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sábado, 1 de octubre de 2011



La migra



“Si va a la migra de Laredo, se corre un gran riesgo –le dijo la oficinista de Estudios Internacionales --. Un escalofrío paraliza a Pablo Miguel por unos segundos, pese al hielo del aire acondicionado—Mejor pruebe suerte en la migra de Mexico, DF. Allí no son tan fregados”

Retorna de nuevo a las veredas ardientes de Austin. Al poco rato, empieza a sudar por el reverbero del mediodía que desdibuja el contorno de las cosas alrededor. El terror a la deportación acicatea sus remembranzas de la lejana Ithaca. ¡Ah, la Buffalo East Street!, allí se deslizó cogido de la mano de Jenny gritando de júbilo; la caminata de besos en el esplendor de aquella noche; el cielorraso de su habitación para enanos de Blanca Nieve; sí, Jenny, la rubia de ojos verde botella, de cabello ensortijado, que cedió a los ruegos de un extranjero. “Ya que insistes, entra, pues, pero desapareces tan pronto como amanezca. No quiero que te encuentre mi enamorado.”. En las madrugadas de invierno,  a punto de morir enterrado por la nieve al salir borrachísimo de algún bar en el corazón de Ithaca, se refugiaba en la buhardilla de Jenny.

La avenida de doble pista lo deja pasmado debido a la velocidad de los vehículos. Espera la señal para cruzar la franja de listados para los peatones. Luego, se encamina hacia El Arco, una cooperativa de vivienda universitaria. Se lo sugirió ayer un estudiante alto, níveo, melena y barba, oscuras, quien le dio la bienvenida estrechándole la mano mientras le contaba que desde la torre de las campanas, no hace poco, un orate disparó a mansalva a los transeúntes de esas primeras horas de la mañana. Uno de sus zapatos  del susodicho, cortado a la altura del empeine, se arrastraba con agobio por el césped chispeado de rocío, y  por fin franquearon la entrada principal al campus universitario. Después de cruzar la doble pista, Pablo Miguel se desvía ahora por las calles estrechas que colindan el lado sur del campus. Sí, pues, el cicerone ad hoc  –estudiante del doctorado y escritor en ciernes—adolecía de una hedionda uñera heredada de sus ancestros, los conquistadores españoles. Al despedirse al pie del edificio Lenguas Modernas y Literatura, con un sarcasmo en la sonrisa, el blanquillo le repitió una vez más la letanía: “¿Así que Pablo Miguel, no? ¿Por qué no Paulino?”. A juzgar por la fachada, El arco le parece un albergue adecuado para un nuevo modus vivendi universitario. ¿De modo el pituco de San Isidro y su zapato de pordiosero, uy caray, no lo cojudearon?. El local exhibe un cierto encanto que le complace. Son dos pabellones de dos pisos entre los cuales destella una piscina de aguas verde y azul. avizorada desde vestíbulo que termina en un inmenso salón en cuya izquierda se ubica la cocina donde se prepara el menjunje para los ciento y veinte miembros la mayoría americanos, y la minoría, gente de todos los rincones del planeta. “Incluso tenemos a una ocupante china peruana, en silla de ruedas, que estudia en la universidad--le informa la joven administradora con sus mechas laqueadas de mil colores, una punk que lo conduce sin mayor preámbulo a la oficina de la cooperativa— Ella le podría dar un tour es español”

