacra de la tia Ludmila y el viejo Anchi. Y si la memoria no los traiciona nunca los llevaban a La Merced los días sábados cuando ese par de vejestorios bajaba en el Jeep para vender sus quintales de café, cajones de frutas, y canastas repletas de huevos. Retornaban al caer la tarde con las mercaderías para todo el mes. A lo lejos rugía infatigable el rio Toro. Los enormes roquedales trepidaban salpicando altas crestas de espuma. La montaña temblaba y en un cerrar de ojos los cinco techos de humiro y los tabiques de madera se desplomarían y rodarían por las faldas del cerro hasta llegar al lecho del río. “No, no es el fin del mundo”, grito Shanty a todo pulmón. Ratón empezó a ladrar todito despavorido en el centro del gran patio de cemento por cuyas canaletas discurría encrespada el caudal en la época de lluvias. Se quedaban con la abuela Estela y los peones a cargo de cocinar desayuno, almuerzo y cena a los doce perros, los engreídos de la tía Ludmila, con quienes razonaba en voz alta como si fueran gente. En cuclillas, en medio del patio, con la tutuma casi deterretida, Shanty maldecía su suerte, mientras frotaba el lomo de Ratón, rodeado por los altísimos árboles de pacaes, el barullo de los pájaros y el rumor de las cigarras, inhalando con fuerza la brisa aromada por las mil flores del jardín y la arboleda de mangos. Y entonces ¿por qué no podía ser como Papi, su hermano mayor, apodado Tarzán o Jim de la selva. Se levantó, abrochó y ajustó bien la hebilla de los pantalones, y extrañó con alma, corazón y vida, sus cartucheras de Penchosh Bill, regaló de Navidad del panzón Noel como creía todavía a pie de juntillas el pelotudo de Batutín, su segundo hermano mayor. Le pasó la voz a Ratón y el pobre se acercó moviendo la cola. Si, Ratuchín, nos vamos pala Habana y no volvemos más. Y fue así cómo inició el ascenso de la cuesta hasta llegar la cumbre en cuya planicie llamada la pampa florecía en abundancia una variedad de frutas. Era el dulce paraíso terrenal del fundo según lo alegaba viejo Anchi. En la otra banda comenzaba el zigzagueo de la carretera de dos huellas con destino a La Merced. Si, caracho, como Papi, su hermano mayor, el Tarzán, el Jim de la selva. Este solía escabullirse de los mandados de la tia Ludmila para aventurarse apenas amanecía por los recodos más remotos del fundo dizque en búsqueda de tapados. Se hacía el aventurero como Quijote, el pendejo de mi hermano mayor, pero sin su Sancho Panza porque el aniñado de Batuto, el supuesto Sanchito, lloriqueaba horas y horas como una María Magdalena, sentado allí, en el poyo de chonta, a la sombra de la arboleda de mangos. Un ancho sombrero de paja con un velo blanco, lo protegía de los mosquitos a quienes espantaba con un abanico de la dama de las camelias. Esos mosquitos que en miríadas se lo banqueteaban al pobre de lo más rico porque dizque tenía la sangre no azul sino dulce como la miel, según pregonaba a los cuatro vientos la tía Ludmila, que nunca dejaba de hablar pestes de La Toya, la llamaba vaga porque nos leía el Quijote para adormilarnos, mientras la Ludmilla, chunca de un ojo, nos frotaba todo el cuerpo calato a los cochinos –o sea yo, el Cojo, Papi y Batutín--, pero por separado, sí, nos frotaba con una piedra redonda y lisa para raspar la costra de mugre, sacándo ronchas color carmesí que el chorro de las canaletas, cristalino, fresco, aliviaba como un bálsamo. Y a los peones de Apurimac --que nos sujetaban los brazos y las piernas para evitar pataletas de los mil demonios del sobrino de turno--, se dirigía en Quechua, quienes, sumisos, asentían, sin haber entendido ni una jota. La Toya nunca habló la lengua de esos chutos porque mamá –para que lo sepa todo el mundo-- estudió en La Sagrada Familia, hablaba el castellano castizo de Castilla, sí, la Sagrada Familia a donde acudía toda orgullosa la crema y nata de la gente blanca y rica de Tarma. Pues bien, esas aventuras del Papi no eran nada más ni nada menos que para impresionar a La Mula Blanca, la hija del italiano Pancho Pasuñe, el Popeye de Chanchamayo, el mismito que nunca se sacaba la pipa, el overol ni el