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viernes, 26 de enero de 2018










En la finca de la tía Mila

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            Con los vaqueros y la mochila ajados por una ausencia de veinte años  llegas, por fin,  hijo pródigo, a La Merced, después de atraversar San Ramón, alicaído por la nostalgia y los remordimientos,  rememorando sin tregua las vacaciones de antaño en la finca de la tía Mila. El rumor del río bajo el puente de hierro aún resuena pedregoso en los tímpanos, y el verdor sin confines exhala aún la fragancia de las flores blancas, mitigando la canícula que ahora sofoca, tortura. Ay, comarca mía, odio con piedad yo te lo pido. Cómo diablos olvidar las miríadas de picaduras de los mosquitos que supuraban aguadija, a despecho del velo bajo el sombrero de paja y los algodoncillos empapados de alcohol.
            Asombrado por estos lapsos del tiempo, te yergues sobre las puntas de los pies para palpar el ventanal del bus con asientos reclinables y televisor. Entonces, alguien te palmea tímidamente en el hombro. Es la agraciada morocha que viajó desde Lima hasta La Merced, sí, en plan de despedirse con un apretón de mano. Que disfrute, señor, su estadía. A poco rato de cruzar miradas, durante el viaje, tú le habías indicado en el ventanal el legendario Malpaso, en la otra margen lejana del río –una serpiente espumosa que tronaba en el fondo de la quebrada--, y al toque te avasalló la emoción. Aquel trecho de la carretera, labrado en roca viva y plagado de stalactitas chorreando agua cristalina por las ventanillas de la gondola que el Viejo solía bandearlo pisando el acelerador a fondo. La morochita, a tu costado, entonces, te agarró del codo con cierta ternura. ¿Se siente mal, señor?
            Sudando a chorros te detienes en la vereda.  Los agraciados pasos de la morocha se extravían en el gentío que desplaza hacia el parque de las palmeras. Al igual que la muchacha cuyo desparpajo de las caderas te cautivó en la polvorienta avenida de antaño ¿Todavía la recuerdas? Sí, cruzó la otrora esquina del chifa de paredes de estuco y techo de calamina que ahora en un edificio de tres pisos con veredas y pista asfaltada. Y más áun, aviso luminoso: La muralla china.  Un amargo suspiro frente al fragor del tráfago de buses en la playa de estacionamiento que se extiende a lo lejos con floresta verde que te verde del monte. Había una vez aqui un mercadillo con tres peldaños que descendías en pos del exquicito caldo de gallina. Justo aquí y contiguo a los peldaños estaba el paradero de las góndolas, sí, los colectivos que levantaban nubes de ocre polvo entre  La Merced y  San Ramón. ¿Cómo no recordar la foto de Shato a horcajadas en la capota con la crencha ensortijada y el infalible chupón en la boca? La Toya ilusa de que que le naciera chancletita. ¿Y al Rafa?  Que de chigolillo se trepó el asiento del chofer, puso en neutro sin saber ñizca de manejo; entonces, el choque con la góndola de adelante en este paradero. El Viejo festejo la travesura, en vez de fajarlo a correazos. Y en otra ocasión, con sólo  trece años, tomó el timón hasta San Ramón mientras el Viejo roncaba en el asiento de atrás la juerga de varias noches.
            Merodeas por un buen rato frente a los restaurantes atestados con gente de todo jaez, aunque la mayor parte son caucasoides de medio pelo mezclándose ahora con los chunchos salvajes. ¿Con esos ciudadanos de segunda clase? Conchuda, la pituquería. Con el fardo de quebrantamientos a cuestas, te sientas en uno de los bancos bajo las palmeras, junto a un par de señoras en faldellín que platican airadamente en Quechua, mientras ambas, te escudriñan de reojo como si fueras un bicho raro. ¿Y la piadosa morochita?  De pronto aparece un harapiento ostentando en el agujerón de la entrepierna un vergajo de burro. La misma sonrisa de idiota del franchute que allá por el ochociento y tantos se masturbaba, las posaderas en la vereda, mientras como turista de mochila te apresurabas hacia la torre de Eiffiel. Cuando las andinas de colorido faldellín se escupen cada  vez más gotitas de saliva verde y a punto ya de  trenzarse, te la picas al toque, agarrando rumbo hacia una vertiente que daba a una esquina de la plaza. De improviso, ya estás en plan de picaflor con la dependiente, quien, a su vez,  con picardía tiende el puente para una posible noche de goce en un club de salsa en la ciudad.  Y quizás más por paranoia que por miedo, angustia o pánico, soslayas de un solo plumazo la posibilidad de un cuerpo alegremente sensual. Y ya de vuelta en la calle, guardas en el bolsillo trasero el papelito que te alcanzó esta otra muchacha en flor.
