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viernes, 15 de octubre de 2010


Narración, lenguaje e ideología en Ángel de Ocongate y otros cuentos de Edgardo Rivera Martínez


Blas Puente-Baldoceda, Ph.D
Associate Professor
Northern Kentucky University





En “Angel de Ocongate” el narrador menciona una serie de elementos del referente andino --quechua, varayoc, misti, coca, pongo, tambo, etc*--para contextualizar el delirante soliloquio del protagonista, un silencioso, solitario y errabundo ¿“loco”, danzante o deidad? que sorprende, atemoriza y despierta compasión. La angustia que lo corroe para definir su identidad genera un suspenso que se resuelve en una feliz epifanía: es un ángel desgajado del friso de la capilla de Santa Cruz. El protagonista llega a dicho lugar por sugerencia de un viejo, y el narrador procede a caracterizarlo (apariencia física, quehacer, atuendo, estado emotivo), al mismo tiempo que especula sobre la naturaleza del mismo. El momento climático de la trama se resuelve mediante un desenlace que se hilvana circularmente con el comienzo, de ese modo la estructura breve y acabada del cuento produce un efecto unitario. La indumentaria colonial --“esclavina, jubón, sombrero de plumas, tahalí, botas,” corresponde al típico vestuario de los danzantes andinos; sin embargo, el protagonista expresa que es un mero oyente y espectador de la música y danza nativas, no se identifica con ellas, lo cual revela una condición alienada. Asimismo, el carácter ambiguo e indefinido se evidencia cuando dice no ser blanco ni indio, no tener un pasado sino haber surgido de la nada, tener el rostro cetrino pero las manos blancas, aunque esta coloración podría aludir a su naturaleza angelical. Esta incertidumbre sobre la identidad del mismo incrementa la tensión dramática cuyo paroxismo no lo define porque todavía es “sombra apagada” o “ave negra” –sinestesias y metáforas que no logran capturarlo--; por consiguiente, el lector jamás sabrá su verdadero origen. El tono lírico del soliloquio bien podría atribuirse a la intensidad emotiva e intuitiva del protagonista que fluye en una sintaxis predominantemente yuxtapuesta y coordinada, de uso frecuente en el lenguaje poético: en el sintagma asindético se evita en lo posible las conjunciones para superar la trabazón lógica del lento razonar. Al contrario, en el estilo nominal del narrador se advierte una modulación rítmica que se basa en la enumeración, la repetición, y el paralelismo, así como en la elipsis verbal o zeugma.



“En la luz de esa tarde” se usa la segunda persona narrativa a modo de un desdoblamiento del narrador que se dirige hacia si mismo. En una remembranza asociativa, elegiaca y nostálgica, el narrador registra sus relaciones afectivas con sus familiares -- esposa, madre, hermana, padre y tía-- en diferentes tiempos, pero en un mismo espacio: el rincón de una galería donde convaleció y, finalmente, falleció, ya que en el final del cuento se revela que el narrador es una presencia “incorpórea, aleve”, probablemente una ánima si se toma en cuenta el acendrado animismo de la cultura andina. Esta irrealidad queda acentuada por la ubicuidad temporal que se logra mediante el imprevisible cambio de los tiempos verbales en correlación con los diferentes escenarios donde localiza a cada uno de sus familiares. No solo el paralelismo de sintagmas con adjetivaciones bimembres y trimembres sino también la repetición de sintagmas con elisión verbal contribuyen ambas a la modulación de la prosa. Por otro lado, la metáforas “Tribuna de sueños y terrores” y “globos de oro” son usadas como especie de sinopsis que cierra una descripción, y la metonimia “tranquila palidez que iba de rama en rama y se admiraba” intensifica el carácter poético de la prosa.



