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jueves, 24 de noviembre de 2016





En la finca de la tía Mila

4a

Y deshilachando sin tregua las remembranzas, el Shato trota por la cuesta de los derrumbes y los atolladeros, como en las llanuras del Oeste, jadeante, a horcajadas en el caballo pinto de Roy Rogers. Y martirizado por el ardor del reverbero en la cumbre de las colinas, espanta por doquier los nubarrones de mosquitos con una ancha hoja de pituca que servía para limpiarse el culo en la chacra de la tía Mila. Trota que trota. A imagen y semejanza de Rafacho, quien, según la cruzadera de chicotes, un día amanecía con la ventolera de ser Tarzán, y otro con ser el Jim de la Selva, tan luego de auscultar con las orejas en alto si por allende los ecos del mufle del Jeep zizagueaba ya por el desfiladero que convergía en el naranjal de la hacienda San Carlos. Y como de costumbre la vieja Estela parodia a la doña bárbara al empuñar las riendas del fundo en ausencia de los vejestorios que jamás  se dignaron a cederle al pobre Shato el previlegio de bajar a la Merced en el Jeep del año que se ufanaron en la Ford de Tarma con la venta del café, y por ésta y muchas otras razones más, se atrevió, por fín, agarrar al toro por las astas y se internó por la maraña de atajos que se teje en la carretera de dos huellas que sube y baja zizagueando por las colinas de la selva virgen. Sí, pues, a imagen y semejanza de Rafacho que se rebela contra las órdenes de la tía busca refugiándose en los recovecos más recónditos de la espesura verde que te verde, obstinado por hallar tapados que soterraron los castellanos de Castilla.  Haciéndose el Quijote, el loquillo, arrastrando consigo una que otra vez al Jisho, quien no cesa de gimotear todo el santo día, con las posaderas en el poyo de chonta, a la sombra de la arboleda de mangos. Sentado allí con ancho sombrero de paja y un velo blanco para resguardarlo de los mosquitos a quienes ahuyenta a diestra y siniestra con un abanico de plumas como una dama de las camelias. Un millón de lancetas que lo horadan al pelele porque tiene la sangre dulce, la triste princesa . A mí, qué va, yo los pulverizo a estos jijunagramputas con mis gritos más destemplados que los fragores del tambor de hojalata. Lo que me saca de quicio son los vituperios de Chuncamila en contra de mi Toya. Que era una ociosa y una cochina, un indígena sin sangre en la cara, que se había casado con su loco Félix para mejorar su raza. Cojudeces.  Que no nos atendía bien ni nos aseaba, sino que se la pasaba de cantora leyéndoles a estos majaderos unas historietas que es solaz de gentuza de manos cruzadas, un sutano Quijote, un fulano Conde de Montecristo, una mengana Genoveva de Bramante, qué sé yo, so pretexto de cojan sueño a la luz de un mechero en el caserón de adobe. Mientras, yo aquí, cagadísima en mi puta vida, sacándome el ancho en mil cosas, desde la madrugada hasta que cae el sol, raspando la piedra pome y y la greda en la carca de estos majaderos de mi loco Félix. Ah, carajo, estos mugrientos con tanta gollería como uniforme almidonado y zapatos bien lustrados… Y así, pues, la sarta de cojudeces de la vieja e’mierda, chasuma. Y sin pararle bola a los mierdosos mosquitos que se multiplican alrededor suyo cuando el vislumbre en las cimas de las colinas lo ciega, entonces, trastabilla, tropieza, pero le llega a la punta de pichula las injurias de la machona sin hijos. Y asi sigue y sigue la cantaleta de que ni siquiera sus chanchos en el chiquero, carajo, despliegan costras de mugre en el pellejo. Si, pues, la hideputa frota que te frota con furia hasta magullarnos, pero el chorro rosicler de las canaletas, cristalino, fresco, alivia como un bálsamo. Y a la condenada vejestoria le importa un comino los quejidos de los maktachos que contra su voluntad nos sujetan los brazos y las piernas para evitar pataletas de los mil demonios del mugriento de turno, ofuscados los aborígenes con los tres dialectos del Quechua que mezcla a su antojo la Hitler de la Pampa, y sumisos no hacen sino asentir con la cerviz por los suelos, pero con el corazón hirviendo de ternura, ay, Tayta, ampara a las guaguas abandonadas a su suerte.  La Toya nunca habló la lengua de los autóctonos porque mamá –para que lo sepa todo el mundo-- estudió en La Sagrada Familia, parlaba el castellano castizo de Castilla, sí, el acento de las monjas de Sagrada Familia dizque francesas, un sacro recinto donde acudía tirando prosa la crema y nata de la gente dizque de alcurnia, blanca y rica, de Tarma.


