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martes, 25 de mayo de 2010





La Sagrada Familia


Para Mauro Félix,
mi querido viejo.

Qué chasco se aguantó Papá cuando prorrumpí en sollozos al lado de la fuente en cuyo centro se erguía inmaculada la hermosura de la Virgen María, impronta de La Sagrada Familia, un colegio regido por monjas igualmente virginales. Ataviado con un mandil verdenilo, un poco largo para mi talla y del hombro, un maletín de cuero,  con paso firme y sacando pecho, había marchado desde el zaguán de la casona hasta la Dirección entreabierta de la Madre Superiora. Ceñía nervioso la mano de mi progenitor que saludaba ufano a los viandantes de ese fulgurante amanecer helado en las cumbres que rodeaban Tarma. Era la clase inaugural del primer grado de primaria. Oscar Gómez y Angel Paz que, en ese instante, se apresuraban por los empedrados entre los arbustos de los jardines, se zafaron de sus respectivas matronas para socorrerme. Después de asirme por los codos, me condujeron casi a rastras hacia la pequeña puerta del patio destinado al recreo, en tanto que Papá y la Virgen María sonreían cruelmente. Todavía aquellos olores de lápiz recién sacado punta, de goma pegoteada en la yema los dedos, de alcanfor de la maestra Cecilia Gutiérrez, me abruman de esa nostalgia que hurga en los escombros del tiempo. Desde el primer día nos emparejaron para  formar en el patio, ocupar nuestras carpetas en el salón y encaminarnos hacia la hora de salida. Mi pareja de aquel año fue Florisel. Cogidos de la mano, salíamos formados en dos columnas, de Lunes a Viernes, y un glorioso día, casi al final del año, después de soltarnos, me quedé contemplándola un buen rato, mientras se alejaba con pasitos de gacela. De pronto, dio media vuelta, y me pidió que la escoltara a condición de que no tocarla ni siquiera con el pétalo de una rosa. Nos detuvimos frente a un chalet de dos pisos, me ordenó detenerme detrás de la verja, y  desapareció por un pasaje entre sendos jardines; acto seguido, y en virtud de una varita mágica, brotaron sus rulos castaños en el balcón todito alborotados por el torbellino que bufaba desde de la quebrada de Huanuquillo. Por consiguiente, Florisel y los adioses de pañuelo blanco, y yo, al trote, alicaído, entre remolinos de polvo a causa de los camiones y los omnibuses que bajaban pedorreando desde las alturas de Tarmatambo y pervertiendo el aire puro del mediodía bajo el azul de ultramar navegado por majestuosas carabelas de nubes. Por culpa de esta chigolilla, pues, comencé a sentírme el ser más triste y desolado de mi terruño.
Fue justamente en una de esas noches de velada que el avispero de monjas del colegio, al advertir la ausencia de Alonso de Santa María en el ruedo de los toreros, desde el palco de honor, clamó por un sustituto y yo, nada cojudo, me ofrecí como voluntario, pero de sopetón me retracté ya que mis calzoncillos estaban agujereados, mugrientos con manchas de caca.  No quería agonizar de humillación si los exhibía antes de enfundarme el vestuario de luces tras los pliegues de la gruesa cortina de pana roja y lazos dorados. Era ya tradición de las monjas escoger infaliblemente a los regios, hijos de dentista, boticario, abogado, comandante de policia, o alcalde, pero jamás de los jamases a nosotros, los trigueños/cobrizos/cetrinos, cuyos padres eran peluqueros, choferes, carpinteros, sastres o mercachifles. Si, con el rabo entre las piernas, me refugié en la cocina del claustro monacal en busca de la mulata Emilia quien solía darme un bollo de anís a la hora del recreo, y me ajusté bien la correa en caso de que me exigieran las monjas cumplir la promesa de sustituir en el ruedo al vástago del farmaceútico. Qué desafio, Dios santo, pero, sea como fuere, lo asumí sólo por un instante, acicateado por el ardiente deseo de impresionar a Florisel. La secuela de frustración y amargo resentimiento fueron un par de espinas en la médula del corazón.