En “Cantar de Misael” la ambientación andina del cuento se manifiesta a través de la toponimia, la familiarización con la música típica, y el uso de la mitología popular. La narración en tercera persona focaliza internamente al personaje recurriendo al monólogo narrado en el cual la interrogación es el principal recurso del discurso indirecto libre. El protagonista del cuento es un tendero ambulante que conversa y comparte la ejecución de pasacalles y yaravíes con un forastero. Al escuchar la letra y la melodía interpretada por este último, el tendero sospecha de que es el hijo de Timoteo Calixto, ya que ninguno otro sabría esa música que el anciano tío abuelo del protagonista compuso antes de morir. Cuando le pregunta si es el legendario Misael Calixto --“arriero, mercader, bailante, salteador, músico”, que fue apresado y muerto por los Morochucos, el forastero se limita a decir: “Si, en verdad. En verdad realmente.” La descripción del forastero como ‘tan esfumado y tan sin materia” y con un “aire tan absorto, y esa parsimonia, la lejanía” le imprimen un carácter sobrenatural, hecho que se refuerza cuando el ánima de Misael Calixto alude en su canto a la soledad, la ausencia, la muerte, mientras, enjuto y sin edad, se aleja en la oscuridad de la noche, soñoliento, desvariado. Todas estas alusiones son metáforas de la presencia fantasmal de la muerte cuya verosimilitud se cristaliza en virtud de una eficiencia de las figuras retóricas.



En “Puente de la Mejorada” la frontera entre la vigilia y el sueño del protagonista se diluye en una “extraño y voluptuoso alivio” que pone fin a la angustiosa inquietud del protagonista, desencadenada por una misteriosa visión onírica: la vaga imagen de un hombre, inclinado sobre el parapeto de un puente, que mira el rio, alrededor del cual se destaca una torre de piedra cuya cúpula remata en un ángel de bronce encuadrado en un lejano horizonte de casas y árboles. Estos elementos se presentan gradualmente en correlación con la tensión dramática, el suspenso de la trama y el desenlace climático del cuento que comienza en media res: el protagonista, un vendedor de mercaderías, maneja hacia La Mejorada, donde espera encontrar nuevos clientes. Mediante retrospecciones el narrador registra los sucesivos estadios del sueño cuyo personaje niño, joven, y ahora adulto, al igual que los del protagonista del cuento. Asimismo, el narrador menciona las circunstancias que lo llevan a La Mejorada, y procede a la caracterización en cuanto al orden familiar, laboral y social, sus aspiraciones y aficiones. En cuanto a la diégesis, un primer nivel es interrumpido por un brevísimo segundo nivel para informarnos sobre la niñez del protagonista que solía ser tímido y tener sueños llenos de angustia acerca de un rio. Este nivel intradiegético sirve como antecedente al nivel primario extradiegético y funciona temáticamente en una relación de complementación. Aunque es un plano subordinado, la diégesis sobre la niñez del protagonista es un reflejo o una reduplicación de la trama principal: como niño el protagonista soñaba con un río al cual teme acercarse y como adulto sueña con un personaje que contempla un rio desde el pretil del puente. Cuando llega a La Mejorada se asombra que todos los elementos de su angustiado sueño se reduplican en la realidad ficticia del cuento, y, al contemplar las aguas del rio, experimenta un alivio con la conciliación de “lo soñado y lo vivido, la noche y el amanecer, el principio y el fin”, porque ya no será turbado por enigma onírico.



