En la finca de la tía Mila
7
Con los vaqueros y la mochila ajados por una ausencia de veinte años llegas, por fin, hijo pródigo, a La Merced, después de atraversar San Ramón, alicaído por la nostalgia y los remordimientos, rememorando sin tregua las vacaciones de antaño en la finca de la tía Mila. El rumor del río bajo el puente de hierro aún resuena pedregoso en los tímpanos, y el verdor sin confines exhala aún la fragancia de las flores blancas, mitigando la canícula que ahora sofoca, tortura. Ay, comarca mía, odio con piedad yo te lo pido. Cómo diablos olvidar las miríadas de picaduras de los mosquitos que supuraban aguadija, a despecho del velo bajo el sombrero de paja y los algodoncillos empapados de alcohol.
Asombrado por estos lapsos del tiempo, te yergues sobre las puntas de los pies para palpar el ventanal del bus con asientos reclinables y televisor. Entonces, alguien te palmea tímidamente en el hombro. Es la agraciada morocha que viajó desde Lima hasta La Merced, sí, en plan de despedirse con un apretón de mano. Que disfrute, señor, su estadía. A poco rato de cruzar miradas, durante el viaje, tú le habías indicado en el ventanal el legendario Malpaso, en la otra margen lejana del río –una serpiente espumosa que tronaba en el fondo de la quebrada--, y al toque te avasalló la emoción. Aquel trecho de la carretera, labrado en roca viva y plagado de stalactitas chorreando agua cristalina por las ventanillas de la gondola que el Viejo solía bandearlo pisando el acelerador a fondo. La morochita, a tu costado, entonces, te agarró del codo con cierta ternura. ¿Se siente mal, señor?
Sudando a chorros te detienes en la vereda. Los agraciados pasos de la morocha se extravían en el gentío que desplaza hacia el parque de las palmeras. Al igual que la muchacha cuyo desparpajo de las caderas te cautivó en la polvorienta avenida de antaño ¿Todavía la recuerdas? Sí, cruzó la otrora esquina del chifa de paredes de estuco y techo de calamina que ahora en un edificio de tres pisos con veredas y pista asfaltada. Y más áun, aviso luminoso: La muralla china. Un amargo suspiro frente al fragor del tráfago de buses en la playa de estacionamiento que se extiende a lo lejos con floresta verde que te verde del monte. Había una vez aqui un mercadillo con tres peldaños que descendías en pos del exquicito caldo de gallina. Justo aquí y contiguo a los peldaños estaba el paradero de las góndolas, sí, los colectivos que levantaban nubes de ocre polvo entre La Merced y San Ramón. ¿Cómo no recordar la foto de Shato a horcajadas en la capota con la crencha ensortijada y el infalible chupón en la boca? La Toya ilusa de que que le naciera chancletita. ¿Y al Rafa? Que de chigolillo se trepó el asiento del chofer, puso en neutro sin saber ñizca de manejo; entonces, el choque con la góndola de adelante en este paradero. El Viejo festejo la travesura, en vez de fajarlo a correazos. Y en otra ocasión, con sólo trece años, tomó el timón hasta San Ramón mientras el Viejo roncaba en el asiento de atrás la juerga de varias noches.
Merodeas por un buen rato frente a los restaurantes atestados con gente de todo jaez, aunque la mayor parte son caucasoides de medio pelo mezclándose ahora con los chunchos salvajes. ¿Con esos ciudadanos de segunda clase? Conchuda, la pituquería. Con el fardo de quebrantamientos a cuestas, te sientas en uno de los bancos bajo las palmeras, junto a un par de señoras en faldellín que platican airadamente en Quechua, mientras ambas, te escudriñan de reojo como si fueras un bicho raro. ¿Y la piadosa morochita? De pronto aparece un harapiento ostentando en el agujerón de la entrepierna un vergajo de burro. La misma sonrisa de idiota del franchute que allá por el ochociento y tantos se masturbaba, las posaderas en la vereda, mientras como turista de mochila te apresurabas hacia la torre de Eiffiel. Cuando las andinas de colorido faldellín se escupen cada vez más gotitas de saliva verde y a punto ya de trenzarse, te la picas al toque, agarrando rumbo hacia una vertiente que daba a una esquina de la plaza. De improviso, ya estás en plan de picaflor con la dependiente, quien, a su vez, con picardía tiende el puente para una posible noche de goce en un club de salsa en la ciudad. Y quizás más por paranoia que por miedo, angustia o pánico, soslayas de un solo plumazo la posibilidad de un cuerpo alegremente sensual. Y ya de vuelta en la calle, guardas en el bolsillo trasero el papelito que te alcanzó esta otra muchacha en flor.