sombrero de fieltro cuando le hacía cuchicuchi a su mujer, una gordota blanca como la nieve, rubía y de unos ojos verdes que te escrutaban con tal intensidad que sentías flamear tus vergüenzas en la intemperie. A mitad de la cuesta Shanty se acordó del Cojo, el benjamín, el conchito de Papá: lo había visto temprano en la mañana correteando la cojera en pos de las mariposas del tamaño casi de una hoja de pituca en los jardines a las márgenes de la senda de piedras variopintas cuyas flores se abrían al unísono exactamente a las doce del mediodía, y mudaban de color en medio del unánime canto de los pájaros para envidia del viejo Anchi y su jardín prohibido de las mil flores. “Apúrate, pichi de mierda”, gritó Shany cuando vio a Ratón con la lengua afuera en la rivera de la cuesta. Sí, pues, Batuto siempre se santiguaba ante el horrendo milagro de las flores y argüía el santulón que era obra del demonio, exactamente de Satanás, el rey de los infiernos. ¿Por qué infiernos, y no solamente infierno?, le increpaba yo, el Shanty, en plan de joderle la pita. Callaté el hocico y límpiate las legañas de tus ojos de vaca. Infiernos, y punto. Así lo decía el catecismo. ¿Y por que no entonces, los catecismos?, le insistía. Cállate hijo del demonio y suénate los mocos verdes de la nariz, le decía Batuto, futuro cura por estudiar él único de los cuatro hermanos en la Sagrada Familia, y por eso de confesarse los sábados, comulgarse los domingos, e ir al rezo con las vecinas de la casona en Tarma todas las noches, pero que para Papi es pura, purita, mariconada, y no en vano, pues, le clavó al rosquete la chapa El llorón de la Selva. Llegó por fin a la loma del puquial donde siempre solían detenerse para escuchar el lamento de las ánimas, ocultas en la corriente de espumas, antes de bajar corriendo por el camino que se ondulaba como una inmensa culebra color de arcilla desde cuyo borde se podía contemplar el barranco oscurecido por la maraña de árboles espigados y altísimos donde se columpiaban los murciélagos en las noches y una caterva de monos chillaba histéricamente o las parvadas de guacamayos levantaban el vuelo con un aleteo tan fuerte que deshojaba las ramas reluciendo por el zenit del mediodía. “Sigue, Ratoncito, no te chupes”, murmuró cuando advirtió un ligero titubeo de Ratón. Cogió una rama que tenía una empuñadora igualita al bastón del viejo aristocrático De la Madrid, que daba vueltas por la Plaza de Armas de Tarma, con las tripas vacías, sin un cobre en el bolsillo, y le dijo en voz alta a Ratón: “ Preparaos, perro huevón, para una aventura que Dios sabe a qué rumbo, coño, nos destinará, y por la santa madre que me parió me cago en la hostia” Así, remedando a su papá cuando este, después de una tranca de los mil demonios, se daba ínfulas de proceder de españoles de la Madre Patria, un castizo que pidió la mano de una oriunda de las alturas de Cochas para que ella, o sea, La Toya, pudiera mejorar la raza. Iba, pues, el Shanty rumiando mentalmente estas cosas cuando se paró de golpe: cuanto le tomaría ahora llegar a La Merced, tenía ya adormecidos los pies y seca la garganta. Pero emprendió nuevamente la marcha. A lo lejos distinguió la catarata de luz que iluminaba siempre la curva de las guadañas y el temido precipicio de las volcaduras. Desde allí era pura bajadita y las veces que viajaba sentado en la caseta del jeep –es decir, cuando lo traían de y lo regresaban a Lima--, a Shanty le parecía todo el panorama como una película de colores y en cinemascope, mientras la nariz aguileña del viejo Anchi husmeaba no vaya a ser que se le cruzaba un gato del monte, un zamaño o cupte , --sí, sus ojos de águila fijos en las dos huellas arcillosas de la carretera--, pero justo al llegar al tramo del bosque de la azucenas se distraía en la contemplación de una mariposa posada en el marco del parabrisas, mira Mila, qué preciosura, entonces la tía Ludmila chillaba so viejo cojudo tú y tus floripondios, uno de estos días, Dios santo ten misericordia de nosotros, estrellamos la ñata en el barranco y nadie, eso sí nadie, saldrá vivo de esa catástrofe, gran