En “Cuentero” el narrador explora al máximo los temas de la mitología andina y los recursos retóricos del tradicional cuento oral de la región central para plantear una poética de la ficción. El zorro, el condenado y el diablo del cuento muestran los rasgos típicos (la astucia, el sufrimiento y la cizaña, respectivamente) que les asigna la creencia popular, aunque la afición de imaginar y contar historias por parte del último es una ingeniosa invención del autor implícito de Ángel de Ocongate y otros cuentos. En un primer nivel narrativo --extradiegético-- el maestro de escuela le cuenta el suceso al gobernador: un individuo portando un pistolón se introdujo en la casa de Tadeo Pérez donde con cuatro amigos pudientes del pueblo juega el tejo, mientras la esposa prepara un arroz con pato. No sólo los obliga a escucharle tres cuentos sino que les cobra por cada uno de ellos. Luego los encierra en el dormitorio y prende fuego a la casa; sin embargo, los reos logran escapar por un boquete del tejado, y entonces el maestro decide sentar la denuncia en la gobernación del distrito. En un segundo nivel narrativo —intradiegético-- el individuo les relata el cuento sobre zorro, el cuento sobre el condenado y en el tercer y último cuento titulado “El diablo y los borregos” les revela que es el diablo cuentero bajo apariencia humana que se ha propuesto demostrar a sus colegas diablos --quienes le auguran un futuro nada promisorio-- que sus cuentos no sólo distraen y divierten sino que sirve para sembrar cizaña y cosechar un montón de plata. Por esta razón, llega a un poblacho del Perú, se entera de “los secretos latrocinios y amoríos” de los vecinos pudientes a quienes sorprende jugando tejo... Y de eso modo se repite en el segundo nivel narrativo parte de la historia del primer nivel narrativo, la misma que termina cuando el diablo prende fuego la casa después de haber encerrado a sus víctimas en el dormitorio, puesto candado a la aldaba y prendido fuego a la casa. De hecho, la diegesis el primer nivel narrativo --la conversación entre el maestro y el gobernador-- incluye la decisión de presentar la denuncia a la gobernación del distrito después de corroborar la violenta discordia que el supuesto diablo ha ocasionado entre los amigos. Asimismo, camino a la gobernación, el maestro, ilustrado y razonable, especula si el salteador fue un mero bandolero o el mismo diablo, busca juntamente con Tadeo explicaciones en la creencia popular y los libros, y se resigna, delirando por la aprehensión, a creer en su origen misterioso. Más aun: cuando termina de relatar la historia del diablo cuentero, teme, a juzgar por las sonrisas incrédulas del gobernador --narratario del relato--, que concluya que el cuentero sea él, el maestro, y no el diablo. Aunque existe una diferencia entre los cuentos del supuesto diablo cuentero y el cuento del narrador --en los primeros los narratarios son sus víctimas; en el segundo, el narratario es el gobernador--, en ambos se evidencia el predominio del registro coloquial sobre el registro literario culto. Por otro lado, mediante el proceso autoreflexivo o metaficticio denominado “mise in abyme” --superposición y entrecruzamiento de niveles narrativos--, el autor implícito formula tácitamente su concepción de la ficción como un universo autónomo sin ningún correlato con la realidad.



Aunque el escenario del cuento es uno de los barrios marginales que circundan la ciudad, el protagonista de “Rosa de fuego” es un migrante andino que, abrumado por la nostalgia, confecciona un castillo que remata con una corona de rosa escarlata, símbolo de la luz y el calor de su terruño añorado. Es un operario explotado por los pirotécnicos de los juegos artificiales quienes le encargan hacer componentes para los juegos artificiales. Sin embargo, gracias a su habilidad artesanal experimenta infatigablemente con las substancias al extremo de conseguir una rica y novísima variedad cromática de luces. Después de adquirir toda la parafernalia para un castillo, empieza a confeccionarlo y resulta tan alto que es visible desde cualquier ángulo de la barriada, y por esa razón se ve obligado a contratar los servicios de un mozo. Cuando termina de realizar su creación artística, se viste con ropa limpia, cruza la manta de Andamarca sobre el pecho, a la manera de los danzantes de la jija, enciende el castillo y lo contempla, mientras masculla un haraui que versa sobre la belleza de su quebrada nativa. La hermosa luminosidad se proyecta por los alrededores; entonces, un trozo de carbón cae sobre el tinglado, explotan los frascos, el fuego consume las esteras, y finalmente alcanza al manto del protagonista. Este permanece inmóvil, mientras arde como una estatua de lava. Pese a su deformidad, pobreza y melancolía, es consciente de que con gran talento artístico plasmó la belleza de la rosa escarlata y no le importa inmolarse en aras del goce estético que provoca su obra de arte y que, por ello, deviene en un hecho para la posteridad. Podría asumir el lector que se trata de una sublime alegoría sobre los avatares de la creación artística.