Micaela Chang le pregunta si sabía cocinar. Por supuesto, Pablo Miguel cocina de memoria recetas de su señora madre, Toya, la eterna, desde que llegó a este país. Es más: de niño aprendió hacer el arroz graneado y freír huevos a la inglesa, mientras Juan Manuel, su hermano mayor por cuatro años, era un experto en frejoles con rabito de chancho. “Y si El Arco me acepta te prometo preparar los platos de mi especialidad: lomo saltado y seco verde”. Una vez en el cuarto de Micaela, por cuyo ventanal se divisa la piscina, Pablo Miguel le confiesa a la peruana del lejano oriente el duro trance que lo tortura: “Hace diez meses que estoy ilegal en este país. Tengo que ir bien a Laredo o bien al Distrito Federal de México para solicitar la visa de reingreso. Mira, Micaela, por puro imbécil perdí la ocasión de renovar la visa. Un profesor de Cornell me invitó a participar en un proyecto de antropología en Latinoamérica por un año, no sólo eso sino que también …” Y de golpe se calla, mientras un nudo se le cuaja en la garganta. No, Pablo Miguel, no le contaría la historia de Jenny, quien le brindó la legalidad, pero que la desperdició así de puro tarado. “Bueno, más te vale sintonizarte al tiro, mi hijito –apunta el imprevisto paño de lágrimas en voz alta, sin un ápice de piedad, mientras Pablo Miguel contempla la piscina a través del gran ventanal, la superficie entre azul y verde, erizada por la brisa que exhalaban los densos copos de los árboles cercando El Arco--. Es probable que te dejen entrar, pero también te pueden cerrar las puertas en las narices. Y había que estar preparado para cualquier tipo de eventualidad. Ahora mismo, sin pérdida de tiempo, vayamos al Consulado Mexicano para que te den el visado. Y cuenta conmigo. Yo te guardo tu ropa, tus libros, y me hago cargo del papeleo para regularizar tu situación con la universidad durante tu ausencia. En caso de que no puedas regresar, te lo llevo todo en mi próximo viaje al Perú.”

Recorre el centro de Austin gracias a la diligencia de Micaela Chang, quién, por medio del control remoto asciende a una plataforma corrediza del vehículo y, ya dentro, en un santiamén, aparece sentada frente al timón. Una conductora de reflejos precisos que, en pocos minutos, lo traslada frente al edificio del Consulado de México. Luego de ella lo alienta con una sonrisa para que no se demore junto al volante pensando en los huevos del gallo—; él, por fin, sonriente, (¿huevos del gallo? ¿pendejita la china?) aguarda su turno en la cola de pocas personas, y entonces el ensueño, única arma contra la adversidad, evoluciona desde Ithaca hasta Otawa para renovar la visa de aquel entonces, gracias a la conducción de Jenny, otra vez ella, manejando una vagoneta prestada de un tío ricachón, horas y horas de un invierno feroz --nevaba sin misericordia, hileras de árboles ocres, deshojados, cubiertos de cristales congelados. Durante el viaje de ida, muerto de miedo. Tal vez no le visarían y se vería forzado a retornar al Perú. Con fortuna, esa vez sí logró el visado y lo celebraron con las hamburguesas de MacDonald, pero luego se aterraron cuando de regreso los oficiales de la migración, en la frontera entre Canada and U.S., registraron el vehículo para detectar dizque rastros de drogas. Pablo Miguel tiritaba ciñéndose a la mano de Jenny quien le pareció más hippie que nunca, mientras ella, impávida, desafiante, no perdía de vista a los sabuesos que husmeaban obsesivos los hijos de puta, y ahora qué hacemos, Jenny. Los dejaron libres pero el pánico de Pablo Miguel fue tan atroz que empezó a gimotear como  perrito de falda. Al percatarse de esto, Jenny disminuyó la velocidad, y se estacionó abruptamente en el sardinel de la carretera, a riesgo de atascarse en la nieve. Subió la calefacción al máximo y sin vacilar un instante se trasladó desde el volante hasta el asiento del costado. Por un segundo, Pablo Miguel estuvo a punto de protestar –le asaltó la duda de que su cuerpo no reaccionaría en tales circunstancias--, pero ante la adorada grupa despojada de la prenda interior se abandonó en cuerpo y alma a las diabluras de Jenny, sonriendo, después de todo, por los estampidos de los claxon de los inmensos camiones que pasaban velozmente, ¡oh aquellos llaneros solitarios!, vomitando olas de nieve escabrosa.

Cuando ponen el sello del visado en el pasaporte, Pablo Miguel interrumpe sus remembranzas. Se apresura a darle la buena noticia a Micaela Chang, quien lo esperaba con el motor apagado y las ventanas abiertas. “Y ahora al banco, mi hijito, que se me acaba la gasolina. Hay que depositar tus ahorros y solicitar el poder legal”, le dice ella poniendo en marcha el vehículo. Si lo deportaban, ella le enviaría en remesas los únicos ahorros que Pablo Miguel había acumulado durante sus años de estadía en el país. Por otro lado, éste le suplica no mencionar esa horrible palabra, así de un modo tan brutal porque se haría la pichi de miedo, sí, es el mismo horror de los tiempos de la Gestapo, sí, Micaela, mi ángel de la guarda, le espanta la tenebrosa posibilidad de llegar al Perú con las muñecas esposadas. “Tú sí que me saliste bien huachafo, melodramático y bien paranoico de yapa”, le dice ella sonriendo al parabrisas que enceguece con los reflejos de un fiero sol.