En las veladas de las monjas dizque por el nacimiento de Jesús se contaba con la divina presencia de los Reyes Católicos,  el séquito real de princesas y príncipes, el cortejo emperifollado de marqueses, condes, duques y archiduques. Alli en los palcos engalanados con vistosas mantillas y flores artificiales, circundando la plazoleta donde se llevaría a cabo el acto principal:  una corrida de toros. Las veces que asistí, apiñado en la caterva de súbditos malolientes, no me fijaba tanto en los capotazos de los regios para sortear las embestidas del toro sino en este último: eran dos personas, ensamblados una detrás de la otra, ocultas bajo el denso disfraz negro, el primero de ellos aferrando un madero donde se anudaban unos cuernos de verdad. Ahora bien, no sé quién, cómo y cuándo me reveló el gran enigma de esa noche, sí, Shilico, era Aurelio, el guachimán del colegio, y su hermano menor, oriundos de Huaricolca, los que hacían el rol de toro moreno, bravo y despiadado. Sabe Dios si tal vez por ese hueso duro de roer, sí, Shilico, de nunca haber sido torero cortador orejas para gloria eterna de tu Dulcinea de Tarma, Florisel, te emperraste en la chifladura de volar por encima de cualquier monja que por obra del  Señor todopoderoso levitaba por el laberinto de senderos que surcaban los jardines del bosque umbrío detrás del pabellón de las aulas. Si, pues, Shilico, querías agitar tus alas de Lucifer o Satanás antes de emprender el vuelo para arrebatarle la enorme cofia blanquinegra en forma de las avionetas que fabricábamos con papel periódico en nuestros juegos a la guerra durante el recreo. Y no te importaba si fuera la mismísima Madre Superiora, porque uno de mis yuntas del alma, Braulio García o Boris López, no sé cuál de los dos, me confio el gran misterio bisbiseado en los pasadizos del claustro de La Sagrada Familia: todas las monjas eran calvas, si, Shilico, las monjas se rapan la cabeza con navaja de barbero ¿Acaso les has visto un asomo de rizo rubio o azabache en el encintado de la cofia? Pescar una cofia al vuelo, una obsesión que se te fijo de por vida después de que un par de regios prepotentes te empujaron por los hombros hacia la dirección de la Madre Superiora que, oronda y lironda, blandía su regla de madera con margen de metal. Debajo de la amplia cofia, un empolvado rostro lívido y plagado de arrugas, un adusto sobrecejo, vociferó la orden de extender la mano. El golpe me quemó como un hierro al rojo vivo, pero no grité ni derramé una pizca de lágrima, tan sólo me froté la mano con saliva para aliviar el dolor, mientras ese par de alcahuetes de la Santa Inquisición sonreían con aire triunfal porque habían vindicado a Bernardo del Carpio, el hijo del dentista, un sobrado de mierda que iba de carpeta en carpeta repartiendo coscorrones a diestra y siniestra a los trigueños/cobrizos/cetrinos por un prurito de crueldad, sin importarle si fuera varón o hembrita, pero yo no le aguanté sus huevadas al abusivo, hijo de su madre, e impedí que tocara a Iris Montes, la lunareja que se sentaba conmigo. La pobre, escondida bajo la tapa de la carpeta, devoraba una palta con pan francés cuando Bernardo del Carpio se acercó, levantó con la punta del dedo una esquina del madero con la maligna intención de asestársela en la mitra, pero la agarré a tiempo. Cuando me pegó un empujón, me cuadré frente a él y de inmediato se formó un círculo en torno a los gallitos de pelea. Lo importante fue que Shilico no se sintió en lo mínimo amedrentado por Bernardo del Carpio, alto y fortachón; al contrario, se acordó en ese trance de ciego furor que uno debía exhibir sangre fría, temple de hierro,  calcular bien una certera trompada a la altura del ombligo, de acuerdo al entrenamiento de Cashato, su hermano mayor, perito en broncas de barrio: sí, Shilico, no te aniñes en caso de que alguien te toca la barbita o te escupe en la punta de los zapatos --desafíos de rutina que en aquellos tiempos se estilaban como anticipos a cualquier mechadera. Bernardo del Carpio quedó despatarrado en el entablado del salón de clase, a punto de exhalar el último suspiro, y con los ojos blancos de espantapájaro. Entonces, de improviso me cayó toda la regia cáfila de cacanuzas y un par ellos, unos tremendos manganzones, me sujetaron por los codos y me condujeron a la dirección donde la Madre Superiora que ya me aguardaba, la condenada, apretando un extremo de la poderosa regla con margen de metal. Y yo, dizque para no pensar en el reglazo, me preguntaba para mis adentros dónde diablos andaría a la hora de la bronca la maestra Gutiérrez. ¿Tal vez en la sala de maestras irradiando su halo de alcanfor? ¿Y no se le cruzaba por la mente, caracho, que durante su ausencia la clase primer año era un olla de grillos a punto de estallar?. Era su culpa, pues, y de nadie más.
