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jueves, 24 de noviembre de 2016





En la finca de la tía Mila

4a

Y deshilachando sin tregua las remembranzas, el Shato trota por la cuesta de los derrumbes y los atolladeros, como en las llanuras del Oeste, jadeante, a horcajadas en el caballo pinto de Roy Rogers. Y martirizado por el ardor del reverbero en la cumbre de las colinas, espanta por doquier los nubarrones de mosquitos con una ancha hoja de pituca que servía para limpiarse el culo en la chacra de la tía Mila. Trota que trota. A imagen y semejanza de Rafacho, quien, según la cruzadera de chicotes, un día amanecía con la ventolera de ser Tarzán, y otro con ser el Jim de la Selva, tan luego de auscultar con las orejas en alto si por allende los ecos del mufle del Jeep zizagueaba ya por el desfiladero que convergía en el naranjal de la hacienda San Carlos. Y como de costumbre la vieja Estela parodia a la doña bárbara al empuñar las riendas del fundo en ausencia de los vejestorios que jamás  se dignaron a cederle al pobre Shato el previlegio de bajar a la Merced en el Jeep del año que se ufanaron en la Ford de Tarma con la venta del café, y por ésta y muchas otras razones más, se atrevió, por fín, agarrar al toro por las astas y se internó por la maraña de atajos que se teje en la carretera de dos huellas que sube y baja zizagueando por las colinas de la selva virgen. Sí, pues, a imagen y semejanza de Rafacho que se rebela contra las órdenes de la tía busca refugiándose en los recovecos más recónditos de la espesura verde que te verde, obstinado por hallar tapados que soterraron los castellanos de Castilla.  Haciéndose el Quijote, el loquillo, arrastrando consigo una que otra vez al Jisho, quien no cesa de gimotear todo el santo día, con las posaderas en el poyo de chonta, a la sombra de la arboleda de mangos. Sentado allí con ancho sombrero de paja y un velo blanco para resguardarlo de los mosquitos a quienes ahuyenta a diestra y siniestra con un abanico de plumas como una dama de las camelias. Un millón de lancetas que lo horadan al pelele porque tiene la sangre dulce, la triste princesa . A mí, qué va, yo los pulverizo a estos jijunagramputas con mis gritos más destemplados que los fragores del tambor de hojalata. Lo que me saca de quicio son los vituperios de Chuncamila en contra de mi Toya. Que era una ociosa y una cochina, un indígena sin sangre en la cara, que se había casado con su loco Félix para mejorar su raza. Cojudeces.  Que no nos atendía bien ni nos aseaba, sino que se la pasaba de cantora leyéndoles a estos majaderos unas historietas que es solaz de gentuza de manos cruzadas, un sutano Quijote, un fulano Conde de Montecristo, una mengana Genoveva de Bramante, qué sé yo, so pretexto de cojan sueño a la luz de un mechero en el caserón de adobe. Mientras, yo aquí, cagadísima en mi puta vida, sacándome el ancho en mil cosas, desde la madrugada hasta que cae el sol, raspando la piedra pome y y la greda en la carca de estos majaderos de mi loco Félix. Ah, carajo, estos mugrientos con tanta gollería como uniforme almidonado y zapatos bien lustrados… Y así, pues, la sarta de cojudeces de la vieja e’mierda, chasuma. Y sin pararle bola a los mierdosos mosquitos que se multiplican alrededor suyo cuando el vislumbre en las cimas de las colinas lo ciega, entonces, trastabilla, tropieza, pero le llega a la punta de pichula las injurias de la machona sin hijos. Y asi sigue y sigue la cantaleta de que ni siquiera sus chanchos en el chiquero, carajo, despliegan costras de mugre en el pellejo. Si, pues, la hideputa frota que te frota con furia hasta magullarnos, pero el chorro rosicler de las canaletas, cristalino, fresco, alivia como un bálsamo. Y a la condenada vejestoria le importa un comino los quejidos de los maktachos que contra su voluntad nos sujetan los brazos y las piernas para evitar pataletas de los mil demonios del mugriento de turno, ofuscados los aborígenes con los tres dialectos del Quechua que mezcla a su antojo la Hitler de la Pampa, y sumisos no hacen sino asentir con la cerviz por los suelos, pero con el corazón hirviendo de ternura, ay, Tayta, ampara a las guaguas abandonadas a su suerte.  La Toya nunca habló la lengua de los autóctonos porque mamá –para que lo sepa todo el mundo-- estudió en La Sagrada Familia, parlaba el castellano castizo de Castilla, sí, el acento de las monjas de Sagrada Familia dizque francesas, un sacro recinto donde acudía tirando prosa la crema y nata de la gente dizque de alcurnia, blanca y rica, de Tarma.