Esa noche Pablo Miguel no logra conciliar el sueño y contempla desde su cama el fulgor de la luna de verano en las ondas concéntrica de la piscina. Por un instante tuvo la certeza de que buceaban y se zambullían en un silencio absoluto unos seres extraterrestres con pinta de ranas de los lagos de Junín. Y, entonces, lo subían en cadenas –un centelleo en las tinieblas del universo infinito—nada menos que a un platillo volador. Al pisar el último peldaño de la escalinata, deseó --en lo más íntimo de su ser-- que la nave explotara en la estratósfera, se extraviara en la selva o se hundiera en el mar, una muerte fabulosa en lugar de aterrizar en avión de carga en el aeropuerto Jorge Chávez donde todo el mundo se cagaría de risa por la cara de su desgracia.

En el aeropuerto de la ciudad de Austin, Micaela Chang, una vez más, con un vago desapego lo exhorta para dominar las emociones, había que actuar con frialdad, coraje y, por qué no, hasta con cierto cinismo. “No, mi hijito, nada de estar meándose en los pantalones. Ten siempre presente que de por medio te juegas tu futuro. Tú futuro, me entiendes”, le recrimina palmeándole el hombro antes de desaparecer por el túnel plagado de viajeros. Pero tan pronto despega el avión con destino a Mexico. D.F., no puede sofocar el nudo en la garganta cuando imagina a Micaela Chang trasladándose con asombrosa precisión desde volante hacia su silla de ruedas; la sola presión de un botón, entonces se abría la puerta, una plataforma aparecía por debajo del carro sobre la cual descendía hasta la vereda que la conducía a la entrada de la cooperativa “El Arco”. Si no lo deportaban, a su regreso, al entrar victorioso a la vivienda estudiantil, la buscaría de inmediato. , Abrazándola, llorando a moco tendido, con hipos del corazón, le agradecería por salvarlo no bien se enteró del riguroso trance que abrumaba al menesteroso. Y, de hecho, se apresuraría a prepararle las viandas de su especialidad.