castigo del Señor. Shanty se detuvo de pronto para coger unas hojas amplias de pítuca, se hizo un emplasto en la cabeza para refrescarse y así poder controlar el sudor a chorros. Marchó a paso firme sin desviarse un milímetro de las dos huellas arcillosas y con una rama gruesa en ristre en caso de que se le cruzara alguna vívora enroscada en los arbustos bien de una u otra orilla de la carretera. Los perros de Pancho Pazuñe deberían ya haber ladrado pero no ladraron los desgraciados; por consiguiente, había que aligerar el paso en la curva tenebrosa, casi un túnel de una frondosa arboleda donde la góndola de Papá solía atollarse –sí, como una flecha, con la lanza en ristre—cada vez que se le entraba la ventolera de subir a la chacra de su hermana mayor, medio zampado después de una partida de cachito con la farra de San Ramón o la cáfila de compinches como solía llamarlos la Toya. La góndola se quedaba, pues, varada como cachalote en el terreno fangoso por los charcos de lluvia torrencial, y Shanty pasó como una bala con un largo palo en ristre, pero una vez sí se atolló bien feo la góndola azul de papá y, carajo, le gritaba al pobre chulillo de la canastilla que fuera por el patruncito Anchi para que la remolcara con el jeep, ya que los sacos de yute y los leños y las piedras que ponían debajo de la llanta atollada no habían surtido efecto. Justo cuando terminó de bajar la cuesta de la curva de los atolladeros, Shanty vio a Don Pancho Pazuñe, el Popeye de Chanchamayo, parado bajo el cobertizo donde guardaba uno de sus flamantes jeep, a un costado de la entrada principal de sus extensos predios. La otra entrada estaba en la banda opuesta, cerca de los galpones de la servidumbre, donde el par de viejos verdes, Anchi y Pancho hacían sus fechorías las noches alunadas cuando les agarraba de los cojones el demonio de la arrechura. Bueno, pues, allí estaba Popeye con la pipa colgada de las jetas, masticando no se qué mierda con sus mandíbulas arrugadas de llaptu, sí, porque nadie le había visto los dientes, ¿y dónde crees que vas mocoso del diablo, ajá, doña Ludmila te va agarrar a correaso limpio por andar mataperreando en el monte, ajá, dónde crees que estás, en Tarma, no, caracho, aquí las culebras de van a tragar vivo. Shanty no le hizo caso y sin chistar se pasó de largo y nuevamente estaba subiendo otra cuesta tupida de maleza que ocultaba esos árboles de cuya corteza goteaba un liquido lechoso, veneno que en un tris te mandaba para la otra, según lo pregonaba la chunca Ludmila a los cuatro vientos. Llegó casi sin respiración a la cima de la pampa de los tapados, es ahí donde Pacho Pasuñe encontró un baul de hierro con libras de oro, y de la noche a la mañana compró un par de jeeps, uno para ir de arriba para abajo supervisando el trabajo de los maktas y chutos de Huancavelica que sudaban la gota gorda en el cafetal del italiano, pero sin dejar chacchar e hinchando los carrillos con el sarro de la coca y los hilillos verdes de baba verde chorreando por las comisura de los labios y se lo limpiaban con el dorso de la mano cada vez que retenían con los labios cerrados la cal embadurnada en un palito sacado de unos poronguidos. Pero otros chacchaban no con cal sino con tokra que no era sino un amasijo de ceniza con caca de gato según las teorías de Papi. Y si tuviera unas hojitas descansaría un buen rato sentado en un curpa asegurándose antes de que no estuviera invadida por las hormigas rojas que son las más bravas picando, no solo te dejan el culo y las pelotas todido enronchado, al rojo vivo, sino te invadía el último rincón del cuerpo, y con una fiebre palúdica que te hacía delirar tus maldades más recónditas. Shanty detuvo otra vez para contemplar un rato nomás las reverberaciones entre la hierba espigada que se ondulaba con la brisa refrescante, pero mala suerte: no detectó ningún efluvio multicolor que denunciara un tapado. Estaba empapado de sudor, tenía la garganta hecha un desierto y sintió un leve mareo por la insolación, de modo que se internó en la espesura de la primera trocha que vio con la esperanza de hallar la canaleta de