A su retorno de Chihuay, donde una vez se amó con loca pasión a Estrella, su amante, Anastas Isakian se da con la triste sorpresa de que su bello y exótico árbol ha sido quemado por su esposa Noemí. En el monólogo de “Enigma del árbol” el narratario es el árbol y la incineración es mencionada al final después de haberse creado el necesario suspenso en el lector, al mismo tiempo que se menciona los antecedentes y circunstancias del triángulo pasional en el cual el árbol juega un rol preponderante. Aunque Estrella le revela el origen del árbol --una semilla que cayó de la bolsa del abuelo Alexis que emigró de Armenia--, Anastas consulta con sus amigos, los expertos, y las bibliotecas para averiguar el origen botánico de aquella rara hermosura, lleno de “misterio y poesía”, y que asombra a la gente. Anastas se retira de los negocios de telas para disfrutar de los placeres propios de una próspera economía. Se dedica, entonces, no sólo a la contemplación del árbol, vestido con una finísima túnica blanca de Armenia, sino que manda a refaccionar la casa, de modo que el árbol quede engalanado con un jardín interior y una fuente. Mientras él goza con el crecimiento, la floración amarilla dorada y la fragancia azucena-jazmín-azahar, su esposa piensa que es extraño, encierra un maleficio, huele mal, “suscita turbias fantasías,” despide un hálito enfermizo, “incita al pecado”: en suma, lo califica de apanjoral, es decir, araña siniestra. Anastas admite que el árbol es en cierto modo un estimulante erótico: se excita, infatigable, con los ojos provocativos y el andar sensual de Estrella, sobrina de su esposa, que se desempeña como ama de lleves. Es más: la honda y enigmática vitalidad que irradia el árbol estimula el apasionamiento de los amantes, pero al final ambos coinciden que es un paradójico sincretismo de lo bello y lo terrible: pese a su lozanía exhibe un toque de desazón y melancolía, de tristeza y amargura, de sufrimiento y de muerte. Por otro lado, Anastas descubre que su obsesión con el árbol se remonta a una imagen infantil probablemente vista en un tapiz o en un libro (acaso, un ejemplo, de intertextualidad): “Un hombre de sobrio ropaje medita en un jardín, al pie de un árbol. Un jardín cerrado por altos y dorados muros, con un jardín en su centro. Un príncipe, quizás, o un rey de Persia, en ese recinto de frescor y poesía. ¿Y ese árbol, de recogida y perfecta copa? Sí, muy semejante a ti. Semejante en el perfil, en la quietud, el halo. Evoqué, pues, esa Imagen, deseoso de fijar en mi memoria incluso los componentes secundarios. ¿No podría ser así, pensé, el jardín de mi casa?1 Enastas es el interlocutor, el oficiante, el cronista y el cantor del árbol en virtud de un insospechado don de la palabra, especialmente cuando dice” Escuchaba la apagada reverberación con que sonaba en ti el aire de la tarde.”2 Ahora bien, creemos que este cuento se incluye en la primera parte del libro porque los personajes, pese a su condición de descendientes de emigrados, participan de la cultura animista y panteísta de los Andes.



En “Amaru” Rivera Martínez retorna el estilo de condensación sintáctica e intensidad lírica en la elaboración del hermético soliloquio de una deidad andina. Paralelo a la renovación de la piel del ofidio se alude vagamente a la concepción cíclica sobre la naturaleza que se relaciona con el cambio de estaciones tan importante en el desarrollo de una sociedad agraria. Asimismo, la mención de la escritura como un registro gráfico o musical de los fenómenos naturales, la presencia de la catedral en el Cuzco, capital del imperio Inca, podría concebirse como el contraste y/o el sincretismo del pensar mítico y el pensar racional. Por otro lado, se plantea el relativismo cultural cuando la sierpe, una deidad universal, podría manifestarse como el Amaru en la cultura andina de Chavín y Pucará, del mismo modo como el caso del Pamir y el Eufrates. Si bien es cierto que en un momento dado el Amaru quiere abandonarse al ritmo, la proliferación, la certeza de la palabra, en otro quiere dejar de lado las especulación escritural --mediante preguntas, hipótesis, explicaciones-- sobre el don de la creación y la palabra, y sólo atenerse al performance del saber, que es un rasgo típico de una cultura donde predomina la transmisión oral del arte por medio de la música y la danza.



En los once cuentos de la segunda parte de Ángel de Ocongate y otros cuentos predominan el ambiente citadino y los personajes marginales que provienen del estrato popular de la sociedad peruana.