4b


Yo sí sé cuándo me jodí o me jodieron para toda una vida. Una de dos, hermanito del alma. Me dejaban en el fundo de la tía Mila, con lágrimas inacables horas de horas todos los días, inclusive, los domingos, inquiriendo a los cielos, sin cesar, porque Papá, después de prometer regresarme al caserón de adobe, solía hacerse humo a medio camino, se ocultaba en las ruinas de ladrillos ahuecados color plomo que quedaban justo al llegar al río Toro. Con mis pistalas en las cartucheras, todavía con la emoción de Navidad, bramaba y las bandadas de pericos alzaban el vuelo asustadísimas, mientras los cuatro coqueros, me sujetaban por las cuatro extremidades y como si fuera sajino me retornaban a la chacra. Así en vilo, en un camastro improvisado de lianas y palos, sin dañarme, acongojados. Por qué, Dios mío, el que me trajo sin mi voluntad a este predio del eterno sollozo, a mí, el supuesto engreído del caserón de adobe en Tarma, el que de chigolillo recitaba poemas subido a la mesa de las cantinas o en el banco de la carpintería del tío Shato, a mí, miéchica, que a veces solía dormir solito entre papá y mamá bien abrigadito y sumido en las peripecias de Alicia en el país de las maravillas, hojeaba sus páginas por el terror que me producía el cuello larguísimo y las trenzas larguísimas, cayendo en círculos y de cabeza al fondo de un precipicio,  mientras los conejos se mataban de la risa arriba al borde de la alberca. Si, pues, el loco Félix,  se escondía, maligno, riéndose a carcajadas, como un demonio de los Andes, escondido dentro de ruinoso cuadrilátero de ladrillos ahuecados color plomo, una fortificación que otrora albergó a los nazis. El rio Toro, con el transcurso del tiempo, lo arrastró hacia su ribera con el furor de sus aguas arcillosas, allí mismito donde el loquillo Rafacho una vez halló latas vacía, monedas, medallas con inscripciones en alemán. Estos nazis refugiados en la selva virgen fueron padrillos que se mancebaban insaciables con las campas y las shipibas  y proliferaron una retahíla de chunchitos con ojos pardos de gato y pelo castaño de trigos, los cuales, a su vez, se diseminaron como cuyes por los alrededores de Satipo y de Oxapampa, ambas en las márgenes del río Perené. Y así, pues, de retorno a los cobertizos del fundo, mi padrino Anchí, haciéndose el payaso para consolarme, riendo entre hipos y mocos y escupitajos, se ponía a  imitar el relincho de las mulas o el rebuzno de los burros, era un caballo con la pipa de jinete insomne entre los belfos, semejante a su carnal, el italiano Pancho Pazuñe. Y esa noche plateada por la luna, dormitando mientras languidecían las lágrimas en el rumor incesante de las cigarras, los búhos y los sapos, que ascendía hasta el borde del espanto cuanto más se apretaban las tinieblas de la noche oscura de las montañas. Recostado en la ruma de parihuelas, en una esquina del tendal, dormitaba oteando las volutas de humo que dibujaba la pipa en la oscuridad, y para no romperme la crisma en la grava del sendero, le solté de porrazo la pachotada de que, sí, padrino, usted tiene cara de caballo, para así poder despertarme. Mocoso del diablo te voy a dar una cueriza del que te acordarás por el resto de tu vida. Por mariquita, carajo, por atrevido y por malagradecido, ¿cara de caballo, ah?, pero de pronto cesó de regañar y amenazar. Sonrió el caballo para soltarme, él, a su vez, un relincho: que me fuera a la cama pronto, que a la madrugada agarramos rumbo hacia la quebrada de los paltos cuando relumbrara más intenso el esplendor la luna. Qué milagro, Diosantito, por fín iría junto a la cuadrilla de chutos del rancho a la caza de sajinos, sí, loco de contento, y apuesto que el Rafacho se moriría de envidia. Me sentí un machazo, como si tuviera mis cartucheras bien puestas. Un fortachón, como Sansón y su Dalila. E, incluso, el cojinova Machaway se moriría, asimismo, de envidia. Dicho y hecho, haciendo tabla rasa de mis penurias, recorrí por el lecho de hojas sobre el cenagal porque había llovido dos días seguidos y el tío Anchico, mi padrino, nos cuchicheaba en el recorrido que el líder de los sajinos conduciría a su manada hacia los árboles de las paltas caídas en abundancia alrededor. No, esos ruidos son de cupte, zamaño, o sachavaca. Los chanchos del monte trepidan el suelo. Oido y ojo, todos.  Al fin y al cabo, llegamos a un claro de la floresta, un oasis después de una larga travesía por la tupida hojarasca que chicoteaba la cara casi seguido. Cobró intensidad la luz blanca de la luna alrededor del alto y frondoso árbol que por la tormenta había prodigado monticulos de paltos. Nos ubicamos detrás de unos arbustos desde cuyo entramado acechamos la llegada del líder de los sajinos. Pasó un siglo, otro siglo, y el tio Anchi dormita que te dormita, mientras los peones en cuclillas masticaban la coca, parsimoniosos. Grité achachaú cuando vi los dos colmillos que sobresalían del hocico del cabecilla, y brinqué gritando tío, tió ahí está el capo!. El tió no disparó porque los sajinos al toque enrumbaron espantados hacía la trocha por dónde aparecieron husmeando unos segundos antes de trotar hacía las paltas. El viejo chasumá casi me arranca la oreja, de modo que  me puse a chillar como cuchi cuando le hendían el hociquero de alambre en la trompa. Tirado de espaldas en el lecho de hojas, barro y paltas podridas, pataleaba rabiosamente.  Ordenó sin miramientos que armaran con palos amarrados y bejucos resecos, una especie de camilla donde me pusieron de regreso a la finca, pero esta vez bajo un alucinado esplendor de la luna en el firmamento, en tanto mi mente giraba en torno a una vieja pelicula película en blanco y negro sobre el cruce de la caravana que acompaño al abogado, el escribano y el juez que ayudarían a la tía Mila en la batalla legal que sostuvo para quitarles unas tierras a unos parientes del tío Anchi que eran colonos de maizales en las márgenes del rio Ucayali. Papá encabezaba la caravana rodeado de sus compinches de parranda y los tíos Peyo y Antuco. Eran otra vez las tinieblas de  una noche oscura pero en ésta los luceros se entrecruzaban velozmente en el firmamento, mientras que hervideros de luciérnagas asediaban como si la caravana de borrachos hubiera violado a la selva virgen. Las furiosas aguas del tío Toro salpicaban espumas en en la cara de los que vadeaban montados en la recua de mulas que condujeron a la otra orilla y con antelación los operarios de la tía Mila. Yo atravesé sobre la espalda de papá abrazado a su cuello y por poco la creciente nos arrastró, pero felizmente más pudo la fuerza de los operarios que jalaban con una soga amarrada a la correa del lomo de la mula. De cómo diablos trasladaron el arpa y los violines y los saxofones y los tambores que tocaría un par de semanas, no lo sabría decir porque esta fuera de la vieja película en blanco y negro que me hacía olvidar mis penurías, aunque mucho después cruce el vado de troncos por donde los operarios los trasladaron al día siguiente cuando amainó el rio Toro. La película termina cuando el tio Peyo fue capturado por las ánimas que penan sus penas cuando era el último en pasar por las afueras de las ruinas de ladrillos grises y ahuecados. Como se retrasó después de vadear y no paraba de beber aguardiente de la cantinplara, nadie advirtió su ausencia hasta que se escucharon a los lejos una voz quebrada por el terror, como si los pishtacos o los nazis lo hubieran estado degollando “Loco Félix, sálvame, sálvame, cuñadito del alma, que me están jalando las ánimas de ultratumba”.






sábado, 8 de octubre de 2016






En la finca de la tía Mila

3a


Y antes de emprender el lance que venía perturbando el sueño en noches de luna menguante, Chilenín se abrocha bien la correa y lamenta el olvidó de las cartucheras y el par de pistolas que disparaban perdigones a los que hacían de bandidos en las coboyadas debajo del puente del cementerio. Se lo trajo Papá Noel como regalo de Navidad de acuerdo al monaguillo de la Sagrada Familia. Otra huevadina más  tan igual como de la cigüeña destellando en el hueco del cielorraso de la casona, y las ratas que correteaban allí con frenesí erizando la pelambra de  los cimarrones que maullaban en coro yendo y viniendo sobre  la baranda del corredor desde donde se soliamos  vigilar si brotaba  en las brumas de la medianoche el conquistador con su caballo blanco relinchando porque ahí, carajo, había que desentarrar tapado, gritaba con iracundia el loco Abel de la Maruja que la embarazó con la Melba, mi camotito. Al igual que el Rafo, a mí,  caracho, que me matriculen en en el José Otero para guapear con la plebe y los coqueros de las alturas. ¿Marica yo?  Es decir, un Jisho de faldón negro, cuello almidonado y un crucifijo colgado del cinturón rojo? ¿Párroco del Divino Redentor? Ni cagando. De grande sería torero de capa y espada, y cortador de orejas en el ruedo. Sí, Ratuchín, por eso le clavaron la chapa de  Chilenín porque nací con los guevos bien puestos como un roto y, por consiguiente, no retornamos  a la mazmorra de la chunca Mila.  Y pronto Shato se para de golpe, suduroso, acezando, en la cima de la cumbre y al toque se sienta luego en una curpa del camino para tomar aliento. Ratón le da alcance y lo sobrepasa moviendo la cola hacia la prado donde abundaba una variedad de frutas. Era el paraíso terrenal del fundo, según alegaba orondo y lirondo viejo Anchi. En la otra banda comenzaba el zigzagueo de la carretera de dos huellas con destino a La Merced. Sí, pues, el Ojón de siete u ocho suelas iba a pie a la Merced a comprarse una raspadilla en el mercado de las pulgas y, de vuelta, le traería un chupete a Machaway, que deambula cojeando detrás de las mariposas durante todo el santo día, mangoneando a duras penas la red amarrada a un palo de caoba, jodido el pobre por la polio que hizo llorar a torrentes a la Toya cuando Jisho le susurró que una pata era más corta que la otra. Se apoyó en las descascarada pared de cal, en el otro extremo de solar, y la sonrisa por los primeros pasitos de su último vástago se diluyó en un tris en lagrimones que la matrona enjugó con un mechón azabache,