Había dormido como un lirón porque en verdad no sintió las horas del viaje. Cuando el avión ascendió hasta cierto nivel se inmovilizó: en la ventanilla apareció la simetría de casas y jardines en los suburbios de Austin. Durante el descenso, a través de un bloque de nubes, Pablo Miguel vislumbra unas colinas cuyo verdor contrasta con el color pardo del terreno. Después de desabrocharse el cinturón de seguridad, se estira en el asiento de cuero para relajarse, pero es en vano: el culo se le constriñe atestado de alfileres y los huevos se le reducen a su mínima expresión, de modo que pretende estudiar los movimientos de todo el mundo sacando sus valijas. La columna marcha lentamente. No, no había cabida para la pena, carajo, una patada en el trasero de la angustia, mierda, un puñetazo en el ojo del miedo, huevón, una cuchillada en el vientre del pánico, concha de tu madre. De lo contrario, lo embrujaría la loca de la alucinación. Entonces, a ponerse de pie, caracho, ajustarse bien la correa, y ser hombre de pecho duro y brazo fuerte. Es el último en salir por una especie de túnel aéreo--un toldo color gris claro con ventanillas con transparecia de plástico--, hacia un pabellón de cielorraso altísimo. El impacto del gentío cobrizo en su mayoría lo avasalla, así como el aíre caliente, húmedo, de recargada polución, lo inmoviliza por unos segundos. Cuando sale del aeropuerto una avalancha de taxistas se lanza sobre su valija, pero Pablo Miguel la retiene tenazmente al mismo tiempo que sus pupilas suplican auxilio a un par de policías apoyados en una columna del edificio. El ademán autoritario de uno de ellos hacia un cotarro de taxistas y, entonces, uno de estos –chaparro, rechoncho y de mostachas-- se abre paso. Al reparar en el asentimiento del policía, Pablo Miguel deja libre el mango de su valija y marcha detrás del bandido a quien solía ver de niño con la Toya en el cine Ritz los fines de semana en Tarma. Sofocados por un torbellino de polvo se caracoleaban los caballos de los bandidos con la lengua afuera y las patas en alto, mientras incendiaban el rancho del jovencito y se alejaban disparando por doquier, sí, caracho, el taxista era uno de ellos, aunque no llevara puesto su sombrero de mariachi. Y así como le venía diciendo, mi cuate, es un hotelito bien chulo, a un par de pasos de la embajada norteamericana, y, orale nomás que no es muy caro que digamos. Por si fuera poco, pues, yo le cargo la valija hasta la administración. No se me lo vayan a chingar con el pago por el chafo que no vale madre, mi buey. Detrás de las rejas del cubículo, el administrador, un hombre avejentado, lo examina con detenimiento, mientras el taxista le conversa simulando ser un viejo amigo. El cuarto es de regular dimensión y los pocos muebles lucen sombríos en la leve penumbra. Una lámpara antiquísima se yergue solitaria encima del aparador a un lado de una cama de gruesas cobijas. Sin dilaciones, Pablo Miguel se prueba el terno para una buena impresión en los funcionarios de la embajada norteamericana. Ojalá lo visen sin dilaciones, entonces podría enseñar español para sufragar en seis años el doctorado. Había abandonado años atrás la lingüística sin sustentar la tesis ni escribir la disertación, y diariamente luchaba con el fantasma del retorno a su país como un fracasado. No, no luce maldito como con el de los tiempos de Al Capone: negro, con rayas grises, un poco ancho para su talla. La Jenny se lo compró en una tienda de antigüedades para el matrimonio en una parroquia del centro de Ithaca. De a mentirita, nomás, para evitar que Sendero Luminoso le ajustase las cuentas, ya que cuando era cachimbo en la universidad, Pablo Miguel simpatizó con los moscovitas contra los radicales del chino Mao. Además, la cáfila lingüística lo reputó como un tránsfuga que zozobró en la bohemia literaria. Es más: los amigos de antaño le imputaron ser agente de la CIA, o un informante de la FBI, no de otra manera se explicaría la larga estadía de ese cholo traidor en las entrañas del monstruo imperialista. Sí, pues, después de hurgar infatigable la Jenny en los colgadores de ropas del sótano con un moho de siglos, encontró también un vestido granate de los años veinte, engalanado de abalorios, y para completar la parafernalia mafiosa, hallaron una atiborrada canasta dos sombreros. El suyo le encajaba regio a la pedrada, y el de Jenny, qué suerte, era del mismo color crema con una corona de rosas marchitas de donde pendían dos cintas desteñidas. Los preparativos con antelación, incluyó, asimismo, un examen médico que costó nada menos que cien dólares. Jonathan, el cura marihuanero, consejero espiritual del grupo, los iba a casar un sábado de gloria, los mellizos Willy and Billy serían los testigos oculares, amigos de infancia de Jenny. En virtud de una extraordinaria capacidad organizativa, la piadosa Jenny no descuidó el más mínimo detalle de la ceremonia, sí, al estilo de los años veinte, solo y solamente para salvar a Pablo Miguel de la ignominia de la deportación y de una muerte anunciada.

Marcha por una calzada llena de agujeros y está a punto de tropezar varias veces, pero se detiene por un instante: un hilo de agua turbia, maloliente, discurre desde el fondo de un pasaje donde se hacinan casas de dos pisos. Al llegar a la esquina frente a la Embajada Norteamericana le llama la atención las hileras de bancas donde los peticionarios aguardan sentados su turno para recabar la boleta de cita con un oficial de la inmigración. Casi la mayoría son extranjeros de diversas partes del planeta, aunque hay un cierto número de mexicanos de clase media en pos probablemente del visado de estudiante o de negocios. Pablo Miguel se sienta en la banca y explora lo que ocurre detrás del enrejado que circunda el perímetro posterior del local, pero, en realidad, no pierde de vista alrededor suyo: desencajados, nerviosos, contritos, los peticionarios susurran sus conjeturas creando una atmósfera de incertidumbre y sospecha. Cavila de pie, apoyado sobre una columna, pero se abochorna cuando se da cuenta que pese a estar sentados en las bancas alineadas sucesivamente, los peticionarios forman cola. Le parece que todos lo miran de reojo y hacen gestos cómplices cuando se dirige a ocupar el último lugar.