En “El organillero” aborda el tema del amoroso hechizo que ejerce la muerte sobre una suerte de organillero, personaje típico de la ciudad que adivina la suerte con la ayuda de un mono. La rutina de este “mercader de vaticinios” se interrumpe cuando una tarde de invierno avizora en la penumbra de un balcón el borroso rostro de una mujer enjuta, de ojos opacos, pómulos salientes, y con una expresión amarillenta, ojerosa y cadavérica, pero con una sonrisa sardónica o irónica. Fascinado, hipnotizado, anhelante, angustiado, el organillero espera los viernes para instalarse frente a la ventana de la mujer, “como si se tratara de una cita amorosa.” Pero una tarde el protagonista advierte, sorprendido, que el caserón de maderos corroídos y de obscuro portal ha sido derruido, entonces coloca los bártulos en el suelo y queda meditando hasta la noche frente a los escombros. Luego de guardar sus aparejos, deja sus pocos ahorros ala dueña del local para que el mono no se muera de hambre y luego desaparece de la ciudad. Al final del cuento no se menciona con exactitud el destino del hombre, pero es evidente que la muerte no sólo lo cautivó como a un amante sino que lo consumió. Aunque la desaparición del protagonista es el desenlace, no constituye, de ningún modo, el final. La trama es lineal y la tensión dramática se intensifica gradualmente gracias a una sintaxis narrativa en la se conjuga el uso del polisíndeton en las cláusulas coordinadas y la yuxtaposición de frases. Por otro lado, en esta narración heterodiegética con focalización interna prevalece el discurso narrativizado con una que otra expresión en discurso indirecto libre.



El cuento “Encuentro frente al mar” ofrece algunas de las claves de una poética sobre el cuento. El protagonista toma el tranvía que se dirige a la Punta porque quiere contemplar el mar. Mientras viaja reflexiona sobre la trama de un cuento que se propone escribir: un personaje que se encamina a la playa en invierno donde le ocurre un inusitado encuentro. Lo más valioso de su cuento no será la anécdota sino la cadencia y la atmósfera. Cuando se deleita contemplando el mar, nota en una de las bancas un chal y un cuaderno olvidados, pero vuelve a pensar en el protagonista del cuento que es guiado a la playa por la premonición de un incidente insólito. Reflexiona ahora en las escenas de la trama, el diálogo y la descripción de la voz, los silencios, los gestos y las miradas de los personajes. Acicateado por la curiosidad, toma el chal y el cuaderno y se sorprende con breves textos de escritura femenina de estilo elíptico. Es más: el protagonista se pregunta si esas frases eran versos a juzgar por su carácter y su ritmo, y, asimismo, por qué a veces la escritura se interrumpía a mitad de una palabra y continuaba en la línea siguiente, como si fuera prosa. También advierte que en algunos versos es difícil procesarlos como enunciados completos, y sólo cabe retener fragmentos, epítetos, vocablos. Luego de describir a la muchacha del susodicho encuentro y de dialogar con ella sobre la afición de contemplar el mar y dejarse llevarse por los pensamientos, el ensueño o la imaginación, se despiden dejando abierta la posibilidad de otro encuentro. La muchacha acota como en un cuento, y el protagonista responde como la historia que tengo ya imaginada y que sólo me falta poner por escrito. De regreso en el tranvía el protagonista rememora la imagen de la muchacha, sus palabras y versos, y tuvo la certeza de que se relato tenía ya un curso y desenlace definidos, ya que lo imaginado no haría sino repetir los sucesos reales que ha vivido aquella tarde. Sin embargo, una voz interior le dice que nada de eso sucedería, que todo se esfumaría, que el encuentro junto al mar jamás aconteció, que quizás todo había un sueño breve e intenso. Vemos, pues, que en el trabajo artístico con las palabras, el autor implícito plantea un complejo entramado entre la realidad, la imaginación, lo onírico y la naturaleza difusa de los géneros.



En “Descanso de la doncella” el narrador se burla del lector. Habiendo creado con maestría –la cadencia y la atmósfera necesarias-- el suspenso en una trama en la cual la anécdota es mínima, he aquí el desenlace: frente al tocador, una sexagenaria burguesa, virgen y sibarita, procede con el ritual de masturbarse. Con extraordinario detallismo la narradora del soliloquio menciona la tonalidad de cromática de sus ojos, el alisamiento de su piel en las sienes, en las mejillas, y su vacilación en cuanto al uso de una crema recomendada por su estilista, del lápiz de labio y del perfume. Al asomar la inquietud en su expresión la protagonista descarta de inmediato cualquier recuerdo, pensamiento, sueño, ansiedad u obsesión que pueda interferir con la delectación consigo misma. Luego, admira la apariencia sensitiva y hermosa de los dedos y la mano, y se esmera en el peinado de su larga cabellera. Ahora bien, el estilo del soliloquio de la dama --que usa la segunda persona dirigida hacia si misma-- exhibe el manejo de la elipsis, ya que los vocablos a veces se yuxtaponen sin apoyo verbal, mientras que el paralelismo sintagmático y la repetición generan el ritmo propio de la prosa poética. Del tocador se traslada hacia la silla donde yace la ropa fina de confección extranjera que llevó durante el día, luego se dirige con silenciosos pasos hacia la ventana y “el tul de bata irradia un halo suntuoso, casi hierático.” Desde la ventana observa las luces de los barrios residenciales de Lima, ciudad a la que detesta como la capital de la miseria, aunque ama “el gris y mortuorio esplendor de esa niebla.” Después de apagar la luz, junto ya a la cama, se deleita observando sus joyas: “Siempre te han atraído las materias lujosas y fatales. Te encantan los reflejos de púrpura, las escarlatas, los violados. Te cautivan también las texturas sedosas y las fragancias mórbidas y ricas.” La misteriosa quietud de su apartamento se ajusta a la reserva y la dignidad que la caracterizan, así como también a un tiempo interior que nace y se consume en torno a la soledad de su vida. La exacerbada egolatría de la añosa solitaria culmina en una lúcida, cínica masturbación.