Esperas ahora por un plato de cupte en un restaurante y no pasas desapercibido al salir porque te falta moneda nacional y completas la cuenta con dólares. Sorteas peatones en la vereda y capturas la atención de una mototaxi: ¿La entrada la Hacienda de San Carlos?. Al toque le doy la jaladita pallá, jefe. La colina por donde sube la carretera en zigzag hacia la chacra de la tía Mila ha desaparecido: del antiguo naranjal San Carlos, no queda ni una naranja. Es una barriada en una planice como la ingratitud sin límites. La hacienda, jefecito, hace un chuchonal de tiempo que no existe. Se lo llevaron los haycos, los derrumbes, los diluvios del carajo. Le pides al mototoxista que se olvide del asunto, que te de aventón a la Ford. ¿Qué? Se embala con un fierro, jefe. No le das el lujo de los detalles, te limitas a darle el papelito con el nombre y la dirección de la muchacha del bazar. En el fondo de un taller de mecánica, al costado de la concesionaria Ford, enmarcada por unos tablones, una mujer esmirriada, meneando las greñas, no, señor, esa fulana no vive aquí.
En diagonal cruzas hacia el edificio todavía de color gris pero sin las nubes de polvo y cuando llegas a esquina, el mismo mototaxista aparece esta vez con otra muchacha en flor que no cesa de retocarse el cabello. Y aquí me tiene otra vez a su servicio, jefecito, pero esta vez puede compartir los gastos con la damisela. De vuelta al barrio, ¿a la Plaza de las Palmeras, no? Tarifa de dos por uno. En la tibia brisa de la cuesta bien empinada, la joven, a diestra y siniestra, se espolvorea con la motilla las mejillas y, coqueta, se coloretea los labios. ¿Un plancito? No, aguanta el carro. Era mucha la coincidencia. ¿Tramaban algo? Se trunca tú delirio tremens cuando la mototaxi se detiene en una de las esquinas de la plaza de las palmeras. Un hombre con un holgado terno de lino blanco, ocultando las canas en un sombrero de Catacaos, te sonrie luciendo sendos incisivos de oro. Me tinca que anda perdido, coleguita. Ah, doña Mila. Hace siglos que no baja a La Merced, la pobre. Usted sabe, la vejez. La hija del italiano, finado ya, solía traerla después que don Anchico, falleció hace años. Ah, la hija, sí, sí, vive cerquita nomás. Miré allí, en esa casa de alquiler.
Luego de tocar la puerta un buen rato, no responde nadie. Una señora con un niño en brazo, en trajín por el corredor, te informa que todo el mundo estaba en el río en una kermesse que organizó la colonia de los alemanes. Pero el hijo de la señora Norma tiene una tiendita en la nueva urbanización. Detrás del mostrador, cabizbajo, el tipo tartamudea; hace años que no pisan el fundo del abuelo Pancho, desde que murió cantando Garibaldi se fue a la guerra pumpurumpum. Loquísimo, el abuelo. ¿La chacra de doña Mila? Suba hasta la cruz del cerro y allí agarra el camino de herradura. Que el mototaxista lo lleve de vuelta al mercado. En una esquina hay un quiosco de jugueras bien ricotonas y delante chambea en su silla de ruedas, Rolando, hijo adoptivo de la Doña. Alli el tullido se gana del frejoles vendiendo en el suelo sus candeleros hechos con tarros de leche Gloria. Las jugueras te aseguran que lo ven empujar la silla de ruedas por una calle paralela al mercadillo y, luego, dobla a la derecha y sigue hasta la mitad de la callecita que muere en la quebrada por donde se sube a la cruz del cerro. Alli, en una quinta de rejas,casi a mitad de la calle, se guarda el lisiadito al atardecer.
Si, aquí vive, Rolando, le respondió un joven en pantalón corto y calzando zapatillas de calidad. ¿Quién es usted? ¿Por qué lo busca?. No, imposible. De ser cierto su nombre, usted murió cuando yo nací. Una voz desde el interior ordenó que se dejara de majaderías, ¿acaso no sabías del tío en el extranjero?. Aja, ahora lo agayto. No, no yo no puedo guiarle, señor. Pucha, ¿hasta el río Toro?. Estoy hasta el cien de tiempo en el pedagógico. Y cuando esta a punto de cerrarle la puerta, sale una joven en shorts pero con sandalias, achinada, con un cerquillo que casi le toca las cejas. Le alza la voz a su compañero: que se pusiera las botas y el overol, malcriado. Había que llevar al pariente al río Toro de inmediato antes que doña Nelly regrese a la chacra después del lavado. Por la quebradita llegamos hasta la Cruz en la cúspide del cerro y de allí a una legua más o menos alcanzamos el río.