3b


No, carajo, yo no me pongo hablar peste de los tíos, y me resabala por la punta del pincho ser el chivo de los platos rotos cada vez  que me  agarran a puro latigazo de tres puntas con shalanca después de cada mataperrada mía que les marca cien en la coronilla porque se me enrostra ser una bala perdida que mataría de cólera a los sacrificados progenitores. Pendejadas. Yo meto mano y codo en los menesteres del fundo, mano a mano y codo a codo con la manada de maktachos, mientras tío Anchico me cuenta cantidad de historias para forjarme como acero y resistir mañana más tarde los avatares de la vida. Sí, pues, sin tanta cocufatería del Santa Rosa de Lima ni tanta niñería de la Sagrada Familia y sus monjas dizque francesas. Ahí lo malograron al monaguillo de Jisho, el Jesusito autóctono de Tarmatabo, a guisa de un mariquita de colegio privado de blanquiñosos, porque él de los cuatro vástagos mamó teta de huaquera porque a la pobre Toya no le quedó ni pizca por culpa mía, el terrible primogénito de los progenitores. Y por estas vainas y otras que no valen la  pena armar rollo, el tio Anchico me enseñó a cargar la escopeta con los cartuchos de pólvora y me adiestró la buena puntería y buen ojo para tasar el trasero de las cholas, sí, el don de la mañosería para mancar de viejo con orgullo de haber sido todo un desflorador por los cuatro costados en estos lares del santo Hacedor.  Por todo esta moña, pues, mí párcero, el tio Anchico, cada vez que bajaba a la Merced con la tía Mila, me guiñaba el ojo justo antes de partir para chinear si al baúl le habían echado candado. Y ese día de los sajinos parece que la tía sabandija agarró al vuelo con el rabillo del ojo chunco la guiñada de mi querido aliado y sobre el pucho le ordenó ahí guardar la escopeta. Si no fuera por su compadre Pazuñe, no detecta la fechoría: este italiano (del Garibaldi se fue a la guerra, turuturuntun) le juró por todos los Santos, haber escuchado ecos de disparos, mientras usted, comadrita, negocia sus productos en La Merced.  Imáginate, que manera apañar a ese satanás de sobrino. Ese adefesio de mi marido, compadre, se presta de cuerpo entero a ese tipo de la alcahuetería. De modo, pues,  que yo, con el madero sobre la nuca para aguantar el peso de las dos latas de agua cristalina y heladita, nadie más que yo solia acarrear desde la gruta de quincha a mitad del roquedal de la quebrada me borré suavecito del escenario. Había que bajar por la senda del cafetal de ese lado hasta llegar al alfalfar, cruzar el socavón que en los días de lluvia torrencial se convertía en un riachuelo del cual brotaba un celaje por la canícula de infierno que asfixiaba el desfiladero, ruta de puro pedregal por donde se desplazaba la terrorífica manada de sajinos. En una de sus historias de sajinos o chanchos del monte, el viejo Anchi me recomendó que si alguna vez me topara con el líder de la manada --era el más grande y con los colmillos más largos que relucían bajo astillas del sol que se filtraban en el denso ramaje--, en convertirme en una estatua. Así, pues, bajaba yo silbando bajito una canción de Julio Jaramillo cuando en esas, caracho, siento que las ramas se estremecían con un troterio que nacía de bien lejos y el retumbar del apocalipsis se aproximaba cada vez como si fuera una carrera de truenos y rayos de cielo encapotado. Entonces, puse manos a la obra la sabiduría del tio Anchi: me apresuré a como dé lugar hasta el centro mismo del socavón, debía erguirme bien tieso, sin que se me mueva ni la puntita del pincho. Es decir, estático. Dicho y hecho, cuando la manada se detuvo de golpe para husmear peligro en los alrededores, con el rabillo del ojo avizoré los colmillos que sobresalían las mandíbulas del adalid. Nada de respire, intendinkichu manachu. La  manada me pasó por ambos lados sin rozarme. Algo más o menos parecido le pasó un día antes o después de los sajinos, no recuerdo con exactitud, a mi fratello, el indiecito Jisho. Resulta, pues, que regresábamos cumpliendo al pie de la letra una de las hitlerianas órdenes de la tía Luzmila. Bien temprano --un día sí y otro no--, el corral de cuyes –un tunelcito de madera que corría por el perímetro de la cocina, (cualquier cantidad de cuyes, caracho, de todo tamaño y color)--, debían contar con su buena ruma de alfalba. Después de subir jadeando como perros cachimberos de la ciudad, cerca al pabellón de los operarios, soltamos al unísono nuestros quipes, y en el que Jisho se hallaba durmiendo, entre los rollos de la alfalfa, una culebra roja y negra bien enroscadita.  De cómo, cuándo y por qué mierda se metió allí, sólo Dios lo sabe. Por el momento, urgía de inmediato un plan de instrucciones para evitar la posible picadura mortal: sí, que el indígena de marras se quedara tieso, sin mover ni la punta de un pelo y sin respirar, intindinkichu, manachu, pero el huevo frito de las alturas de Tarmatabo gritó de terror a todo pulmón. La culebra del demonio se despertó y sin tiempo para despabilarse ni un segundo, voló, si,voló con alas del demonio hacia la pila  de piedras amontonadas en un hueco que se almacenaban para las pachamancas de los cumpleaños de los tios. Entonces, los maktachos que merendaban dentro del rancho con sus críos se aunaron al despelote con sus alaridos de espanto, sin dejar de arrojar curpas de barro, cascajo, piedras, a la culebra que desapareció en la fosa de la pachamanca donde quedaban rumas de piedras chamuscadas. Y otra vez el viejo Andres con la misma cojudez de su gran puntería le voló la cabeza en mil pedazos después que los pobres maktachos gimiendo  de pánico removieron algunos de los pedrones que traían desde el rio Toro para el pachamanqueo. En fin, colorín colorado, el Jisho, pues, se quedó muerto de pie durante todo este faenón hasta que la tía Luzmila, al ratito nomás, lo resucitó  de un cachetadón. Y todos nos cagamos de la risa cuando recién empezó a lloriquear a gritos por el espanto de haber transportado por la cuesta de las comadres una hermosa culebra en sueño sicodélico de franjas rojas y negras.

martes, 26 de julio de 2016





En la finca de la tía Mila



Se deslíen los nubarrones de la tormenta y se insinúa abrasadora las centella del mediodía en la finca de la tía Mila.  Las orejas en punta para calibrar si los estallidos del tubo de escape del Jeep alcanzaron el declive de la primera cuesta donde de vez en cuando afloraba una columna de Ashaninkas por un sendero al borde del camino –cushmas de color marrón con franjas amarillas, pintarrajeados los rostros con achiote, un colorido vendaje con plumas en la frente, y en los hombros, el arco y el carcaj de flechas con veneno de culebra.