alguna toma de agua, pero apenas se desplazó vio a un costado una senda pedregosa que bajaba hacia un puente de troncos sobre un riachuelo de escasas aguas. Estaban turbias, estancadas, y despedían un olor rancio. Con gran fortuna, al levantar la vista, Shanty vio que en la cima de la banda opuesta insinuarse en la floresta los caballetes cruzados en aspa que servían de apoyo a una canaleta, pero dónde diablos estaría la toma del agua, quizás lejos de allí, porque la corriente era precaria, lenta. Tenía que buscar una parte del terreno donde la canaleta, cuyo lecho eran gruesas cortezas de árbol, estuviera a ras de suelo para poder arrodillarse y beber sin quebrarla. Cosa inesperada: cuando retornó a la carretera casi se dio de bruces con un hombre casi inclinado por el declive del terreno, quien, tan pronto como reparó en la aparición imprevisible de Shanty, se hizo la señal de la cruz. Shanty, por su parte, se quedó paralizado, con los nervios crispados, porque de inmediato sospecho de que era un pishtaco, esos matagente que erraban en las quebradas de la sierra al acecho de sus víctimas a quienes los despellejaban para sacarle toditita la grasa y enviarlo a buen precio a las fábricas de la capital para engrasar la maquinaria. Sin embargo, como el desconocido se santiguó y al toque se puso rezar en latín, dudó: ¿había, acaso, pishtacos en la selva? ¿O era el mísmisimo diablo haciéndose pasar de sacristán y en plan de hacerle caer en tentación para brincara como Jesús al precipicio? Así que ciñendo el entrecejo y casi sin respirar se apresuró ignorando la risueña reverencia del demonio con apariencia angelical. Bajó casi corriendo el zizagueo de la carretera en la ladera de la colina y avizoró en la otra banda poblada de altísimos pacaes el túnel ensombrecido por frondoso ramaje que era el refugio de piaras de sachavacas o las hordas de venados que irrumpían de improviso cuando se aproximaba algún vehículo o algunos viandantes por las dos huellas arcillosa del camino y su hilera de grama en el centro donde acechaban los mantis prestos a clavarte el aguijón venenoso. Y allí las parvas de murciélagos, búhos y payares, malagüeros, ocultos en la enmarañada floresta, emitían un concierto de chillidos que taladraban los tímpanos. Shanty casi dio media vuelta y era mejor regresar a la chacra, caracho, pero cuando vio a Ratón, sentado y con las orejas paradas, gritó: “ Perro huevón, conchatumadre, ven, mierda, si no quieres, carajo, que te agarre a pedradas”. De modo que respirando profundo y achicando los ojos y de rato en rato arreando a Ratón con una rama reseca, logró llegar al puente de troncos por cuyo lecho de piedras blancas bajá un riachuelo de agua fresca y límpida que murmulla tristemente plegarias de las ánimas de los que murieron de susto, pero había que pasarlo rapidito nomás antes de que las viudas, esas sierpes negras que duermen enroscadas en la espesura de los arbusto, se despierten y vuelen a picar con un silbido veloz. “Y ahí sí la cagada en mil colores, --pensó Shanty, tratando de ocupar la mente--. Y no quedaría nadie pa contar la historia” Una vez atravesada la curva del diablo, empezó a correr con Ratón ladrando de algarabía después de andar gimiendo como el mariquita de Batuto. Llegaron sin aliento a la nueva curva, pero se reanimaron al enceguecer con el reverbero en la cúspide de la arboleda de la montaña en cuya falda se delineaba el zigzag de la carretera que bajaba hasta bordear la hacienda San Carlos. Y de ahí, La Merced estaría a media legua a más tardar, o sea, cerquita, Ratucho. A medio camino de la bajada, Shanty se davanaba los sesos de cómo los anticuarios pudieron sobrevivir la volcadura desde la cima de la colina hasta el alambrado que protegía de intrusos a la hacienda San Carlos. El jeep dio varias vueltas de campana mientras el viejo Anchi cayó de culo en el lecho reseco de un desaguadero de lluvía, mientras la tía Ludmila quedó patas arriba con la cabeza atrapada en arbusto de lianas, pero dejando al descubierto sus calzones con bombachas para solaz de los operarios que lampeaban un derrumbe por las