4b


Yo sí sé cuándo me jodí o me jodieron para toda una vida. Una de dos, hermanito del alma. Me dejaban en el fundo de la tía Mila, con lágrimas inacables horas de horas todos los días, inclusive, los domingos, inquiriendo a los cielos, sin cesar, porque Papá, después de prometer regresarme al caserón de adobe, solía hacerse humo a medio camino, se ocultaba en las ruinas de ladrillos ahuecados color plomo que quedaban justo al llegar al río Toro. Con mis pistalas en las cartucheras, todavía con la emoción de Navidad, bramaba y las bandadas de pericos alzaban el vuelo asustadísimas, mientras los cuatro coqueros, me sujetaban por las cuatro extremidades y como si fuera sajino me retornaban a la chacra. Así en vilo, en un camastro improvisado de lianas y palos, sin dañarme, acongojados. Por qué, Dios mío, el que me trajo sin mi voluntad a este predio del eterno sollozo, a mí, el supuesto engreído del caserón de adobe en Tarma, el que de chigolillo recitaba poemas subido a la mesa de las cantinas o en el banco de la carpintería del tío Shato, a mí, miéchica, que a veces solía dormir solito entre papá y mamá bien abrigadito y sumido en las peripecias de Alicia en el país de las maravillas, hojeaba sus páginas por el terror que me producía el cuello larguísimo y las trenzas larguísimas, cayendo en círculos y de cabeza al fondo de un precipicio,  mientras los conejos se mataban de la risa arriba al borde de la alberca. Si, pues, el loco Félix,  se escondía, maligno, riéndose a carcajadas, como un demonio de los Andes, escondido dentro de ruinoso cuadrilátero de ladrillos ahuecados color plomo, una fortificación que otrora albergó a los nazis. El rio Toro, con el transcurso del tiempo, lo arrastró hacia su ribera con el furor de sus aguas arcillosas, allí mismito donde el loquillo Rafacho una vez halló latas vacía, monedas, medallas con inscripciones en alemán. Estos nazis refugiados en la selva virgen fueron padrillos que se mancebaban insaciables con las campas y las shipibas  y proliferaron una retahíla de chunchitos con ojos pardos de gato y pelo castaño de trigos, los cuales, a su vez, se diseminaron como cuyes por los alrededores de Satipo y de Oxapampa, ambas en las márgenes del río Perené. Y así, pues, de retorno a los cobertizos del fundo, mi padrino Anchí, haciéndose el payaso para consolarme, riendo entre hipos y mocos y escupitajos, se ponía a  imitar el relincho de las mulas o el rebuzno de los burros, era un caballo con la pipa de jinete insomne entre los belfos, semejante a su carnal, el italiano Pancho Pazuñe. Y esa noche plateada por la luna, dormitando mientras languidecían las lágrimas en el rumor incesante de las cigarras, los búhos y los sapos, que ascendía hasta el borde del espanto cuanto más se apretaban las tinieblas de la noche oscura de las montañas. Recostado en la ruma de parihuelas, en una esquina del tendal, dormitaba oteando las volutas de humo que dibujaba la pipa en la oscuridad, y para no romperme la crisma en la grava del sendero, le solté de porrazo la pachotada de que, sí, padrino, usted tiene cara de caballo, para así poder despertarme. Mocoso del diablo te voy a dar una cueriza del que te acordarás por el resto de tu vida. Por mariquita, carajo, por atrevido y por malagradecido, ¿cara de caballo, ah?, pero de pronto cesó de regañar y amenazar. Sonrió el caballo para soltarme, él, a su vez, un relincho: que me fuera a la cama pronto, que a la madrugada agarramos rumbo hacia la quebrada de los paltos cuando relumbrara más intenso el esplendor la luna. Qué milagro, Diosantito, por fín iría junto a la cuadrilla de chutos del rancho a la caza de sajinos, sí, loco de contento, y apuesto que el Rafacho se moriría de envidia. Me sentí un machazo, como si tuviera mis cartucheras bien puestas. Un fortachón, como Sansón y su Dalila. E, incluso, el cojinova Machaway se moriría, asimismo, de envidia. Dicho y hecho, haciendo tabla rasa de mis penurias, recorrí por el lecho de hojas sobre el cenagal porque había llovido dos días seguidos y el tío Anchico, mi padrino, nos cuchicheaba en el recorrido que el líder de los sajinos conduciría a su manada hacia los árboles de las paltas caídas en abundancia alrededor. No, esos ruidos son de cupte, zamaño, o sachavaca. Los chanchos del monte trepidan el suelo. Oido y ojo, todos.  