            Esperas ahora por un plato de cupte en un restaurante y no pasas desapercibido al salir porque te falta moneda nacional y completas la cuenta con dólares. Sorteas peatones en la vereda y capturas la atención de una mototaxi: ¿La entrada la Hacienda de San Carlos?. Al toque le doy la  jaladita pallá, jefe.  La colina por donde sube la carretera en zigzag hacia la chacra de la tía Mila ha desaparecido: del antiguo naranjal San Carlos, no queda ni una naranja. Es una barriada en una planice como la ingratitud sin límites. La hacienda, jefecito, hace un chuchonal de tiempo que no existe. Se lo llevaron los haycos, los derrumbes, los diluvios del carajo. Le pides al mototoxista que se olvide del asunto, que te de aventón  a la Ford. ¿Qué? Se embala con un fierro, jefe. No le das el lujo de los detalles, te limitas a darle el papelito con el nombre y la dirección de la muchacha del bazar.  En el fondo de un taller de mecánica, al costado de la concesionaria Ford, enmarcada por unos tablones, una mujer esmirriada, meneando las greñas,  no, señor, esa fulana no vive aquí.
En diagonal cruzas hacia el edificio todavía de color gris pero sin las nubes de polvo y cuando llegas a esquina, el mismo mototaxista aparece esta vez con otra muchacha en flor que no cesa de retocarse el cabello. Y aquí me tiene otra vez a su servicio, jefecito, pero esta vez puede compartir los gastos con la damisela. De vuelta al barrio, ¿a la Plaza de las Palmeras, no? Tarifa de dos por uno. En la tibia brisa de la cuesta bien empinada, la joven, a diestra y siniestra, se espolvorea con la motilla las mejillas y, coqueta, se coloretea los labios. ¿Un plancito? No, aguanta el carro. Era mucha la coincidencia.  ¿Tramaban algo? Se trunca tú delirio tremens cuando la mototaxi se detiene en una de las esquinas de la plaza de las palmeras. Un hombre con un holgado terno de lino blanco, ocultando las canas en un sombrero de Catacaos, te sonrie luciendo sendos incisivos de  oro. Me tinca que anda perdido, coleguita. Ah, doña Mila. Hace siglos que no baja a La Merced, la pobre. Usted sabe, la vejez. La hija del italiano, finado ya, solía  traerla  después que don Anchico, falleció  hace años. Ah, la hija, sí, sí,  vive cerquita nomás. Miré allí, en esa casa de alquiler. 
Luego de tocar la puerta un buen rato, no responde nadie. Una señora con un niño en brazo, en trajín por el corredor, te informa que todo el mundo estaba en el río en una kermesse que organizó la colonia de los alemanes. Pero el hijo de la señora Norma tiene una tiendita en la nueva urbanización. Detrás del mostrador, cabizbajo, el tipo tartamudea; hace años que no pisan el fundo del abuelo Pancho, desde que murió cantando Garibaldi se fue a la guerra pumpurumpum. Loquísimo, el abuelo. ¿La chacra de doña Mila? Suba hasta la cruz del cerro y allí agarra el camino de herradura. Que el mototaxista lo lleve de vuelta al mercado. En una esquina hay un quiosco de jugueras bien ricotonas y delante chambea en su silla de ruedas, Rolando, hijo adoptivo de la Doña. Alli el tullido se gana del frejoles vendiendo en el suelo sus candeleros hechos con tarros de leche Gloria.  Las jugueras te aseguran que lo ven empujar la silla de ruedas por una calle paralela al mercadillo y, luego, dobla a la derecha y sigue hasta la mitad de la callecita que muere en la quebrada por donde se sube a la cruz del cerro. Alli, en una quinta de rejas,casi a mitad de la calle, se guarda el lisiadito al atardecer. 
Si, aquí vive, Rolando, le respondió un joven en pantalón corto y calzando zapatillas de calidad. ¿Quién es usted? ¿Por qué lo busca?. No, imposible. De ser cierto su nombre, usted murió cuando yo nací. Una voz desde el interior ordenó que se dejara de majaderías, ¿acaso no sabías del tío en el extranjero?. Aja, ahora lo agayto. No, no yo no puedo guiarle, señor. Pucha, ¿hasta el río Toro?. Estoy hasta el cien de tiempo en el pedagógico. Y cuando esta a punto de cerrarle la puerta, sale una joven en shorts pero con sandalias, achinada,  con un cerquillo que casi le toca las cejas. Le alza la voz a su compañero: que se pusiera las botas y el overol, malcriado. Había que llevar al pariente al río Toro de inmediato antes que doña Nelly regrese a la chacra después del lavado. Por la quebradita llegamos hasta la Cruz en la cúspide del cerro y de allí a una legua más o menos alcanzamos el río.