Y acontece  a la sazón la codiciada algarabía de carnaval.  A Estela, a quien llamaban abuela debido a la dentadura que parecía postiza, le encanta parodiar la lengua soez y de baja estofa de la tía Mila tan pronto como ésta desaparece del escenario en ascuas, arre, arre, carajo, maktachos de mierda. Ojotas de llanta, pantalones de cordellate, camisetas de balleta, se apresuran en la preparación de la merienda de los perros.

Del columpio colgado en las altas ramas de un pacae, en cuanto la abuela Estela da señal con un silbido, irrumpe de un respingo, Rafacho, quien, acto seguido, apoya la viga de caoba en la nuca con sendas latas en los extremos para acarrear agua diáfana y fresca de la gruta que se empoza en mitad de la ladera. Acarrearla  hasta la ladera opuesta después de atravesar la hondanada llena de piedras de huayco, es una de las tantas hazañas de Rafacho.  Jadeante, a duras penas, puja por la escarpada senda de grava  hasta la cima que colinda con rancho de los peones. Más aún:  le queda suficiente energía para llenar los porongos a la sombra del alero de la cocina. Al poco rato, cierra detrás de sí el portón de tronco, y, al pie del fogón, se revuelca con la abuela Estela, so pretexto de ayudarle con el yantar del mediodía. Pero en boca cerrada no entran moscas, de modo que, chiquilines, callao nomás.  De lo contrario no habrá aventuras ni más tirachos de buena puntería para Jisho, ni tampoco Machaway contará con la malla con mango para cazar mariposas blancas.
  
Y es la anhelada coyuntura de Shato para cerciorarse si Jisho bien reza el rosario dentro del mosquitero o bien evade las picaduras con el pomito de alcohol y trozos de algodón. Y pese a la canícula del mediodía, a punto ya de derretirle los sesos, se acuclilla maldiciendo la corta pero puta existencia en la chacra de la chunca Mila, acaricia el lomo de Ratón que intenta lamerle la mejilla, ambos rodeados por los altísimos árboles de pacaes, el barullo de la bandada de pericos, el rumor sin cesar de las cigarras y la lúgubre letanía de los búhos. Finalmente , se yergue inhalando con fuerza la brisa aromada por las mil flores del jardín. Abre los ojazos de ojón, el enano, husmea por los alrededores asegurándose de que todo el mundo brilla por su ausencia, y emprende --ahora o nunca, carambolas-- la aventura de gran envergadura: quería ser como su hermano mayor, Rafacho, quien solía arrogarse, a veces, en el mismo día, el rol de Tarzán en las mañanas, y el de Jim de la Selva en las tardes para rastrear los misterios de la selva.



2b


Un día jueves la tía Mila bajó a La Merced para hacer cobranzas en el Jeep de Pancho Pazuñe. Al Jeep del tío Anchico se le atoraba el carburador y sabe Dios si en esos días subirá al fundo un mecánico de la Ford. Medio oculto en la enramada de los pacaes, meciéndome en el columpio de bejucos, esperaba yo que se borraran estos vejestorios.  Y tan luego que la tía Mila  se acomodó en el asiento junto al italiano de dientes postizos –solían decirle los aledaños, el llaptu, o el Popeye de Garibaldi--  salté del columpio y esperé que el tío Anchico también se evaporara en las cobijas del mosquitero de su morada. En tiempos de lluvia le crujían los huesos como cascabel y por cualquier majadería nuestra se ponía bien cascarrabias. Y cómo no habría escopeta para ser Jim de la selva, decidí que era el turno, pues, de ser Tarzán. ¿Y quién sería Chita?. Por supuesto, Jisho.  Este alfeñique pasa todo el santo día lloriqueando bajo el sombrero con velos de gasa para espantar la arremetida de los mosquitos con sus algodoncillos empapados de alcohol. De modo que había que proponerle el rol de Chita para que escapara por un rato de sus penurias, pero con tal de que coloque ambas palmas en los sobacos y salte hacia los costados sin dejar de chillar. Bueno, Jisho se esmeró en rol y, por lo tanto, le concedí el premio en boca cerrada no entren moscas. Entonces, manos a la obra.  No era fácil llegar a la cima de la colina con las condenados malagüeros jugando a la escondidas en el boscaje que emergía desde el fondo de la hondonada, mientras daba la impresión de que la cuesta  se empinaba cada vez más conforme uno avanzaba.

A estas horas Pancho Pazuñe y la tía Mila estarían por emprender la insidiosa rampa que inciaba justa en la entrada al fundo del primero, el papá de la Norma, la Mula blanca –así solía llamarla, la tía Mila.  Pronto saldría el pimpollo al patio de cascajo con solo una bata de gamuza tan blanca como su mamá, una gorda altísima con una garrafa de pico en una mano y en la otra un lienzo. Y cómo había todavía mucho pan por rebanar --el Jeep en cuarta bajaría por el declive en zigzag que daba al naranjal de San Carlos, frenaría a cada rato, y la doña bárbara, ah, un día de estos, me cavan la tumba en el fondo del barranco usted y su compadre, un par de carabinas de Ambrosio --, nos empachamos hasta no más en el paraíso de las frutas y, de rato en rato, ejercitamos puntería con los tirachos.

Con la panza llena y sin ligarnos ni siquiera un pajarraco de mala muerte, trotamos de bajada  la colina agarrando a puntapiés a los  saltamontes que proliferan en la hilera de grama que crece en el centro de la carretera. Así en plan de joder, pa’ malditar a Chita. Al llegar a la lomita de la curva ensombrecida por el bosque de bejucos que se erizan desde el fondo de la cañada, desaté el bejuco mío enrollado en un tronco grueso al borde de la carretera. En unos segundos la gorda Victoria llevaría de la mano a la Mulita blanca hacia la tina de chonta en medio del patio de menudo cascajo. Entonces, a columpiarse con gran impulso  para poder pasar de lado por otro tronco sin ramas donde colgaban panales de avispas. Le ordené a Jisho, mi Chita,  que emitiera los chillidos tan pronto como yo ascendiera al cima del Tibet gritando el ¡auaauaaa! tarzianano. Y era como palpar el cielo aguaytarle el entremuslo a la pimpollo calatita a través de los resquicios del follaje que trizaba los rayos del sol, tan luego que su madre terminaba de secarla con el lienzo, ayayay mamita linda, y por angurriento hice un quiebre para poder tasarle mejor el monte del pubis. Pero el azar del destino quiso que  mi pie –ya de vuelta en retroceso al borde de la carretera--, pateara un panal de avispas y al toque una enfurecida turba surgió del  recinto para sacarnos la chochoca.