cercanías. San Carlos era una inmensa extensión de innumerables hileras de árboles rebosantes de naranjas, alineados con tal simetría que más parecía una parada militar de uniformados verde amarillo. A lo lejos se veía las nubes de polvo que desprendía de la ancha carretera al paso veloz de los camiones que penetraban a Satipo por cargas de madera, quintales de café y cajones de frutas. Más lejos todavía se avizoraba las crestas espumosas del rio de violento caudal en cuyos blancos se erguían imponentes en el arenal las inmensas rocas muchas de ellas imposible de treparlas y las cadena de cerros cubiertas de una densa arboleda de arboleda. Por fin, Shanty y Ratón llegaron a la entrada de la camino de dos huellas que llevaba a los varios fundos. Ambos se sentaron por un buen rato antes de emprender el declive de la calle sin pavimento que conducía a la plaza del pueblo. Caminó ocultándose entre los chacareros que se aglomeraban en las veredas. En una de las calles aledañas a la plaza había una tienda donde vendían helados y chupetes y Shanty quería llevarle uno al Cojo que a esta hora debería estar buscándolo por todos los rincones, y dónde, pues, se ha metido el el mismísimo hijo del demonio, o sea, yo, el Shanty. Cuando vio en la esquina el chifa donde su padre solía llevarlos ocasionalmente cada vez que se le ocurría llevarlos a todos en góndola con un expreso directo para los piuranos de Catacaos, vendedores de sombreros, se percató de qué caminando dos o tres cuadras hacia abajo estaban los baños públicos. Debería cerciorarse bien de que góndola azúl de papá no estuviera cuadrada en el paradero. Siempre sentía miedo sentarse sobre los agujeros por donde se veía la rápida corriente encrespada que arrastraba consigo toda la caca que caía plog plog desde la hilera de cabinas donde revoloteaban una nube de moscardones verdeazulinos. Cuando llamó a Ratón desde la cima de los escalones del baño, se le escarpeló el cuerpo. ¿Dónde diablos se había metido el perro de mierda? Subió la pendiente de la avenida por la vereda ocultándose entre el gentío del día de feria, pero sin dejar de llamar casi cuchicheando a Ratón, pero el perro hijo de punta se había hecho humo. ¿Y ahora que diría la chunca Ludmila cuando de regresara a la chacra y no la recibiera saltándo, corriendo y ladrando rabiosamente? Por poco no se sienta en un banco del parque y se echa a llorar para que algún chacarero conocido de los vejestorios le diera compadecido una jaladita después de haberles contado el cuento de que lo habían dejado botado, sin darse cuenta, ya que no lo traían casi nunca en el jeep, solamente a sus hermanos mayores cuando les tocaba su turno de pasar dos meses en el fundo de la tía Ludmilla. Pero no, Shanty, eso sí que no, el no se rebajaría al Pancho Pasuñe ni a ningún otro chacarero hijos de sus santas madres. En ese instante, él recordó que su papá, cuando estaba con sus buenos tragos, pregonaba a los cuatro vientos que él era el único entre sus hijos que tenía los cojones bien puestos. Le compró el helado al Cojo, pero se derritió no bien hubo caminado dos cuadras de la avenida que bajaba hasta la entrada de la carretera de dos huellas arcillosas, al ladito nomás de la hacienda San Carlos, de modo que regresó a la heladería y puso en el mostrador poblado de moscas sus centavos de la propina para comprar un chupete en forma de cucurucho, y si se le derretía mientras subía la primera cuesta de retorno a la chacra de la tía Ludmila, se cagaba en la tapa del loro y el Cojo que lamiera un chupete de su imaginación porque el que ahora sostenía con el dedo gordo y el índice ya empezaba  a derretirse, y Shanty, nada cojudo, se lo devoraría de un solo cocacho. Después de todo, que diablos importaba, el Cojo debería ahorita estar durmiendo a pierna suelta, ya que habría correteado su cojera todo el día detrás de las mariposas inmensas del tamaño de las hojas de pituca con las que solíamos limpiarnos el traste en la chacra de la tia Ludmila.



Blas Puente Badoceda,

Cincinnati, 2011



jueves, 20 de enero de 2011

José María Arguedas: literatura y realidad andina.