            No, ya  no es como antes. ¿Dónde está el caudal que se coronaba de espuma durante los torrenciales? Los pedregones entrechocaban en el lecho y las montañas trepidaban en sus cimientos. Y Rafacho, nos jodimos caracho. Se nos vino el fin del mundo. Alli quedan como vestigio las anormes rocas de color plomo pero que ya no relucen con sus lagartijas que se tostaban bajo los destellos  filtrándose por los intersticios de una arboleda tupida en las orillas. Y ahora no queda sino una rala floresta bajo un sol  sin los fuegos fatuos de antaño. Alrededor los charcos entre el roquedal los arroyuelos que fluyen mansamente. Mientras saltas de roca en roca, deshilvanas la remembranza de los polluelos detrás de la mama gallina que los guiaban por la senda en  busca de gusanillos aleteando cada vez que la brisa trepaba por la ladera empinada de la montaña. Tus cicerones marchan adelante discutiendo sobre el cultivo de buenos modelos de la reciente generación. De pronto, a cierta distancia, emerge un grupo de persona en uno de las tantas encrucijadas de la cañada. La vocinglerían por la probable sorpresa, o quizás por la bienvenida, aunque tal vez por el rechazo, se acalla cuando con voz de walkiria la joven del cerquillo asegura que no se trata del forajido Machaway, no, señora, es el sobrino de la abuela, el señor que vive en el extranjero. La mujer canosa, desdentada, vestida con un ajado y desteñido faldellín, se tapa la boca con ambas palmas y menea la cabeza. No, no quería que te acercaras.  Masculla tu apodo de cuando eras niño, y las lagrimas le inundan las mejillas. Sin dejar de cubrirse la boca, ella dictamina con un gesto hierático que dos de sus nietos te acompañen hasta los cobertizos de humiro allá en la cumbre donde, asegura en Quechua, que la tía Mila ya desde ayer  adivinó la llegada de un forastero de tierra lejana. ¡Ah, caracho, la bruja de los malos augurios?, mascullas entre sí.  Los niños suben la cuesta fangosa y sólo en ciertos tramos se perfila la espesura verde que te verde de antaño. El niño de adelante incrusta el palo en el suelo para mantener el equilibrio, mientras el de atrás te da instrucciones para no resbalar al fondo del barranco. ¿Por qué no se puso los rompebuques? ¿Zapatos de calle para sabir a la chacra de la abuela?, interpela el niño de adelante. Un resbalón, y se saca la chochoca, señor. Deja de meterle miedo al tío abuelo, caracho. No vaya por el cantito, no mire el fondo que se va marear. Estamos por cruzar el peligro, un para de trancos más, y ya está.  Y para camuflar el terror te concentras en la gallina de los huevos de oro con su hilera de pollitos amarillos y el azabache que cojeaba de una patita, quedándose atrás.  Cuando la mamá gallina se dio cuenta de que la seguías agazápondote en los matorrales, dio media vuelta y regresó no por esta fangosa bajada sino que se internó en la espesura de la monte que realeaba alrededor de los cobertizos de humiro, o el solar de Doña Mila, como lo llamaba con sarcasmo el italiano Pancho Pazuñe. Y de pronto en tu memoria de la tía Mila cortando de un tajo tu solaz con la gallina de los huevos oro y su secuela de pollitos cacareando ella por la canaleta alrededor del patio y sus polluelos picoteando en los pocitos de la lluvia. No, carajo, aquí todo el mundo me trabaja, intendinquichu manachu. Aquí nadie viene a rascárseme las pelotas pensando en las musarañas. Y tu chamba era la de meterle el dedo en el culo de las ponedoras antes de asentarlas en sus respectias hileras dentro del gallinero, y por más que te lavabas el índice con greda y lejía, la pestilencia perduraba en el interior de las uñas y no te quedó más remedio, hijo pródigo, que comer con la mano izquierda. No, no querías arruinar el sabor fresco y fraganciosa de tu tajada de pan francés que la abuela Esther, la fornicadora de Rafacho, almacenaba en canastas cubiertas de un mantel inmaculado de la sagrada familia.
             De improvisó, aparece bajando por la cuesta fangosa un hombre trigueño de mediana estatura. Lleva botas de montar, un pantalón de casimir, y una chompa azul marino. Los niños, ambos, al únisono, lo saludan, antes de que el susodicho te estrecha la mano torpemente. Es el marido de la Nelly y se identifica como procedente de Jauja, y sin más rodeos te cuenta la historia de Rolando. ¿El muchachón de la silla de ruedas?  Había tres versiones pero ninguna de ellas goza de mayor credito. Creame, amigo, un misterio.  Corría el mozalbete de carajo cuesta abajo velozmente cuando perdió el equilibrio al asomarse al borde y de lleno fue a dar al fondo del barranco donde le esparaba un tronco que le rajó la columna vertebral. No, imposible, disentía los chacareros de la vecindad. Lo que pasó es que lo agarró Sendero Luminoso --especulaban otros--, en pleno fiestón y lo torturaron por borracho, putañero y fumón, no  picos, ni hoces, ni lampas, sino lo apalearon con ramas gruesas de chonta hasta  destrozarle la espalda desde el cuello hasta el huesito de la alegría. Pero otras lenguas viperinas afirman y confirman que fue la misma Doña Mila que lo sacó a palos de la fiesta donde había bebido como un condenado, templado de la hija del nuevo dueño de la Pampa, y lo arreó a palazos hasta su camastro, y allí, agarrando con todas sus fuerzas la chonta más dura, le descuartizó la columna vertebral al pobre que  estaba de cúbito ventral. Sí, enceguecida por la ira, esa lacra que corroe a la familia Montes. ¿Lacra?  