Al día siguiente, el fragor, la viscosa humedad y la neblina de humo en las arterias del inconmensurable laberinto de la ciudad, le producen a Pablo Miguel un leve dolor de cabeza, pero logra conciliar el sueño casi a la medianoche y, entonces, discute con Jenny sobre el proyecto de salvarle la vida. Entre brumas se le veía más atractiva que nunca, sí, con esa manera tan suya de abrocharse la blusa y de llevar una falda agitada por el vendaval mientras se alejaba por una senda flanqueada de flores. En ese talante la sorprendió una lejana tarde de otoño recogiendo ramas secas para ensamblar esculturas en miniatura, antes de cruzar el puente colgante de donde se arrojaban al precipicio de la quebrada los fracasados de Cornell. “Casarnos es la solución. Mis amigos no están de acuerdo conmigo por culpa de ese peruano hijo de puta que dejó abandonada a Judith, la tonta que le sufragó los gastos de la carrera de medicina, pero yo creo tú no eres de esa calaña. Así que decide pronto, por favor, ya que podría cambiar de parecer. Entonces sí que te joderás de por vida”. Sí, en las brumas de lo incierto, Jenny, con los codos apoyados en el borde de la mesa, concentrada en una mínima escultura de ramas con la que pretendía insinuar el abismo de la locura. Pum, pum, lo locura, pum, Pablo Miguel se despierta por segunda vez, todavía le duele levemente la cabeza, pum, pum, y entonces recuerda que el administrador enviaría a alguien para recordarle su cita en la embajada. “A las diez en punto es su cita”, cantaba un mariachi detrás de la puerta.