Como quiera que sea, al poco tiempo Florisel se esfumó de repente del salón de clase porque al padre lo habían trasladado a un hospital más grande y más moderno y más bonito, ubicado en la capital del departamento, según nos confirmó la maestra Gutiérrez después de tanto fisgonear nosotros ora aquí u ora acullá como solía cotorrear la Madre Superiora durante la hora de catecismo. Mi pareja a la salida del colegio era ahora Iris, pero su mano fofa era una tarántula en la mía, aunque un día se la apreté de golpe, de modo que soltó un melindroso ¡ay Dios mío!, así, no, Shilico, me estás haciendo doler, y todo eso porque, precisamente, al llegar a la esquina donde debíamos soltarnos reparé en el gran titular de letras gordas y negras de Ultima Hora, el diario vespertino de la capital del país, anunciando Los Marcianos llegaron ya. Eché a correr como un galgo sin importarme el tráfico de carros en las calles, trémulo por el pánico; lloriqueando, subí las veinticuatros gradas de la casona, herencia del legendario Sebastián Baldoceda, el abuelo Chapita, y corrí hacia la cocina donde encontré a mamá escurriendo la nata del caldo de cordero. La abrace y hundí la nariz en los pliegues de su larga falda negra y me sequé las lagrimas con las puntas de su larga y sedosa melena azabache que se desparramaba por debajo de la cintura. Al confesarle el motivo de mi congoja: “Es el fin del mundo, mamá, los marcianos llegaron ya”, se echo a reir como la Rascapoto, una hermosura de Génova que perdió el juicio por culpa de ese Silvio del Rosedal y que vagabundeaba rascándose el culo y acomodando sus andrajos bajo los balcones coloniales de la calle céntrica de Tarma, y cómo sentí el corazón lacerado sin misericordia.
Y así, con el paso del tiempo, ya en Lima, la horrible, empecé a volar a ojos cerrados por ciudades de estilo gótico, en cuyas callejuelas estrechas deslizaba a la velocidad de un cometa extraviado en la oscuridad del universo y cuántas veces, Shilico, estuviste quizás a punto de quebrarte la crisma en una esquina o tal vez desgarrarte el pecho cuando descendías a ras del empedrado que parecía fulgurar con la pátina del tiempo pero por azar del destino siempre salías airoso de esas posibles pero no menos probables aterrizadas, sí, era el terror de estrellarte la testa lo que mojaba de sudor y semen la sábanas de tocuyo y las colchas bayeta después de estremecerte como hoja al viento en el silencio de la noche. Y cuando estabas a punto ya de morir despedazado en la colisión, vociferando maldiciones, era siempre alguien –ya sea papá, mamá o mis hermanos—quienes me sacudían para retornar al dulce alivio de la vigilia, sí, retornar a la alegría de estar todavía vivo y coleando.