Entonces, se desencadena la remembranza: estabas tú, hijo pródigo, al pie la escalerilla, mientras el Viejo acomadaba la carga de los pasajeros dentro de la toldera ajustando las soguillas, cuando pasó un cholón alto y fornido, saludando. “Y qué haces, Loco”  “¿Loco?, indio de mierda. Sólo mis amigos tienen el derecho de llamarme así”, le respondió el Viejo bajando por la canastilla donde se trepaba a la intemperie el chulillo de turno durante los viajes. En un par de segundos,  luego de cruzar la calle, lo dejó tendido en el suelo de un solo cabezado y de yapa una chalaca en la panza. Cegado por la ira, con una lluvia de puntapiés, el Viejo arreó al hombre ensangretado hasta que cayó en las aguas precarias del río Tarma. Justo allí lo contuvieron  al Viejo dos hombres de la rencauchadora, sus amigos, Loco, loquito, cálmate, no te desgracies por el amor de Dios. El Viejo volvió en sí y se puso a llorar. ¿La lacra? Y mientras escuchas otras posibles variantes de la historia de Rolando, evocas, asimismo, al gallo carioco con las patas anudadas sobre el tronco. Después colocar el cuello escamoso al borde, te alcanzaron el machete de cobre puro, pero no pudiste degollarlo de un solo golpe, como solían hacerlo los  machazos de pelo en pecho, el tío Anchico, y su acólito, el Rafacho. Gritaste desaforado porque el gallo rompió la soguilla que le ataba las patas y voló a ras de suelo por el patio dondé solían comer a la cinco de la tarde las cien gallinas y los veinticinco gallos de mil colores, y los abuela Estele los invocaba a las cinco de la tarde, ¡pip, pip, pip!  Dio vueltas el pobre animal con la cabeza sostenida por un hilo rojo hasta que quedó tieso en un charquito de sangre. Y mientras los degolladores festejaban a carcajadas el viacrucis, tú te desgarrabas de llanto, hijo pródigo. Otra vez, ¿la lacra? Del declive del inmenso patio no queda sino una oscura espesura silvestre que se funde con las tinieblas del monte.  El gallinero y el horno y la cocina ya no existen. Subes por los escalerilla de concreto al patio de los recintos con techumbre de humiro con la taza de avena con cocoa que uno de los niños trajo desde el rancho de una sola pieza donde antiguamente habitaba la peonada con sus familias. Desde el pasadizo paralelo al primer recinto qu, servía como dormitorio y depósito para apilar los costales de café, los sacos de maíz y las cajas de frutas que en los buenos tiempos se alistaba  para la venta en La Merced, los días de feria, sí, desde allí,  bajo del reflejo de la luna, se perfila entre las sombras una silueta encorvada,  asediada por el tenebroso concierto de las cigarras, los grillos y los búhos. Luego de un siniestro carraspeo profirió la premonición de que una nube de mariposas rojinegras de malos augurios le anunciaron pomposamente el retorno del hijo pródigo, igualito como aquella lejana noche cuando el furioso relincho de las mulas le anunció la muerte de su Chino, o su loco Félix, que un vez llegó de improviso  a los cobertizos de humiro acelerando la góndola sin atollarse en los charcos de lluvia,  se esfumó en un dos por tres dejando en pindiga al Rafo que lo acompañó en ese viaje sin pasajeros desde Tarma. Sí, se hizo humo en un tris en el seno del monte pero, al poco rato, se desgarraron unos alaridos que espantó a las bandadas de pericos y guacamayos. Dizque al toque Rafo salíó disparado sin importarle las improperios de la tía Mila, y cuando lleguó a un claro de floresta, estaba el Chino de la tía Mila sentado en la hierba con la cabeza hundida en el regazo y las manos  arrancándose los cabellos. Al notar la presencia de Rafo, se puso de píe para apedrearlo. Pucha, me falto culo para correr. ¿Una nube de mariposas rojas?, te interrogas, hijo pródigo, retornando de los ensueños de la memoria, mientras el hombre trigueño continúa de rato en rato con la perorata para recuperar la Pampa de unos indios ignorantes y usureros, unos mil dólares por lo menos, para instalar un criadero de abejas. Mire, con sólo tres panales, me basta para cubrir los gastos de casa, ¿se imagina, coleguita, una granja de miel de abeja? La tía Mila volvió a echarse en la hamaca y con un gestó frenético a sus años te ordena sentarte en el banquito de al lado, y luego revuelve en cesto a su costado unas papitas ocas ollucos marchitados. Ay, mi Negrito, que te llevarás, pues, a tu regreso. Y en segundos viste bajo un reflejo de la luna, la ajada foto del abuelo, el colorado alto y fortachón, de bigotes hitlerianos, con polainas y fuete en la mano, el que solía arrear a la indiada del sur y en camión traerlos como ganado para la cosecha de café, y qué te llevarás a tu vuelta, ay mi Batuto, viniendo de tan lejos., Es lo único que me queda. Estoy en la miseria, mi Chino Félix. Señora, dese cuenta, es el hijo, no el padre, sí, pues, solamente con una inversión de mil dólares se recupera la pampa y quién sabe Señor, como viento en popa la familia florece otra vez, y se logra la prosperidad de los viejos tiempos. Estarás ya cansado, ay, mi Batutito, lo dormirás, pues, en la cama de tu padrino Anchico. Bueno, pariente, en caso de que regrese a Perú, podría entrarle al jugoso negocio de la miel, No se sienta obligado, es una sugerencia, nada más. No se incomode, que descanse bien,  mañana será otro día. Buenas noches. Cuando estás a punto de cerrar los ojos para sumergirte en tenebroso concierto de las cigarras, los grillos, y búhos reparaste en el sombrero verde de paño color verde nilo que el tío Anchico no se lo sacaba ni para limpiarse el culo con hojas de pituca.  Te sientas en al cama para descolgarlo del madero. Estaba corroído porla polilla y cubierto por un polvo de siglos, pero así y todo, lo estrujaste contra tu pecho. Y de pronto, despiertas y de un solo tajo de machete te han abierto el vientre. Oh, Santo Cielo, sentado al filo del catre, con ambas palmas convulsas de la mano, sostenienes tus tripas ensangrentas y si el hervidero de gruesos gusanos se desliza al suelo por las junturas de los dedos, te habrías vuelto ya un cadáver. Gritas a todo pulmón para que la condenada de la bruja se despierte en su cama de ultratumba. No, no querías que tus entrañas contrajeran una infección fatal, si tocaban el suelo. Finalmente, la tía Mila se levantó de las sábanas salpicadas de sangre y carraspeó como una poseída por el demonio que tu habías venido desde tan lejos, pero de tan lejos, luego de una ausencia de veinte años, para dejar tus huesos entre las hojas de pituca.