Entonces, le grité a Chita que corriera antes de que yo pudiera aterrizar y emprender la fuga del siglo.  Dicho y hecho, Chita corría tan veloz como una vizcacha, y me sacó un ventajón porque yo, miéchica, debía dar vuelta de rato en rato para espantar con una rama al remolino de avispones casi a punto de alcanzarme, las alcahuetas. Logramos sacarle ventaja al resonante ronroneo cuando bajamos velozmente la loma de las ánimas malagüeras. A través del vislumbre de la tarde, distinguí que Chita llegó con ínfulas de novato al patio de cemento, donde a esas horas el viejo Anchico solía regar sus cultivos con una mangera larguísima—abrumado, el cocho, por  las musarañas de la somnolencia. Como una saeta, Jisho pasó de largo en el instante que el regador de marras giró sobre sus talones y, sin tanta alharaca, empezó un rochabús contra las avispas que lo asediaron ferozmente. Enhorabuena, las hideputas me echaron al olvido. Y como saeta también pasé de largo hacia la cocina donde el menesteroso de Jisho lloriqueaba cagadísimo de miedo por el horrendo castigo que nos aguardaba.

Cerramos la puerta y por ranuras del maredamen, presenciamos el enredo de la manguera entre los pies del tio después de haber estado dando vueltas atolondrado hasta que por fín se cayó de poto. Entonces, el avispero se desquitó succionando la añeja sangre del montuno, y luego el oscuro nublado se alejó bisbiseando su triunfo.  Yo le dije a Jisho que se deje de mariconadas, carajo, que sería yo el machote en confrontar primero la latiguera con chicote de tres puntas con   shalanca de sacar ronchas.  Al advertir ambos que la nariz del tio Anchi era ahora una pelotita roja de payaso, Rafacho, entre carcajadas, imputó a la reina del panal de avispas ser la autora del entuerto. Jisho empezó a reírse entre llanto, moco y baba, mientras Rafacho hizo crujir los troncos de la compuerta al salir de la cocina para enfrentarse con bizarría al tierno pero ahora feroz tío Anchico.

lunes, 11 de julio de 2016






En la finca de la tía Mila




Ia


A Rafacho, el hermano mayor, lo dejaban por un mes en el fundo de la tía Mila en compañía de Jisho, el hermano menor, un par de mataperros. Pero también a los últimos, Shato y Machahuay, un par de palomillas, por separado, cuando frisaban entre los once y los siete.  Y si uno de los cuatro amanecía lechero, bajaba con los tíos en el jeep a La Merced los días sábados para la venta en el mercado de los quintales de café, cajones de frutas, canastas llenas de huevos y limones, y costales repletos de maíz.  Al caer la tarde, pese al ensordecedor canto de las cigarras, el croar de los sapos y el monocorde de los búhos, se solía percibir en la lejanía la quejumbre del jeep de retorno en las cuestas y el eco de los gritos de furor de la tía Mila que requintaba: eres una carabina de Ambrosio, viejo del diablo, en caso de que el Jeep se atollaba en algún charco o en caso de que se salía de las cunetas de la carretera zigzagueando en declive. No,  no te amargues en vano, mi negra –mansito como una paloma el tío Anchico con su machona--. Por amor de Dios, ten paciencia.
A lo lejos rugía el rio Toro. Las moles de roca salpicaban crestas de espuma en las orillas de arena. Las montañas se remecían desde los cimientos y ululaba el eco por leguas y leguas a la redonda.  Entonces, Rafacho, el loquillo, empezaba otra vez con los augurios sobre el fin del mundo. En menos de lo que canta un gallo –declamaba-- la techumbre de los pabellones y los tabiques de madera, se desmoronaban y el torrente los arrasaría por desfiladero hasta la ribera del rio. Ni los aleros que cobijaban los mosquiteros de gasa blanca, el escondite para espiar al viejo Anchico que cuchicheaba sus penas con las ánimas en la penumbra de la hojarasca, quedaría a salvo. Y el techo del depósito donde se almacena la leña, las latas de manteca, las mazorcas atadas de la panca, y el tronco con el hacha en diagonal donde se degüella ¡zacatás, caifás! a las gallinas para el caldo del domingo. Y, asimismo, el techo de fogón de adobe en el cual la Estela adivina las tormentas de lluvia en los leños que chisporrotean sobre las cenizas.
Entonces, Jisho, desde la guarida del mosquitero, con la ñata entre los resquicios de los maderos, desgañita: el torrencial que nos manda Satanás por nuestros pecados, gracias al señor de los cielos, no nos arrasará hacia las turbulencias del rio Toro.  Y el Rafacho, derechito al infierno por blasfemar con su danza del apache, a la vez que se destornillaba de la risa, sudoroso y escurriendo lluvia. El Ratón, contagiado por la retahíla de herejías, brincaba sobre sus patitas de garza, sin importarle el perímetro de canaletas que desbordaban con el diluvio de Noe en el fundo de la tía Mila.