 Estas horribles pesadillas que me dejaba extenuado y convertido en una momia por un buen rato, me duraron hasta aquella tarde plomiza en Floral cuyas veredas polvorientas eran acariciadas por la fina e infatigable garúa limeña. Las recorríamos de abajo para arriba y viceversa, yo, Shilico, y el cegatón Humberto, deslumbrados por el corro de putas y maricones maquillados que, brazos en el regazo y caderas coquetamente meneadas, ofrecían sus servicios a los cacheritos en las puertas de los lenocinios que hacía un año más o menos habían sido clausurados por el municipio de La Victoria mediante el clavado de unos maderos dos en aspa en los umbrales de los gloriosos burdeles de México. Más o menos desde una cuadra avizoramos a la Marylin con sus enormes tetas desplegadas sobre el mostrador del quiosco de comida en la esquina del movimiento de Floral. Como de costumbre llevaba una minifalda de cuero rojo que dejaba al descubierto el arrogante esplendor de sus muslos de nácar, lo cual contrastaba con los botines negros de altísimos tacos de aguja que le erguía aun más la grupa de salvaje potranca, y al cegatón Humberto ya se le caían la babas de diablo de puro arrecho, mientras, nerviosamente, soplaba el vaho para deslucir sus anteojos. Hacía un buen tiempo que se moría de amor por la Marylin desde aquella noche de juerga cuando se amanecieron bailando al ritmo de Bienvenido Granda o arrullándose con Javier Solís en el bulín clandestino de La Mona, un rosquete de la vieja guardia, mientras Shilico, en la barra atiborrada de cervezas azules, le recitaba poemas de Neruda a la Sayonara que con ojos del lejano oriente te encandilaba, sí, me encandilaba y lo transportaba al paraíso de sueños sin opio.
--¿O sea que se tiraban bien rico a esos cabros? --
--¿Tas loco? No, no eramos Matacabros ni Cachacabros. Era puro camote, nada más. No había hembra que se les comparara. Sí, unos lomazos...
Sucedió, pues, que apareció el caficho Nicovita y sus achorados en la esquina del 400 y desde lejos los saludo sin tanta alharaca, así por lo bajo nomás, ya que el facineroso de marras era  ángel de la guarda en sus infinitas noches de juerga. Estar acollarado con Nicovita y  ser cliente de la Pomposina, su polilla, una retinta de Coyungo que alardeaba unas nalgas y unos senos sin parangón, y que oficiaba unos sublimes servicios completos en el cuarto número nueve del corralón de la Chinchana, los eximía de ser asaltados con chaveta en mano por los maleantes que trotaban de madrugada por los atajos terrosos y flanqueados por las hileras de casuchas de estera que se hacinaban en las faldas pardas del cerro El Pino. A esta sazón, no bien llegaron a la altura de la esquina del 400, Nicovita --un retaco enclenque, blanquiñoso, de cabellos ensortijados y rubios, con unos ojillos de libidinoso perro sin dueño, y alardes de sabio y poeta--estaba en la esquina puesta con las manos en los bolsillos. De pronto, se frotó los ojos, tomó impulso respirando hondo: sí,  a guisa de un gavilán puso la mira en la pollita Marylin que a una cuadra de distancia hablaba casi a gritos con el cholo del quiosco que de seguro se demoraba en servirle una porción de chanfainita con su choclito al carbón. El mismo Nicovita, que había penado en el Frontón dizque por un chaveteada pasional, puso ahora los puños en la cintura, y partió a la carrera, a todo galope, mientras sus secuaces se quedaron de una sola pieza y con la boca abierta. ¿Qué pulga le había picado al capo  Nicovita?. Faltando un par de metros para llegar al quiosco, dio un salto felino y voló ya no como gavilan sino como gallinazo espantado de un basural y, juacaté, de un solo cocacho le arrebató la peluca a Marylin. Los que deambulaban alrededor del quiosco, los secuaces, los corros en las puertas clausuradas, y Shilico, todos al unísono rompieron a reir: resulta, pues, que la Marylin era calva igualita que las monjas de La Sagrada Familia. A Shilico le dio un ataque de carcajada, sí, se destornillaba de la risa hasta quedar bañado en un mar de lágrimas. El único que se mantuvo serio, lívido, con una mueca de terror, fue Huberto. Desde esa tarde de garúa acariciando las veredas polvorientas de Floral de sus amores, nunca jamás, a Shilico, esos vuelos de Icaro tarmeño, le estropearon sus floridos sueños tejidos remotamente por Florisel.
--¿Y Marylin y la Sayonara? 
--Se tiraron las dos cogiditas de la mano al zanjón perseguidas por los esbirros de Fujimori. Ya bien cocharcas, las comadres.


Blas Puente Baldoceda
Cincinnati, 2010


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