lunes, 22 de enero de 2018




EN LA FINCA DE LA TIA MILA


6b
Al retornar de los matorrales alrededor de la toma de agua, Shato se dio de bruces con un curco que a duras penas subía por la pendiente. Vistiendo terno de cordelllate negro y sombrero de copa, el giboso se paró de golpe y, acto seguido, se hizo la señal de la cruz al revés dizque para exorcisar la aparición de un duende, santo cielo!. Por su parte, Shato quedó paralizado, los nervios en punta, pronto a gritar, pero pero no, no había que muñequearse, más bien balbuceó entre sí: ¡Chasumá, un pishtaco?. Tantas veces el tío Pedro le advirtió  que estos matagente deambulaban por las quebradas en busca de opas en plan de despellejarlos y  extraerles toda la grasa que lo exportaban a buen precio para lubricar la maquinaria de los gringos. Cuando el curco se puso rezar en latín y la giba hinchándosele cada vez que desgrababa el rosario de oraciones, a Shato le asaltó la duda. ¿Pishtacos en la selva?  O tal vez sería el mismísimo diablo disfrazado de sacristán para hacerlo caer en la tentación. No, el no atracaría ¿Brincar al precipicio como el Tayta Cristo?  Ni cagando. El no era un opa de la sierra. Arrugando el entrecejo, aprentando los labios, aunque musitando entre dientes, un canto de la sirena, trotó de largo y, al toque, agarró embale por la cuesta abajo, zizagueando por la carretera que culebreaba por la ladera de la colina. ¿Duende, yo? Ni cagando.  Pronto llegaría la otra ladera donde descansaba el bosque de los pacaes.
Al vislumbrar a lo lejos el túnel de floresta, a Shato le brincó el corazón porque no tardaría mucho en aparecer la colina de la hacienda San Carlos. Rafo le chamuyó que en ese lugar solían asomarse en cámara lenta piaras de sachavacas, hordas de venados, pero no se aguayta ni míechica, caracho.. Estos animales de Dios –palabreaba el Jim bamba de la selva—se espantan a veces cuando uno sigue por la sombra de los ramales las dos huellas arcillosa del camino después de vigilar por leguas la hilera de grama en el centro y sus odiosos mantis, esos insectos a guisa  de hojas, acechando siempre a uno para sacarte ronchas en la raja del culo,  pero a  mí, el Rafo, el de la  pura leche, nones.  Ayayero y trafa, el Rafo, y conchudo por añadidura, musitó Shato, casi orinándose en los pantalones, pero aún así en penosa condición,, daba trancos  con ahínco cubriéndose las orejas debido a la batahola que concertaban la  parvas de murciélagos, búhos y payares, malagüeros, comuflados en las copas de los árboles, espiándolo, sí, para cogotearlo el menor descuido., los hideputas. Ya en la nueva bajadita,  casi giró en sus talones y de vuelta, pues,  a dormir bajo la techumbre de humiro. El plan de ir a pie a la Merced por una raspadilla para Machaway, el perseguidor de mariposas blancas, se le resbalaba de la palma como una pompa de sudor.   No obstante, al reparar en el Ratón,  sentado el conchudo con las orejas en punta, lo saco de quicio: pichi de mierda, ven al toque, carajo, que ahorita mismo  te arreo a pedrada limpia. Jadeante, la lengua seca, sudoroso arreó a Ratón con un palo reseco y logró, sin darse cuenta, llegar al puente de troncos donde se arrodillo para beber sin importarle el murmullo de las ánimas que dormían para siempre en el lecho del puquio de los bagres y sin importarle tampoco si las viudas podrían desprenderse desde arriba en espiral hacia abajo para saciar la sed, sí,  esas sierpes rojinegras enroscada en la espesura de los arbusto; de modo que embaló antes de que se despierten esos demonios del infierno, y bisbiseando las lancetas anuncien  la muerte. Sí, una muerte anunciada. Y ahí sí, papas con ají, el acabose, y nadie quedaría para contarla. Ni siquiera su sombra.