Esta vez Pablo Miguel ingresa al local por una compuerta lateral de rejas: una cola larga circunda la oficina, se ramifica por las calzadas entre los jardines con arbustos enanos. Da la impresión de que todos se espían entre ellos de pies a cabeza con el rabillo del ojo. Algunos desvían repentinamente la mirada, otros gesticulan quizás un tímido aliento, una soterrada solidaridad, o un insidioso designio de delación. Pablo Miguel mata el tiempo con estas disquisiciones bizantinas cuando de repente la persona que lo precede le pregunta sobre su nacionalidad. Es un coreano que no deja ningún resquicio para retrucar una perorata sin ton ni son. ¿Podría ser un espía de la inmigración que se infiltró en la cola de los ilegales para sonsacar información de manera subrepticia? ¿Quién sabe? Ojalá que no. Es de Corea del Sur y habla el inglés con fluidez, casi sin acento, pero lo sospechan coreano del norte, donde los americanos no son bienvenidos. Se le extravió uno documento vital para renovar la visa, y por esta razón ahora soy un ilegal, aunque todavía asisto a la universidad de Pennsylvania. Visité las cataratas del Niágara y, a mi retorno, la migra de la frontera me pescó in fraganti. Pablo Miguel le sugiere que termine de una vez la narración de su viacrucis, le falta solamente una persona para que le toque su turno, pero el cabrón nada de callarse. Puesto que los tres oficiales de la inmigración detrás de las computadoras sobre el largo mostrador, laboran con diligencia, los peticionarios culminan sus trámites rápidamente. Al Coreano le toca el oficial de la izquierda. Acto seguido, le grita: “Tramposo”, poniendo un índice acusador en los documentos, y luego le ordena dirigirse a la oficina de deportación. Aparecen dos agentes de seguridad, lo sujetan de los brazos, y con los ojos llenos de espanto gira hacia Pablo Miguel, pero éste lo ignora porque le es imposible controlar los latidos del corazón que cada vez retumban más fuertes y más rápidos. Y ahorita es mi turno, Micaela, no, estos migras no me quemarán en la hoguera, mi ángel de la guarda. Ordena bien sus ideas y ensaya en mente el discurso preparado en largas noches afiebradas. “El próximo --dijo el oficial de la izquierda, sin quitar los ojos de la computadora, y con un tono autoritario, agrega:--Su pasaporte.” Pablo Miguel no completa la primera frase de su discurso, porque es interrumpido de manera abrupta: “Usted no justifica por qué su pasaporte no presenta el visado de este año. No me cuente su hoja de ruta que no le entiendo absolutamente nada. Una decena de años en América y no habla bien el Inglés. Es el colmo” Pablo Miguel tartamudea; por un instante, se ve en harapos, grilletes en el cuello y en los tobillos; los gendarmes, de vistosos uniformes, lo conducen al bajel con rumbo a la isla del Conde de Montecristo para recluirlo en una celda fría y oscura; pero, de manera providencial, una mano del extremo opuesto del tablero lo invita con cordialidad para que se acerque, y es la mano de un rostro latino detrás de la computadora que ahora se dirige al verdugo de la deportación “No te preocupes, me hago cargo de él –y con una sonrisa acogedora le dice a Pablo Miguel: --Lo mejor que puedes hacer en este momento es no mentir. Todo tu record está en la computadora. Así que canta claro como el gallo de oro, bato. ¿Por qué estuviste ilegal casi diez meses?. Y no chingues con mentiras que, ahí mismito, ese güero maldito te manda a tu país.” No, no era culpa suya el haber sido un ilegal durante ese lapso de tiempo. No pudo regresar después de cumplidos dos años de beca, porque jamás volvieron a contratarle en la universidad de su país donde trabajó previamente siete años. Cuando se graduó en Buffalo, consiguió trabajo en Ithaca, la universidad de Cornell, por tres años. Luego, consiguió un puesto de profesor a tiempo completo en una universidad Eisenwoher, a pocas millas de Ithaca, pero la clausuraron dos días después de firmar el contrato. Una semana antes la decana de Cornell lo llamó para renovarle el contrato por el cuarto año, de modo que permanecería como Lector de Español por el resto de su vida, pero él no quiso responder a las llamadas porque pensó que ya había resuelto su futuro con la universidad de Eisenwoher. Perdió soga y cabra: el puesto de Lector la asumió la esposa de una de las vacas sagradas de Cornell. Allí empezó su calvario, los diez meses de un paria que vivía aterrorizado, en cualquier momento la migra le rompería la puerta a culatazos, lo sacarïa de su escondrijo para deportarlo todo encadenado. Todos estos años, Señor, he sido el sostén de mi madre que quedó viuda hace cinco años y también de mis tres hermanos que viven en las condiciones miserables de mi país. Pablo Miguel se calla porque se le quiebra la voz y se limpia las lágrimas con el dorso del puño. “Bueno, cálmese, hombre, no es para tanto. Informaré por escrito al embajador sobre las circunstancias de su estadía ilegal, pero no puede garantizarle un resultado positivo. Todo depende del embajador. Encomiéndese a Dios y a todos santos. Debe estar allí a la una de la tarde en punto. Y, por favor, vaya al consulado para que le arreglen el pasaporte que el suyo está hecho un desastre. Y, por favor, todo sellado por la oficina del Consulado Peruano.