“Descanso de la doncella” se asemeja a “Puente de La Mejorada” en que ambos tienen un desenlace abierto, de modo que el lector pueda suponer una alternativa plausible a la coherencia textual. En ambos cuentos existen suficientes indicios textuales que inducen a conjeturar que ambos protagonistas, agobiados por sus conflictos, se abandonan a la muerte, tema que con diversas variantes es una constante en la cuentística de Rivera Martínez.

En “La princesa hacia la noche’ el protagonista asiste a la agonía de Asunta, su esposa. Rememora los momentos gratos que compartió con ella, Construyó una cabaña en una playa cerca de los acantilados desde donde podrían solazarse contemplando el mar, adquirió un bote para subsistir de la pesca y para pasearla en la proa con un ramo de flores en su regazo, aunque esto último no se llevó a cabo debido al temor y la vacilación de ella. Además de la contemplación del mar, de la neblina y las gaviotas y la fascinación con las flores, los otros ingredientes de carácter romántico son la lectura de poesía y los sueños. Ella piensa que él debería escribir versos porque habla como un poeta: A elle gustaba mirarla entonces, y seguir el movimiento de sus manos, y decirle, quizás: ‘Tienes esa dulzura tan pensativa...” Y ella sonreía y contestaba: “Sí, ¿no te digo? Debiste ser poeta.” Y añadía: De veras, con ese aire solitario que tienes, y esa manera de decir cosas hermosas...”. Ella se enferma con un mal hereditario e incurable y logra persuadirle a su compañero no internarla en el hospital porque no cuentan con los recursos necesarios. La pobreza y la enfermedad del mundo marginal no es óbice para el amor y el placer estético que prodigan la naturaleza y la poesía, y aun la muerte no impide la felicidad de ambos, puesto que él cumple con la promesa de adornarla con flores al modo de una princesa, envolver el cuerpo con una tela azul, ponerla en la lancha, y junto a ella abandonarse también a la muerte.



“Flavio Josefa” es un monje anciano cuya rutina anual consiste en sentarse el tercer domingo de cada vez mes y leer un cuaderno titulado “Libro de los Siervos del Señor; que fueron anotados y llamados a su Gloria, en Ciudad de los Reyes.” Las inscripciones –en designaciones crípticas y con un enigmático código-- se refieren a los muertos que ha registrado con su mano sarmentosa cuyos dedos se asemejan “a los dedos abiertos de un ave de presa.” Pero ese día, pese a la “melancólica avidez” con que observa al enfermo acompañado por un jovenzuelo, al niño halando un caballito de manera, a una madre loca con su infante, no anota nada, porque ha llegado a la página final. “Sí, al blanco rectángulo con que acaba el registro.” Sin embargo, después de trazar una gruesa línea que cierra y anula la parte inferior de la página, escribe su nombre en la parte superior, se levanta del banco y con el registro bajo el brazo, decide no regresar al monasterio sino se inscribe finalmente en los indicios textuales de la muerte. Es decir, el monje-guadaña, agobiado de vaticinar la muerte, decide la suya.



Una análisis semántico del léxico del “Fierrero” nos revela la marginalidad del mundo representado: una barriada donde las chozas son construidas con maderos y calaminas, una caricaturización naturalista que pone en relieve la psicología y la condición paupérrima y deforme del protagonista y sus allegados: taciturno, esmirriado, lisiado, paralítico, modesto, pequeños servicios. Sin embargo, las personas de este submundo malhadado, maltrecho, son capaces de una original creatividad artística como resultado de un riguroso, sistemático e incesante cultivo del talento. De la deformidad social y física surge esplendorosa la forma artística.