Una vez atravesada la curva del diablo, trotó echando el cuerpo hacia atrás, mientras, Ratón, a su costado, ladrando de algarabía después de estar gimoteando por un buen rato. Ambos casi sin aliento lograron alcanzar la nueva curva, pero reanimados y, al cabo de un buen rato de descanso, llegaron a la cúspide de la arboleda de la última montaña. Allí,  casi cegado por el resol, entrevió la falda las dos huellas de polvo amarillo que en zigzag descendía hasta bordear la hacienda San Carlos.  Se frotó los ojos para asegurarse que no alucinaba. Desde alli hasta La Merced habría por lo menos media legua a lo más y, cataplum, lo logramos Ratuchín, mi pichingín. A medio camino de la bajada, Shato se dio el lujo de devanarse los sesos por un buen rato para figurarse cómo diablos  los vejestorios, Mila y Anchi, pudieron sobrevivir la volcadura en ese paraje.  Desde la cima de la colina hasta el alambrado que desanimaba a los ladronzuelos que merodeaban por los alrededores de la hacienda, rodaron. Dicen que el Jeep dio varias vueltas de campana mientras el viejo Anchi cayó de poto en el lecho reseco de un desaguadero de lluvía, mientras la Chunca Mila quedó patas arriba con la cabeza atrapada en arbusto de lianas, dejando al descubierto sus calzones con bombachas para solaz de los operarios que lampeaban un derrumbe por las cercanías. Y ahora -por fin y a golpe de tiro-- relucía la hacienda San Carlos, gracias a Dios todopoderoso. Aleluyas, al Creador, Ratón. 
Desde la cumbre esplendía con nitidez el naranjal interminable de hileras verde amarillo. A lo lejos, por encima del centelleó, se podía auscultar las nubes de polvo en la ancha carretera con los camiones y sus tubos de escape torpedeando con destino a Satipo por cargas de troncos para los aserraderos, quintales de café, sacos de maiz y cajones de frutas. En la lejanía se vislumbraba las crestas del caudaloso río en cuyos flancos de arenal se erguían imponentes, y bien lejos las rocas, unos mastodontes casi imposible de treparlas, y detrás, aún más lejos, se auscultaban las cadenas de colinas cubiertas de una densa arboleda verde que te verde.
Por fin, Shato y Ratón llegaron a la entrada de la camino de dos huellas que llevaba a los varios fundos de los chacareros. Ambos se sentaron por un buen rato antes de emprender el declive de la calle sin pavimento que conducía a la plaza de las palmeras. Caminó ocultándose entre los chacareros que se aglomeraban en las veredas. En una de las calles aledañas a la plaza había un kioscos de refrescos donde  Shato, antes de regresar, debía comprarle un chupete a Machaway que a estas horas estaría buscándolo como loco detrás de las mariposas que se le evadían justo cuando estaba a punto de atraparlas, entonces, la monotonía de sus clamores de ay, pichuchanca malagüera, no me las escandas a estas chuchumecas del diablo.
 En camino hacia la esquina del chifa donde su padre solía llevarlos cada vez de los expresos directos para los piuranos de Catacaos que vendían sombreros de paja fina en el mercado de los caldos de gallina, se percató de qué un par cuadras hacia abajo quedaban los baños públicos de La Merced. A la altura del mercado, se cercioró si el fantasma de la  góndola azúl de papá no estuviera cuadrada en el paradero, espiándolo. Y debido al reverbero del mediodía podía verse sentado horcajadas sobre la capota, a los tres años con su eterno chupón y su rulos que le cubrían las mejillas. Bien macho, caracho, nada que ver con chancletita soñada por la loca del caserón, la Toya, y su incesante cantaleta sobre las aventuras del Quijote y Sancho Panza y del Conde de Montecristo, Genoveva de Bramante, y una tal Bovary. Y renació el miedo de antes a los cagaderos cada vez que se acuclillaba sobre los agujeros de las aguas encrespadas del río y los moscardones verdiazules que se enardecían en el vaho hediondo y si los zancudos, camuflados de abejas, se infiltraban, el acabose, porque te dejaban los carpachos henchidos con una picazón los carpachos, madre mía, uno agarrabas  terciana  de fiebre y tembladera. Cuando llamó a Ratón desde la cima de los escalones del cagadero, se le escarpeló el cuerpo. ¿Dónde diablos se había metido el perro chasumá? Subió la pendiente de la avenida por la vereda ocultándose entre el gentío del día de feria, e invocaándolo en voz melíflua, un susurro seductor, ay Ratuchito, mi querido pichichongo, dónde mierda te has metido. ¿Y qué cuenta le rendiría  la tía Mila de Hitler cuando no lo viera al perro saltándo, corriendo y ladrando como loco cuando ella retornaba a su fundo? Según ella, fundo o finca, no lo confundan con chacra de chulillo pobretón. Por un pelito de ángel, el Shato, abatido, casi se sienta en un banco del parque y se echa a llorar como la María Magdalena y de ese modo, pues, conmover algún chacarero para que le diera una jaladita porque, señorcito, le juro por mi santa madre, la Toya, que me dejaron botado sin darse cuenta, mis tíos Mila y Anchi, que por primera vez lo trajeron al día de feria, si, en su Jeep chilandito, era su turno, ya que los otros se quedaron en el monte, el Rafo con su chifladura de ser Tarzán o ser Jim de la Selva, y el Jisho sollozando todo el santo día por estar sufriendo el purgatorio en vida, y el concho Machaway, arrastrando la cojera detrás de las mariposas blancas. Pero no, carajo, eso sí que no, el no se rebajaría con este cuento a la recua de chacareros hijos de su puta madre. El era Shato, o sea  el  el de los cojones bien puestos, según el querido loco Félix.