Tan pronto como los malos hados lo expulsan de la oficina de inmigración, un taxí frena justo en la entrada, y el chofer ya está presto a abrirle la puerta. “A su servicio, jefe. Dígame nomás dónde lo llevo” “Al Consulado Peruano. Tengo que estar de regreso aquí a la Embajada a la 1.00” “Pues, orale, estamos en menos de lo que dura un corrido” Pablo Miguel empieza a angustiarse por la congestión del tráfico, pero el vertiginoso espectáculo de la gran urbe mexicana lo distrae. De un edificio altísimo, casi un rascacielos, emerge un grupo de hombres de apariencia europea, elegantísimos, apuestos, con sendos maletines negros, solamente les falta el pistolón 007 a cada uno de ellos. Pasan indiferentes a la mano extendida de una mujer campesina sentada en la vereda y que está rodeada por una retahíla de criaturas famélicas. Una alta empalizada de tupida vegetación, parece una selva virgen de la Amazonía, eran los jardines del parque Chapultepec. “Y no se me asuste, patrón, que en el próximo semáforo me desvió por unas callecitas porque este tráfico de tortuga no acabará nunca.” Dicho y hecho, el taxista explora con acierto un laberinto de avenidas, calles, jirones y pasajes y el vehículo se desplaza velozmente, las maniobras son riesgosas, y, por fin, desembocan en una avenida con suntuosas mansiones. “Por fin llegamos, jefe. Aquí están todos los consulados, pero no sé cuál es el peruano, así que yo paro y usted, patrón, le pregunta a los tipos de las metralletas” le dice el chofer que respira aliviado, ufano de haber llevado a cabo una gran proeza. Pablo Miguel sale del carro cada vez con mayor desasosiego. Podría ser acribillado por los soldados que resguardan la entrada principal de las embajadas. Algunos se limitaban a gritar “Está más arriba, la Peruana está más alla”, mientras lo encañonaban sin remilgos, otros: “No se acerque, siga, siga su camino”. Finalmente, la bandera peruana flamea con el extravío de una posible brisa, y a Pablo Miguel le sobreviene un profundo sentimiento patrio. Después de explicarle, atolondrado, al oficinista el propósito de su visita, éste se desentornilla de risa. “Joven, usted no está en el Consulado Peruano, sino en la Embajada Peruana. Aquí no se hace ese tipo de trámites. Mire, a un par de cuadras de la Embajada Americana, ahí mismito está el Consulado Peruano” Pablo Miguel por poco se cae de espaldas con las patas arriba: --“!No, señor, esto es colmo de los colmos. –grita enloquecido-- No lo puedo creer, cosa del demonio!”. Sale como un bólido de la Embajada Peruana sin importarle que el oficinista hace cícular el indice a la altura de la cien, y confronta al taxista que lo esperaba con el motor en marcha, pero la amplia sonrisa de este último se trastoca en un gesto de apocamiento cuando Pablo Miguel lo responsabiliza por la --ya no problable sino ahora la posible-- deportación”. Cuando lo ve alicaído, abrumado por la derrota, el taxista implora: “Perdóneme la metida de pata, jefecito, es que para mi embajada o consulado, es la misma mera chingada. Que no se le baje las talegas, mi cuate, estará de vuelta en la embajada a la una en punto. Se lo juro por la virgencita de Guadalupe. Llegaremos allí volando encima de este repinche tráfico”.

El tiempo deja de existir por la celeridad del destartalado Ford que se lanza frenético por diversas vías del laberinto de la ciudad, y dos veces casi, casi colisiona con otros vehículos porque se apresura contra el tráfico, y en una ocasión remonta una amplia calzada y está a punto de arrasar con los peatones forzándolos a brincar a la pista exclamando maldiciones e insultos. Pablo Miguel abre los ojos cuando el taxista frena frente a una antiquísima casa de dos pisos. Han llegado por fin y, gracias a la Virgencita de Guadalupe, al Consulado Peruano. Sube a zancadas al segundo piso por unas gradas que crujen un lustre de siglos. Detrás del mostrador tres andinas se aprestan a salir, pero antes lo miran como si se tratase de un loco suelto del manicomio. De manera rotunda, ellas, al unísono, rechazan el arreglo del pasaporte. “Compaginar, pegar y sellar, no va a ser nada fácil, joven .Además, es nuestra hora del refrigerio. ¿No ve, acaso, que estamos ya por salir?” Cuando están a punto de empujar la mampara a un costado del despacho, se asoma por la puerta del fondo uno de los enanos del cuarto de Blanca Nieve de Jenny. Un petimetre ataviado con un terno plateado luciente en la leve penumbra, una gris corbata de grueso nudo, y sobre su cabeza cobriza le baila un sombrero de fieltro negro. Lleva un maletín granate y su voz de barítono empieza a cantar las primera estrofa del himno de la Gran Unidad Escolar Pedro A. Labarthe. “Arriba los muchachos más valientes del Perú”, mientras dirige una banda escolar con una batuta invisible.” Yo te conozco, Sección F, pero tú no me reconoces, bacalao aunque vengas disfrazao” Era nada menos que el Cónsul del Perú. Al advertir la negativa de sus subordinadas, se detiene un momento y ordena que le resuelvan de inmediato el problema a su compañero de promoción, y se aleja hacia la entrada con el paso marcial de unas piernas arqueadas. Atónito, sin tiempo para especular sobre el milagro, Pablo Miguel aguarda más calmado que las empleadas, a regañadientes, cumplan con la voluntad del Cónsul.