En “Una flor en la Buena Muerte” la atmósfera de irrealidad y de deterioro se describe mediante los vocablos niebla, bruma, corroído, vetusto agónico, atribuidos a los árboles y edificios y a la condición climática del escenario. Es en este ambiente donde el protagonista --un taciturno, modesto y monótono empleado de una funeraria-- halla la quietud para su soledad. Después de laborar se queda allí hasta la medianoche. En una ocasión los peces disecados que un taxidermista exhibía cerca de la esquina, atrae su curiosidad. Tan pronto como toca la vitrina los peces disecados adquieren cierta fosforescencia que en ocasiones posteriores se va definiendo gradualmente: la luz difusa del principio adquiere mayor claridad hasta convertirse en una “acentuada tonalidad glauca.” El protagonista experimenta una angustiante zozobra. Conjetura que es víctima de una alucinación, pero, al mismo tiempo, se siente esperanzado y satisfecho de que es él y no otro el que posee unos dedos que originaban esa misteriosa luminiscencia. Incluso visita el lugar durante el día para esclarecer el enigma: los peces permanecían descoloridos, empolvados y carcomidos por el moho. Solamente al atardecer, entre los ruinosos ficus que se erguían en el blancor obscuro de la neblina, los peces se impregnaban de aurea mágica e indefinible. Entonces, hasta las sombras devenían una colorida coreografía, aunque al mismo tiempo el protagonista percibe en la atmósfera acuosa --a tal punto que llega asemejarse a un quieto y obscuro lago-- una tibieza y un olor enfermizo. El protagonista queda “embargado por una voluptuosidad, terror y asombro.” Y es en este pasaje donde se justifica el oxímoron del título del cuento: las manos blancas y espectrales, leves y delgadas, del protagonista irradiaban un hálito de muerte que en contacto con el que emanaba de los peces generaban “un poderoso efluvio de vida. Vida nutrida de muerte, más no por ello menos vida.” En la última visita a la plazuela Buena Muerte, el protagonista percibe y reflexiona: “Se desplegó esa atmósfera de voluptuosa pesadilla, y se extendió la silente coreografía de los peces. Floración alucinante de la noche y la niebla, a la vez que proyección admirable de una floresta remota. Pensamiento acaso –tangible pensamiento—de la bruma, de los sueños, de la nada” Al día siguiente lo encuentran muerto. Sostenía con la mano una flor roja de lujosa corola procedente de la lejana Amazonia. Este acontecimiento inesperado que desafía las leyes que gobiernan la realidad es fantástico en la medida en que queda delimitado por lo que Todorov llama ‘extraño puro’ (lo sobrenatural no ocurre en la realidad, sino en nuestra conciencia) y ‘lo maravilloso puro’ (lo sobrenatural invade la realidad), y su geografía sería una geografía evanescente demarcada por esos dos géneros vecinos.”1. Lo sobrenatural en el cuento de Rivera Martinez es una irrupción insólita en el mundo real que causa inquietud, vacilación o perplejidad en el lector.



En “Una habitación del hotel, quizás...” el protagonista está obsedido por una visión onírica de un cuarto con ventana, muebles necesarios, cobertura y cortinaje. En el sueño se destacan especialmente dos grabados antiguos que cuelgan en las paredes cuyos detalles aparecen con gran precisión en el sueño. Luego descubre por casualidad una llave con una delgada placa e infiere que el cuarto es de un hotel. Es un lugar donde tiene la certeza de haber vivido un momento feliz que cambio el rumbo de su vida. Sin embargo, el protagonista no puede localizar en su memoria el espacio y el tiempo de la habitación del hotel, y con el correr del tiempo el recuerdo de aquel lugar languidece hasta convertirse en una vaga imagen del pasado.

*Todos los extractos textuales en cursiva pertenecen a Edgardo Rivera Martínez, Ángel de Ocongate y otros cuentos. (Lima: Peisa, 1986)

1Jaime Alazraki, En Busca del Unicornio: Los cuentos de Julio Cortázar. (Madrid: Editorial Gredos, 1983), 21.



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