José María Arguedas, en una nota preliminar “La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú”, sostiene que sus primeras creaciones no constituyen ningún tipo de literatura indigenista o india sino que son obras en las cuales el Perú Andino, inquietante y confuso, aparece en todos sus matices, y el indio es tan sólo uno entre los terratenientes, los mestizos y los migrantes suburbanos. “Cómo describir esas aldeas, pueblos y campos…¿En castellano?, se pregunta Arguedas. ¿Después de haberlo aprendido, amado y vivido a través del dulce y palpitante Quechua?.
Para responder a estas interrogantes, Arguedas se propone superar los límites expresivos del castellano de la tradición culta, el mismo que no alcanza a representar con verosimilitud el referente andino. No trata de indianizar el castellano, sino de modificarlo, “quitar y poner, hasta convertirlo en un instrumento propio”, ya que el sistema lingüístico de lengua europea permite dichas permutaciones. En un contexto complejo de bilingüismo, donde todavía se habla vigorosamente el Quechua, Arguedas se propone crear una expresión literaria sui generis. Fue un proceso largo, angustioso, pero un día su escritura comenzó a fruir luminosa, así “como se desliza el agua por los cauces milenarios” porque al fin descubrió “los sutiles desordenamientos que hicieron del castellano el modelo justo, el instrumento adecuado
Arguedas denominó “mistura” a esta mezcla del quechua y castellano, cuya variedad dialectal está condicionada por los diferentes grados de bilingüismo, ya sea coordinado o subordinado, de los mestizos andinos. Ahora bien, esta lengua literaria ad hoc, --con modificaciones que se acomodan a la morfosintaxis del Quechua, pero que se nutre, asimismo, del Castellano en cuanto al nivel léxico--, logra representar con mayor autenticidad el referente andino, pero todavía adolece del desequilibrio típico de la textura regionalista en el cual los ideolectos del narrador y de los personajes todavía divergen. Dicho de otro modo, en la narración y la descripción se utiliza mayormente el castellano de la alta literatura, y un castellano andino en el diálogo de los personajes andinos.
En Transculturación narrativa en America Latina (1982) Rama describe dicho estadio de este modo: “Siempre la lengua inventada por Arguedas será percibida como un español rudimentario (que elimina artículos, usa abundantes gerundios, prescinde de los reflexivos, conjuga mal los verbos o los fuerza a una ubicación sintáctica desacustumbrada…la estratégica incorporación de algunas palabras quechuas con una significación ritual…” Según el critico uruguayo esta transposición sintáctica se evidencia en Agua y Yawar Fiesta “ y algo [de esto] queda en la escritura de Los ríos profundos”, pero es en esta novela donde [la] transposición sintáctica se ha desplazado del nivel lingüístico al literario, vistos los rasgos que distinguen a esta novela de las obras anteriores; manejo rítimico, extraordinariamente presto; precisión para utilizar la elipsis; introducción de modos poéticos emparentados con la poesía popular; hilación entrecortada de los episodios narrativos; formas indirectas de acometer los desarrollos narrativos, etc.)

En obras posteriores a Agua y Yawar Fiesta, Arguedas abandona dicha lengua artificial y logra cristalizar en Los ríos profundos un lenguaje literario cuya integración lingüística concede organicidad artística al relato.

Por su parte, Alberto Escobar, en Arguedas o la utopia de la lengua (1984 )describió magistralmente el segundo estadio de la escritura arguediana en estos términos:”[El] indio quechuahablante (...) produ[ce] fluidamente como si lo hiciera en su lengua materna, y (..) el lector lo le[e} como si lo comprendiera. Esta mecánica supone dos cuestiones: a. el lector sabe que él no domina ni conoce el quechua; y b. sabe así que el actor indio no tiene control suficiente del castellano y que aparece como si estuviera hablando quechua. De esta manera la relación translingüística actualiza el mensaje quechua, hace presente lo que no está a la vista; hay una correlación entre los dos términos de la ecuación: el castellano es lo presente y el quechua la lengua copresente, merced a la organización de los rasgos de la literaridad”

Sea como fuere, todavía queda mucho que hacer labor crítca con respecto a dicha organicidad artística de la excelsa escritura de José María Arguedas.