Ib


Antes de que amaneciera me atormentaba ya el gusanillo de las aventuras. Diseñaba bajo el mosquitero el episodio de aquel Jueves para llevarlo a cabo después de que los tíos Anchico y Mila agarraban viaje a la Merced para la venta de sus productos. Entonces, podía sacar la escopeta y en plan de Jim de la Selva subir a la pampa para hacerle puntería a los cuptes, los zamaños o los sajinos, animales de presa agazapados en los contornos de la espesura. A condición de no dispararles a los pájaros que pululaban en el jardín  y en el huerto de las hierbas, tubérculos y verduras, contaba con el libre albedrío de cazar a mi antojo.
Popsi, al principio, se hizo de rogar porque amaneció de mal humor, pero después apareció corriendo detrás mío, y logramos, casi a rastras, ascender la cuesta de ánimas en pena. Ya en la cima ojeamos y hurgamos por los alrededores por si de pronto se aparecía alguna presa, pero nones. De improviso Popsi se esfumó, aunque no tardaría en aparecer con alguna novedad. Al poco rato escuche que ladraba o aullaba, rabioso. Logré acercarme al borde de abismo en cuyo fondo había un hervidero de culebras, y allí estaba, pues, el Popsi en plena bronca con un oso hormiguero trepado en un árbol. El uno lanzaba zarpazos aquí y allá, mientras el otro se la ingeniaba para zafárselos con presteza.  Mi plan de volarle los sesos al oso hormiguero de solo un cartucho se frustró porque de mala suerte me arrodillé justo en una cuevita de hormigas rojas, de modo que dí el salto de mi vida.  De lo contrario, pues, le hubiera hecho trizas la mitra del oso hormiguero que bregaba por asestarle el abrazo de la muerte, pero Popsi, nada cojudo, se las ingenió para incrustarle antes los colmillos en la nuca, y ambos, trenzados, rodaron por el precipicio que culmina en el nido de las culebras, dejando una estela de polvo, ramas y hojas por doquier. Cuando llegué finalmente al borde, vi que se hacían añicos casi en la mitad de la ladera del barranco entre una de bulla de bramidos, bufidos y gruñidos, en tanto yo me rompía el coco por averiguar quién saldría vivo de la contienda ya que ambos se desbarrancaron justo en territorio de sierpes.  Entonces, no había más que resignarse a la tunda de latigazos con chicote de tres puntas: Popsí era el adalid de la cáfila de canes y, por supuesto, el más engreído de los doce perros de la furibunda tía Mila. Al poco rato logré escuchar a través del follaje los quebrantos cada vez más lánguidos de Popsi, pero ya no más los rugidos del oso hormiguero, sino unos ronquidos como si ambos estuvieran atragantando aire. Pasudiablo, ¿quién mancó, entonces?. Con la desesperanza a cuestas, de retorno al fundo, barruntaba ya el prodigio de las frotaciones con hierba de yanten de la abuela Estela que mitigarían infaliblemente los cardenales del vaticano que le aguardaban a mi pobre trasero.  Y justo cuando empezaba a bajar la loma de las ánimas en pena, se aparece, pues, el Popsi todo maltrecho, se postró el descuajeringado a mis pies y por más que le lloré para que me perdonara, sus patas se doblegaban, y, entonces, de sopetón borré la imagen de un Popsi en agonía, y al tiro corrí al rancho de los operarios en busca del capataz de los peones, Marcilinachu, sabihondo en hierbas medicinales. Con piel de culebra lo fajo como a guagüita, de cabo a rabo, pues, chiuchi, después lo frotaré con su encurtido de llantén. Lo rociamos su agüita de coca al alqu, y yatacristo, pues.  Escondimos a Popsi detrás del rancho de la peonada, debajo del toldo que cubre la despulpadora del café. Al advertir su ausencia, la tía gritaría a los cuatro vientos que el Popsi, el padrillo, estaría preñando a las perras con calentura por los confines de las montañas del rio Toro, pero cumplida su misión regresaría tarde o temprano. Y así fue como fue. Al cabo de unos días, el Popsi en el patio coleando con aire de culpa solo para aquerenciarse con la tía Mila, merecía toda mi pleitesía[BP1] 






martes, 5 de enero de 2016



Al otro lado del muro

Die Grenzen sind auf
Ich sag “Ihr spinnt ja total”
War mein Vater ganz emotionel um hat geweint. Un er weint
heute noch, wenn er das im Fenstehen sieht, ja,  glaub ich.