Por consiguiente, resignado a la desventura, Shato compró un chupete de hielo de mil colores para el cojinova Machaway, pero se derritió no bien hubo caminado dos cuadras de la avenida que bajaba hasta la entrada de la carretera de dos huellas arcillosas, la misma que bordeaba un buen trecho del naranjal San Carlos. De modo que regresó sobre sus pasos y en el mostrodor puso con meticulosidad los últimos centavos de la propina que le dejó su loco Félix cuando en uno de los tantos destierros cuando coincidieron los cuatro todos juntos durante  los meses de vacacione en elpredio de alcurnia de la tía Mila, quien desaforaba cuando se hacía averia y media en la en la odiosa o amorosa montaña verde que te verde. La vendedora tuvo que agacharse para darle todo lo que podía comprar: un cucuroso con raspadilla. Pero qué diablos, se cagaba en el tapa del loro, que Machwway y su retahíla de mariposas lamieran  helados de su alucinación porque el que ahora sostenía con la punta de los dedos, ya se derritió casi un cien por ciento, y Shato, nada cojudo, se apresuró para coger unas hojas de pituca para limpiarse las manos y la boca antes que la turba de avispas y zancudos y mosquitos lo desmenuzaran a punta de picaduras. Después de todo, que diablos importa ya:  puesto que el  Machaway habría correteado su cojera todo el día detrás de las mariposas inmensas y del tamaño de las hojas de pituca con que uno en esos lares  se limpiaba el reverendo trasero, cuando brillaba por su ausencia un trozo de papel periódico o una piedra gris, bien pulida, para no lastimarse la raja del culo.


jueves, 18 de enero de 2018



En la finca de la tia Mila



¡Miéchica! , ¿Y La Merced, Ratón?  Acalambrados los tobillos y bajo sombra de un naranjo, Shato calma la sed y el hambre, apenado por el Ratón que jadea baboseando.  A lo lejos replandece la curva de las guadañas que vigilan el precipicio donde suelen volcarse los Jeeps de los chacareros.  Alli comienza una bajadita en zigzag. La primera vez que piso la chacra de la tía Mila fue como una una película a colores y en cinemascope. Se sucedían una después de otra las lomas, bien empinadas. Curioseando de reojo la nariz aguileña, dizque de un blancón de pelo en pecho, el tío Anchi, husmeando las dos huellas de arcilla por si acaso se le cruzara un gato montés, una zamaño, un sajino o un cupte.  Al llegar un tramo de boscaje con florecillas blancas, fraganciosas,  una mariposa se posó gracilmente en el marco del parabrisas. Mira, Milita. ¡Qué preciosura! Te costó esfuerzo mirar de reojo el ojo sin vida de la furibunda tía Mila porque al toque fulguró de ira. Ya me tienes harta con tus floripondios, carajo. Un día de estos nos estrellamos la ñata en el barranco y adiós mundo cruel. Y sin tanto melindre ni  aspaviento , Shato procede a fabricarse un emplasto con hojas de pítuca y se los coloca sobre la sienes empapadas de sudor. Luego, desgaja una rama reseca en caso de que una culebra de  Caín lo adormeciera, sibilina, con el siseo mortífero de su lanceta. Qué suerte. Los perrazos del Pancho Pazuñe no ladran; entonces, trotaría sin miedo la penumbra de tupida arboleda sobre el trecho donde la góndola solía atollarse cada vez que a papá, el loco Félix se le ocurriera visitar a su hermana mayor. Ella lo crio desde los tres años cuando quedó huérfano de padre y madre.  Casi siempre después de jugar una partida de cachito  con la farra de compinches en San Ramón y, medio zampado, enfilaba velozmente al bar de su querida Juana Vásquez, en la Merced, para seguir la parranda con el juego a los sapos y apostaba bien alharaquiento mínimo una caja de cerveza. Tú mamá putativa es la Juana Vásquez, Jisho, lo batiamos a todo dar y el alfeñique lloraba a gritos. Sí, pues, la góndola encallaba como cachalote en los charcos que dejaban los infatigables aguaceros noche tras noche. Entonces, un patadón en el trasero del chulillo Aurilio y se disparaba al toque en busca del tío Anchico. Con tu Jeepcito lu vas remolcar al gúndula, taytita, le lloriqueaba al padrino de Jisho.  