Pablo Miguel y el taxista abrazan y se disculpan por el altercado, y este último insiste en acompañarlo a la entrada de la Embajada Americana. Se despiden con la promesa de verse algún día cuando los caminos de sus vidas se crucen otra vez, como dice el bolero, mi cuate. Un vigilante en el vestíbulo, lo conduce hacia la entrada de un cobertizo con ventanillas de plástico por donde se observa un descampado con volquetes y maquinas de construcción al borde un excavación. Desemboca en un patio con un huerto y una fuente de dos ángeles arrojando chorritos de agua por sus bocas de cobre. Al costado de la entrada giratoria lee las letras doradas de un rótulo: Paul H. Dillon, Embajador de los Estados Unidos. Después salvar un corto pasaje, casi se da de bruces con la secretaria que se había puesto de pie tan pronto como escuchó el ruido de la alarma. Es una mujer esbelta, de una tez blanca que contrasta con un pelo azabache, de finas facciones y que ostenta una silueta voluptuosa. Con un fino gesto lo invita a sentarse en el sillón frente al escritorio. Luego de arrellanarse en la silla, coge unos documentos, no sin antes cruzar las piernas ignorando la presencia de Pablo Miguel, quien parpadea con frenesí alucinando que el triángulo negro no era la prenda interior sino…” Vuelvo enseguida”, dice ella parándose de golpe al escuchar una señal roja de un receptor. Cimbrea las caderas, pasos de pantera por el pasadizo lateral que conduce a la oficina del Embajador Americano, y cierra de una manera sibilina la puerta tras de sí. Su retorno se prolonga una eternidad y para evitar a las tarántulas de la ansiedad y a las serpientes del miedo, Pablo Miguel se reprocha una vez más:¿Si, pues, el colmo de la imbecilidad? Sin duda alguna, un desatinado congénito” Y siente curiosidad por lo que estará haciendo a estas horas la piadosa y dulce Jenny, otra vez ella que aquel lejano sábado en la noche lo llamó para recordarle que el matrimonio se llevaría a cabo al día siguiente. Temprano en la mañana, Pablo Miguel se puso el terno de Al Capone y el sombrero a la pedrada. Estuvo merodeando a la deriva por el parquecito frente a la biblioteca pública, sin saber realmente qué hacer: entrar a la iglesia acatando con mansedumbre los designios del destino, o echarse a correr la fuga del siglo. Sus pasos resonaron en las baldosas de la nave central y los ecos se refugiaron en el espesor de las paredes y, asimismo, vibraron en los coloridos vitrales de la cúpula, y a medida que se acercaba al altar mayor una feligresa de rodillas giró hacia atrás su rostro cubierto con un velo crema, adherido a un sombrero de los años veinte. Nunca la imaginó devota a Jenny. Y de repente la voz de su madre taladró sus tímpanos: “ El día que te cases, será con una chica decente, virgen, de su casa, bien criada y de buena familia, y no como el condenado de tu hermano que anda revolcándose con pordioseras ya recorridas.. Ay, Dios Santo, cómo me ha mancillado el honor de la familia con semejante chusma.” “¿Dónde está el baño?” –le preguntó a Jenny. “Jonathan, Pablo Miguel se orina en los pantalones” grito ella levantándose el velo crema “Que camine por el pasadizo de la izquierda y a la mano derecha están los servicios higiénicos—dijo Jonathan desde la parte posterior del altar mayor. Y luego anunció: “ Los gemelos Billy y Willy ya están en camino, mi querida Jenny”. Cuando Pablo Miguel salió del baño, leyó en luces rojas Salida, encima de la puerta opuesta. Empujo la manija horizontal, y vio una amplia playa de estacionamiento, la puerta se cerró automáticamente detrás de él. Y pies para que te quiero, se dio a la fuga.

Finalmente, se abrió la puerta del embajador y apareció, majestuosa, altiva, derrochando una exuberante sensualidad, la secretaria con un recipiente de cristal en ambos brazos: el sobre sellado en los ribetes se erguía impertérrito sobre el plisado de un mantel negro. “Coja este sobre y no se atreva abrirlo hasta que llegue a la oficina de inmigración en Houston --dictaminó sin un ápice de conmiseración -- Allí se sabrá si lo dejan entrar al país o proceden a deportarlo”. Durante el viaje de regreso Pablo Miguel, aprisionado por el cordón de seguridad, no quita la vista de la ventanilla porque no puede echar una mirada ni siquiera por una fracción de segundo a la tarántula negra y peluda, agarrotada en sus muslos, que crece implacable a medida que el avión se aproxima al aeropuerto de Houston.

Blas Puente Baldoceda,

Cincinnati, 2011





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