Easy German 61. The fall of the Berlin Wall

Al reparar detrás de mostrador el cruce de piernas al desgaire sobre la butaca, Braulio se pulió para fisgonear, pero la mujer se puso de pie en un santiamén y le replicó que sí podía partir de Hamburg para llegar a West Berlin.  Por supuesto, debía contar con un  pasaporte y cambiar dólares a marcos con antelación. Para mitigar el desliz,  Braulio simuló contemplar  el  cieloraso de la estación. Era una sombría concavidad sin el millar de estrellas que en noches de helada esplendían en el firmamento de Tarma. Mierda, ¿la bucólica? No, la telúrica.  Al diablo con las atribulaciones.  Braulio recobró  los documentos  y se desplazó a trancos hacia la zona de abordo. Se desparrató en la cabina y las artimañas de la somnolencia lo sedujeron.  Por la ventanilla advirtió una leve penumbra  que se adueñaba de  la plataforma de la estación. Y antes de sumirse en el sueño, rescató siluetas en uniforme al acecho de posibles víctimas que volaban a la velocidad de la luz en el seno de un paisaje lunar donde se cernían fragosas las franjas de ceniza.
¡Putamadrina! Enceguecido por una linterna rozándole la punta de la nariz, se quedó inmóvil por unos segundos frente a un ogro de inspector ataviado con uniforme cuasi nazi. El vozarrón le conminó de inmediato la documentación. Aterrorizado –por la mente fugaz el ático de Ana Frank  de unos días antes en Amsterdam --, Braulio recogió los bártulos que esparció al desabrochar el cinturón de estilo hippie.“Se le deportará en la próxima estación,” sonaron en buen inglés las guturales del conductor. Braulio tartamudeó que no era culpa suya, señor, la  despachadora en el mostrador le aseguró que podía viajar sin obstáculo desde Hamburg hacia West Berlín.  “Usted está violando el territorio de East Germany,” replicó el susodicho revisando la documentación.  “Y el pasaporte carece del sello de autorización de Hamburg”. El gigante dio media vuelta y se esfumó por el larguísimo corredor de los vagones deslizándose  por rieles cómplices de atrocidades sin nombre.  Alucinándo con un uniforme de fatídicas rayas blancas y grises, las posaderas en las asperezas de una piedra, palmas en las mejillas, Braulio batalló para no dar rienda al llanto de un infante en territorio germano.  ¿Desde allí con destino a Lima, la horrible? ¿Y una sola muda de ropa? Y los libros, la cuenta de ahorros, ¿los dejaría al cuidado de Daniel, el compañero de apartamento en Buffalo?.
 Rabia, amargura, resentimiento. Un tajo más en la la cara de la desgracia. No, los hados no podían abandonarlo en las ciénagas de la mala racha. Y, entonces, el acierto del cubilete con los dados del azar: en el umbral de la cabina, alta y rubia y blanca,  ciñendo de la mando a un niño mulato, la mujer deslizó la puerta corrediza desgañitando sin preambulo  que ese agente KGB lo timaba con la engañifa de la deportación,  póngase de pie, hombre, había que recobrar sus cosas. La estridencia de los vagones sacudiendo sobre las rieles, las pitadas rasgando la noche, atolondraban a Braulio, quien, brazos en aspa para guardar el equilibrio,  indagaba detrás de la mujer y el niño. ¿Ah el acento, amigo? Era oriounda de West Berlín pero radicaba hacia muchos años en California. ¿El niño?   Del divorció  con un ex-miembro de los Black Panter. De vuelta al terruño por unos días para cuidar a la madre enferma.  Eran retazos de la historia de la mujer que trotaba con arrebato por el pasadizo que se dilataba más y más a medida que se avanzaba  sin hallar todavía los rastros del inspector cuasi nazi.  
Finalmente, un relumbre cercenó la penumbra en el corredor. Era la cabina del maquinista y allí, de espaldas, el conductor vociferando para sortear el estruendo infernal, mientras el maquinista, sin dejar de operar los botones de un panel, pausaba  para sorber de un termo, y no hacía el mínimo esfuerzo por oir.  La mujer se aproximó al ladronzuelo bolchevique y lo encaró con menosprecio y virulencia. Sin dejar de estudiarla de pies a cabeza, la voz del maquinista  se impuso al traqueteo ensordecedor de los vagones en las rieles.  El conductor asentía ahora  con la cabeza gacha, y de manera sesgada le devolvió a Braulio el pasaporte, el pase europeo y la chequera de dólares.  
De retorno a sus respectivas cabinas,  Braulio, el resto del viaje, mantuvo los ojos fijos en las ventanilla donde irrumpían esporádicas centellas en las tinieblas de la noche oscura. Ah, las palabras, un vano sesgo para la desdicha sin tregua alguna. En la oficina de cambio de la nueva estación, Braulio sonrió al fin; y, en seguida, le devolvió a la mujer el monto prestado para pagar la multa por carencia en el pasaporte del sello de Hamburg. Se despidieron adoloridos con abrazos y palmaditas. Y qué bálsamo cuando ella le susurró en el oído que tal vez se reecontrarían en algún rincón del mundo.
 La estación era una extenso zótano con una escalera que conducía  a las llantas y guardafangos de una procesión de vehículos. Conciliado con el mundo, pero enmohenido para emprender el ascenso, Braulio merodeó por un buen rato hasta que un espectáculo lo cautivó: una bella mujer con abrigo negro, bufanda blanca y  boina roja, descalza, cantaba circundada por un perimetro de beodos sentados en el suelo. ¿Y si cruzaba las piernas al desgaire? Sería otro cantar. Al término de la canción, la bella mujer eruptó y tronó un pedo; los vagabundos lo celebraron levantando al únisono sus botellas. Qué conchuda, la hija de puta. Braulio emprendió asqueado las escaleras a trancadas y, de pronto, en la venida se vio rodeado de mendigos, borrachos y mujeres provocativas en la indumentaria.  Un escolosfriante déjà vu: West Berlín le pareció nada menos que una versión precaria de Manhatan, y hecho un bólido se internó en las sombras  de un bar a la vuelta de una esquina. Ordenó  una cerveza, mientras se acomodaba con dificultad en la butaca. ¿Un oasis capitalista en un desierto  comunista?  ¿Metáforas de pajero a estas alturas?. No jodas, pues.  Afuera del antro el cielo nebuloso pronosticaba malos augurios. De pronto, una mezcla hedionda de tabaco, alcohol y sexo, lo avasalló y una pesada mano se posó sobre su hombro y estuvo a punto de ser derribado. Cuando ya se aprestaba a escabullirse, otra  mano lo detuvo afablemente: era un parroquiano que, al momento de solicitar una cerveza con el índice, le cuchicheó con acentó británico:. “Al otro lado de  Checkpoint Charlie, la cerveza te cuesta la mitad de un dollar.” A cinco cuadras del bar, debía encontrar la calle Kurfütendamen, y de allí, de acuerdo a las instrucciones para llegar a Checkpont Charlie, era pan comido. Un uniformado entre gris y verde, robot uno, detrás de un vidrio a prueba de bala, revisó el pasaporte, mientras en la parte posterior de la garita de control, robot dos, controlaba varias pantallas al mismo tiempo que dictaba al tercer y cuarto robot, ambos de pie y con sus cuadernillos de registro.
Y como si habiera sido trasladado por una alfombra mágica, Braulio se vio de golpe caminando por una amplia avenida que  parecía infinita. Antes de proseguir, miró con el rabillo del ojo las torrecillas donde los vigías se disponían a disparar con sus metralletas en cualquier momento. Las veredas franqueaban monumentales edificios que se reiteraban infatigables con puertas y ventanas clausuradas.  No habían ningún tipo de vehículos ni tampoco transeuntes. Exhausto, en una quietud pronta  a quebrarse por  el bombardeo anunciado por las sirenas en frenesí , Braulio se arrepintió de haber cruzado el Chekpoint Charlie. ¿Había que refugiarse como todo el mundo en las guaridas de concreto? Con las piernas doblegándosele, acalambrándosele, un  escalofrío que le agorrotaba sin misericordia, se sentó en la cuneta de una esquina  con la mirada fija en las rieles de tranvía.  Las histeria de las sirenas, entonces el bombardeo arrasaría Berlín hasta que el asfalto  se derritiera y se fundieran el soporte de las edificaciones. Sí, lenguas de fuego que se propagaban implacables  en  las tinieblas de la noche oscura de Berlín.  De golpe, Braulio, se puso de pie y se secó el copioso sudor con el dorso de la mano. Chispearon los cables por dónde discurría un tranvía lentamente, y abordó casi a ciegas, a pesar de la  estridencia de la frenada, que le  puso los nervios en punta. Los pocos pasajeros lo escrutaban sigilosamente y cuando Braulio ensayó un gestó amical, ellos deviaron las cabezas hacia ventanillas. Una anciana en un asiento posterior murmuraba furibunda a la vez  que señalaba con él índice acusador la ruinas de una templo ceniciento cuya mitad era un montículo  de escombros. Luego el tranvía recorrió calles donde las casas todavía exhibían vestigios de la guerra – descascaradas y con fisuras y agujeros por doquier--, el escenario de la demoniaca conflagración y la represalia  rusa violando brutalmente millares de mujeres y los niños reclutados que resistían heroicos, pero fanatizados con la victoria y la solución final. Horrorizado por las remembranzas de innumerables salas de cine donde solía llorar en silencio, horrorizado, sí, por el miedo de morir en los campos de concentración, Braulio se levantó del asiento al auscultar la misma esquina de donde partió el tranvía un rato antes. Saltó a la ancha vereda como si se tratara de la única tabla de salvación en el naufragio de la alucinación.  