Al fin y al cabo, llegamos a un claro de la floresta, un oasis después de una larga travesía por la tupida hojarasca que chicoteaba la cara casi seguido. Cobró intensidad la luz blanca de la luna alrededor del alto y frondoso árbol que por la tormenta había prodigado monticulos de paltos. Nos ubicamos detrás de unos arbustos desde cuyo entramado acechamos la llegada del líder de los sajinos. Pasó un siglo, otro siglo, y el tio Anchi dormita que te dormita, mientras los peones en cuclillas masticaban la coca, parsimoniosos. Grité achachaú cuando vi los dos colmillos que sobresalían del hocico del cabecilla, y brinqué gritando tío, tió ahí está el capo!. El tió no disparó porque los sajinos al toque enrumbaron espantados hacía la trocha por dónde aparecieron husmeando unos segundos antes de trotar hacía las paltas. El viejo chasumá casi me arranca la oreja, de modo que  me puse a chillar como cuchi cuando le hendían el hociquero de alambre en la trompa. Tirado de espaldas en el lecho de hojas, barro y paltas podridas, pataleaba rabiosamente.  Ordenó sin miramientos que armaran con palos amarrados y bejucos resecos, una especie de camilla donde me pusieron de regreso a la finca, pero esta vez bajo un alucinado esplendor de la luna en el firmamento, en tanto mi mente giraba en torno a una vieja pelicula película en blanco y negro sobre el cruce de la caravana que acompaño al abogado, el escribano y el juez que ayudarían a la tía Mila en la batalla legal que sostuvo para quitarles unas tierras a unos parientes del tío Anchi que eran colonos de maizales en las márgenes del rio Ucayali. Papá encabezaba la caravana rodeado de sus compinches de parranda y los tíos Peyo y Antuco. Eran otra vez las tinieblas de  una noche oscura pero en ésta los luceros se entrecruzaban velozmente en el firmamento, mientras que hervideros de luciérnagas asediaban como si la caravana de borrachos hubiera violado a la selva virgen. Las furiosas aguas del tío Toro salpicaban espumas en en la cara de los que vadeaban montados en la recua de mulas que condujeron a la otra orilla y con antelación los operarios de la tía Mila. Yo atravesé sobre la espalda de papá abrazado a su cuello y por poco la creciente nos arrastró, pero felizmente más pudo la fuerza de los operarios que jalaban con una soga amarrada a la correa del lomo de la mula. De cómo diablos trasladaron el arpa y los violines y los saxofones y los tambores que tocaría un par de semanas, no lo sabría decir porque esta fuera de la vieja película en blanco y negro que me hacía olvidar mis penurías, aunque mucho después cruce el vado de troncos por donde los operarios los trasladaron al día siguiente cuando amainó el rio Toro. La película termina cuando el tio Peyo fue capturado por las ánimas que penan sus penas cuando era el último en pasar por las afueras de las ruinas de ladrillos grises y ahuecados. Como se retrasó después de vadear y no paraba de beber aguardiente de la cantinplara, nadie advirtió su ausencia hasta que se escucharon a los lejos una voz quebrada por el terror, como si los pishtacos o los nazis lo hubieran estado degollando “Loco Félix, sálvame, sálvame, cuñadito del alma, que me están jalando las ánimas de ultratumba”.






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