Sacos de yute, troncos, piedras, todo, todo, dibajo dil llanta, pero mana manachu, nada de salirsi del huico, mirdacaraju, gúndula. No bien descendió una pendiente con el cuerpo que le vencía como si cargara un costalillo de papas, Shato se dio de bruces con el Popeye Pancho Pazuñe. Estaba de pie el Garibaldi de Milán, bajo el cobertizo donde guarecía el famoso par de Jeeps, justo al costado del arco de humiro de donde colgaba un retrato amarillento de Mussolini. El otro portal del fundo estaba en la banda opuesta, cerca de los galpones de la servidumbre, donde en yunta con el tío Anchico, dizque hacían ambos fechoría y media con las sirvientas según la pregonera nazi de la montaña, la tía Mila. Alli estaba, pues, el llaptu de mafia siciliana, rumiando yerba del Vaticano, la pipa colgada de las jetas arrugadas, sin dientes.  ¿Y dónde crees que estás mocoso del diablo? ¿En la Plaza de Armas de Tarma? Que se entere nomás doña Mila. Te va ajustar las cuentas a correazo limpio, caracho, por mataperrear en el monte. Las culebras te van a tragar con ropa y todo. Shato --mascullando entre dientes gringo concha de tu madre--, de nuevo remontaba otra loma tupida de maleza que escondía esos árboles de cuya corteza goteaba un liquido lechoso, veneno que en un tris te mandaba a la otra. Llegó casi sin respiración a la cumbre donde se extendía la pampa de los tapados. Cuentan que allí el Pacho Pazuñe halló un baúl repleto de libras esterlinas, o barras de oro.  De la noche a la mañana se apareció por aquellos lares de la montaña con un par de Jeeps. De arriba para abajo los manejaba con sobradera para controlar el trabajo de los maktas de Apurimacmanta que como los chutos de Ayachuchomanta de la tía Mila, cosechaban café sudando la gota gorda, chacchando coca, los carrilos hinchados por el sarro, babeando un hilillo verde por la comisura de los labios amoratados. De rato en rato en rato se limpiaban con el dorso de la mano, cada vez que retenían con los labios la cal embadurnada en un palito que extraían de unos poronguidos. Pero otros chacchaban sin cal, sólo con toqra,  un amasijo de ceniza con caca de gato, según aseveraba la sabiduría del Rafacho. Miéchica, ahorita mismo me caerían bien unas hojitas. Para que lo sepa todo el mundo –se vanagloriaba la tía Mila--  tu abuelo arreaba a latigazos a estos indios del sur, los metía como carnero en un camión, y los traía aquí para la cosecha de café. Asi pudo levantarse un poco, después de haber perdido la mina de cal y tenido que devolver el carrazo de lujo que lo compró en Lima cuando estaba en todo su apogeo. Si, pues, hojitas de coca, runasimita, para descansar un buen rato sentado en un curpa, asegurándome, eso sí, de que no fuera nido hormigas rojas. Las más bravas de la zona. Te dejaban el culo y las pelotas llenos de ronchas, la piel al rojo vivo, con una fiebre que hacia delirar a uno las maldades más recónditas. Shato detuvo otra vez para contemplar por un ratito nomás las reverberaciones entre la hierba espigada que se rizaba con la brisa refrescante de la floresta de flores blancas, pero mala suerte: no detectó ni mierda, ningún efluvio multicolor que revelara un tapado. Estaba empapado de sudor, seca la garganta, con un leve mareo; entonces, de un solo impulso se internó en la espesura de una trocha en busca de una canaleta que procedía de alguna toma de agua. Había que agacharse por un pedregal que enfilaba hacia un puente hecho de troncos sobre un arroyo camuflado de matarroles. Por fin pudo avizorar una canaleta sostenída por caballetes cruzados cada cierto intervalo hasta llegar al pozo de concreto que rezumaba la catarata en miniatura que brotaba de las entrañas de una quebrada.. Tenía que buscar una parte del terreno donde la canaleta, hecha con gruesas cortezas de árbol, estuviera a ras de suelo para poder arrodillarse y beber sin quebrarla. Y mientras bebía, otra vez Andres con la misma cojudez de las remembranzas para matar el tiempo:  esta vez era el Rafacho en yunta con Alejandro, el hermanastro de Lima, acompañaban ambos a la Estela para limpiar el musgo en las paredes de cemento de la toma de agua que fue construída por el tio Anchico a punto de comba en la roca y con cemento de primera calidad. La Estela se levantaba las faldas y se las amarraba en la cintura.  El par de malandros se solazaban curioseando de reojo el culazo en calzones de balleta. Esto cuento nos lo contaba el contador, Rafacho, un trome como Tarzán, un guapazo como Jim de selva, a nosotros, los escuchadores en cuclillas, formando ruedo, a la luz de la luna --o sea, yo, Shato-- que ahora estoy hasta las huevas, cagadísimo como palo de gallinero, porque La Merced se me aleja cada vez más y más-- Jisho y Machaway.