De vuelta, pues,  trotaba por la avenida sin límite con la mochila colgada de un hombro, mientras del otro pendía la cámara Pentax. Al cabo de un tiempo, un oasis de tímido sol se dibujó a lo lejos. Con el vigor recobrado en el tranvía, se desplazó jadeante  hasta que un par de jóvenes se aproximaron para preguntarle  en un inglés aceptable si vendía el bluejeans que llevaba puesto.  Ante el desconcierto de Braulio, los jóvenes, oteando entorno, se dispersaron  en la procesión de peatones que se engrosaba cada vez más en la plaza en cuyo centro se elevaba una torre circular con una simetría de ventanales.  Circundaba ornamentando una fuente con pilares cuyas crestas de espuma acariciaban el aire cálido del mediodía.
Braulio permaneció estupefacto por unos segudos cuando de repente advirtió que una joven corría hacia él portando en la mano una pequeña cámara. Henchido de felicidad entendió sin dificultad el lenguaje de señas: que le tomara una foto, por favor, ella no hablaba inglés pero si sabía escribirlo y leerlo. Le indicó que la siguiera y cruzaron uno detrás del otro una calle que conducía a un parque de cesped acicalado.  Braulio trémulo por el nerviosismo cuando ella cruzó gracilmente los pies frente a la camara. Mediana, espigada, sonreía dulcemente, Braulio se  engolosinaba enfocando con la Pentax la volupuosidad de sus caderas, la sutileza de su cintura. En seguida, Braulio le hizo señas que él también quería una foto para el recuerdo y le dio instrucciones  de cómo manejar una cámara del orbe capitalista. Ella asintió echándose con picardía la melena rubia sobre el hombro. Y cuando ella le propuso por escrito enrumbar a un club ruso donde podían comer, beber y bailar, Braulio se quedó lelo, mudo por una fracción de tiempo, con un nudo en la garganta. Mientras caminaban, Braulio atinó a lisonjear  la cambinación de los colores amarillo de la blusa, marrón oscuro de los pantalones en corduroy, y el beige de la chaqueta de cuero de la muchacha. Ella, a su vez, anotó en el cuadernillo que le impresionaba muchísimo el blujien amaricano. Más aún:  pasó la yema de los dedos por la tela de la chaqueta y comprobó que había sido confeccionado con el mismo material que el del pantalón.
 Subieron a trancos al segundo piso de uno de los edificios que bordeaba la plaza. Un grupo de personas se apiñaban a la entrada del club ruso y eran impedidos de entrar por un par de robustos porteros. Abochornada, ella se dirigió hacia la escalera adosada al edificio, bajó veloz, y antes de detenerse frente al edificio contiguo, se cercioró si Braulio la había seguido. Frente a la portezuela de cristal una orquesta interpretaba melodías marciales, mientras un círculo de niños en el centro del salón jugaba a la ronda. Los espectadores apostados en las barandas del segundo piso la  contamplaban con aire adusto. Juta –en algún momento había escrito su nombre–, exasperada, balbuceó en su lengua antes de reiniciar el aventurado itinerario. A espaldas de ella,  Braulio elucubraba febrilmente las más aberrantes maquinaciones: los agentes de la Gestapo –ella era una doble agente-- tramaban capturarlo infraganti en territorio de East Berlín, y por un brevísimo momento abrigó la idea de ocultarse  y abandonar a Jutta y sus simulacros, pero  ella, de manera imprevista, giró en redondo, y otra vez hablando en alemán señalo un bar restaurante en medio de otras tiendas alrededor de la fuente en la plaza de la torre que ascendía entre el reverbero del mediodía.
Meseros con pantalones negros y camisas blancas llevaban en fuentes inmensos vasos de cerveza asiendo entre los dedos diminutos recibos. Comenzaron a beber al mediodía y a la hora crepuscular --los transeuntes translucían vagos colores y las cervezas eran azules--, Juta seguía escribiendo profusamente en las servilletas.  El mesero era un abusivo que  estaba cobrando demasiado, que ella laboraba en la oficina del quinto piso de un edificio –y dibujó una flecha en una tarjeta de turistas--, pero vivía en un pueblo cercano, sí, los días de la semana viajaba en tren durante media hora. Cuando las tinieblas de la noche oscura apretaron los alrededores de la ciudad, Jutta guardó el cuadernillo y la cámara en una bolsa de cuero, sus ojos verdiazules brillaron de tristeza, y se levantó con singular impulso de la mesa. A despecho de la ebriedad, Braulio logró mantenerse enhiesto. ¿Cuántos litros de cerveza  de East Berlín habían libado insaciablemente? Jamás sabría este cronista de las germanías, ni qué signos o señales, si en inglés o alemán o español o quechua, o si se lo escribió, el hecho incontrovertible fue de que acordaron viajar juntos a la villa cercana porque Jutta quería, en verdad de realidad, presentarle a sus padres. También podria cuestionarse la verosimilitud de cómo fueron capaces de llegar al lado opuesto de la torre donde se ubicaba la entrada hacia el el tren subterraneo. ¿Descendieron las gradas tomados de la mano hacia la plataforma de abordaje? Lo único cierto es que a Braulio se le ocurrió de repente guardar la cámara Pentax en la mochila, para lo cual se puso de cuclillas, sin percatarse que Jutta siguió caminando. Al percibir la ausencia de ella, él recobró de golpe la sobriedad, corrió tan rapido como pudo, pero las puertas se cerraron implacables  a escasos centimetros de la faz desfigurada por el terror. Alguien lo atrajo hacia atrás con tal ímpetu que Braulio trastabilló y estuvo a punto de caerse de culo. Cómo olvidar el dulce y bello semblante, lastimado por el espanto y el grito de pánico que se filtro sin misericordia a través de vidriosa portezuela.
Vapuleado por la adversidad, Braulio, ofuscado, merodeó por los alrededores de la gran plaza hasta que por fin llegó a una avenida paralela a la del arribo. Era menos ancha y el alumbrado dejaba trechos en tinieblas donde había que andar casi a tientas. De pronto un chorro de luz materializó un autobus que paró en seco.  Al abrirse la portezuela, el chofer lo invitó cortesmente a subir en un inglés correcto dizque para conducirlo al paradero ubicado a sólo tres cuadras de Checkpoint Charlie. Le recomendó que se cuidara en las escalerillas porque en las tinieblas de la noches oscura en Berlín eran frecuentes los traspiés. Se sentó a un costado del chofer y a Braulio le conmovió sobremanera el  auténtico interés del chofer por el bienestar del único pasajero del turno de la noche, Entonces, sin dilaciones ni tanto aspaviento, Braulio empezó a desmenuzar  prolijamente  el tiempo que gozó al lado de Jutta. Sí, hubo instantes de manos apretadas con ternura, mientras brindaban prodigiosos con la cerveza de East Berlín, sí, como si pronto fuera ya el fin del mundo. Sólo Dios sabe si Jutta era la mujer de su vida (Die liebe maines Lebens), a quien venía persiguiendo por todos los confines del planeta. Oh, Jutta, si supieras cómo la ausencia tuya lacera sin tregua mi encandilado corazón. Braulio se limpio los ojos con el dorso de la mano y luego lanzó una retahila de suspiros a guisa de su venerado Quijote, El frenazo de sopetón lo expulso de sus cavilaciones y, obviamente, del autobus,
Braulio  zizagueaba en menor escala por la vereda también menos tenebrosa por las linternas de control que se erizaban en la cima del infinito muro de Berlín. Tuvo ganas ubérrimas de orinar y se arriesgo por un cesped franqueado por una hilera de arbustos enanos, y de pronto, justo cuando inhalaba y exhalaba el alivio, Braulio encegueció por segunda vez por un relámpago de luz y por el trueno de un vozarrón que lo exhortaba a proseguir la marcha. Déjenme mear, jijunagranputas, gritó a todo pulmón.  Estaba en el jardín frontal de una casa, y al darse la vuelta vio a dos agentes de la KGB o la Gestapo con sendas linternas y el fulgor azabache de los gruñidos de un par de Doberman atados que se obsedían  en atacarlo. Desembocó en otra amplia avenida con el patrullero a sus espaldas: lo controlaban con una luz oscilante instalado encima del parabrisas. Braulio cruzó la avenida sin una ñizca de miedo y se detuvo frente a un club con música tropical para espiar a los africanos y cubanos que danzaban con las germanas. El vehículo de los agentes tuvo que dar una vuelta en la avenida y los cuasi nazis lo amenazaron con detenerlo si no reiniciaba la marcha. Y en ese preciso momento Braulio decidió aligerar los pasos, sudoroso y jadeante, porque se acordó por un golpe de suerte que debía presentarse en Checkpoint Charlie antes de las 12.00 de la noche en punto.
--En tres minutos más, quedaba deportado --le dijo el soldado desconocido de Checkpoint Charlie-- Prosiga, prosiga rápido.