No, ya no es como antes. ¿Dónde está el caudal que se coronaba de espuma durante los torrenciales? Los pedregones entrechocaban en el lecho y las montañas trepidaban en sus cimientos. Y Rafacho, nos jodimos caracho. Se nos vino el fin del mundo. Alli quedan como vestigio las anormes rocas de color plomo pero que ya no relucen con sus lagartijas que se tostaban bajo los destellos filtrándose por los intersticios de una arboleda tupida en las orillas. Y ahora no queda sino una rala floresta bajo un sol sin los fuegos fatuos de antaño. Alrededor los charcos entre el roquedal los arroyuelos que fluyen mansamente. Mientras saltas de roca en roca, deshilvanas la remembranza de los polluelos detrás de la mama gallina que los guiaban por la senda en busca de gusanillos aleteando cada vez que la brisa trepaba por la ladera empinada de la montaña. Tus cicerones marchan adelante discutiendo sobre el cultivo de buenos modelos de la reciente generación. De pronto, a cierta distancia, emerge un grupo de persona en uno de las tantas encrucijadas de la cañada. La vocinglerían por la probable sorpresa, o quizás por la bienvenida, aunque tal vez por el rechazo, se acalla cuando con voz de walkiria la joven del cerquillo asegura que no se trata del forajido Machaway, no, señora, es el sobrino de la abuela, el señor que vive en el extranjero. La mujer canosa, desdentada, vestida con un ajado y desteñido faldellín, se tapa la boca con ambas palmas y menea la cabeza. No, no quería que te acercaras. Masculla tu apodo de cuando eras niño, y las lagrimas le inundan las mejillas. Sin dejar de cubrirse la boca, ella dictamina con un gesto hierático que dos de sus nietos te acompañen hasta los cobertizos de humiro allá en la cumbre donde, asegura en Quechua, que la tía Mila ya desde ayer adivinó la llegada de un forastero de tierra lejana. ¡Ah, caracho, la bruja de los malos augurios?, mascullas entre sí. Los niños suben la cuesta fangosa y sólo en ciertos tramos se perfila la espesura verde que te verde de antaño. El niño de adelante incrusta el palo en el suelo para mantener el equilibrio, mientras el de atrás te da instrucciones para no resbalar al fondo del barranco. ¿Por qué no se puso los rompebuques? ¿Zapatos de calle para sabir a la chacra de la abuela?, interpela el niño de adelante. Un resbalón, y se saca la chochoca, señor. Deja de meterle miedo al tío abuelo, caracho. No vaya por el cantito, no mire el fondo que se va marear. Estamos por cruzar el peligro, un para de trancos más, y ya está. Y para camuflar el terror te concentras en la gallina de los huevos de oro con su hilera de pollitos amarillos y el azabache que cojeaba de una patita, quedándose atrás. Cuando la mamá gallina se dio cuenta de que la seguías agazápondote en los matorrales, dio media vuelta y regresó no por esta fangosa bajada sino que se internó en la espesura de la monte que realeaba alrededor de los cobertizos de humiro, o el solar de Doña Mila, como lo llamaba con sarcasmo el italiano Pancho Pazuñe. Y de pronto en tu memoria de la tía Mila cortando de un tajo tu solaz con la gallina de los huevos oro y su secuela de pollitos cacareando ella por la canaleta alrededor del patio y sus polluelos picoteando en los pocitos de la lluvia. No, carajo, aquí todo el mundo me trabaja, intendinquichu manachu. Aquí nadie viene a rascárseme las pelotas pensando en las musarañas. Y tu chamba era la de meterle el dedo en el culo de las ponedoras antes de asentarlas en sus respectias hileras dentro del gallinero, y por más que te lavabas el índice con greda y lejía, la pestilencia perduraba en el interior de las uñas y no te quedó más remedio, hijo pródigo, que comer con la mano izquierda. No, no querías arruinar el sabor fresco y fraganciosa de tu tajada de pan francés que la abuela Esther, la fornicadora de Rafacho, almacenaba en canastas cubiertas de un mantel inmaculado de la sagrada familia.
De improvisó, aparece bajando por la cuesta fangosa un hombre trigueño de mediana estatura. Lleva botas de montar, un pantalón de casimir, y una chompa azul marino. Los niños, ambos, al únisono, lo saludan, antes de que el susodicho te estrecha la mano torpemente. Es el marido de la Nelly y se identifica como procedente de Jauja, y sin más rodeos te cuenta la historia de Rolando. ¿El muchachón de la silla de ruedas? Había tres versiones pero ninguna de ellas goza de mayor credito. Creame, amigo, un misterio. Corría el mozalbete de carajo cuesta abajo velozmente cuando perdió el equilibrio al asomarse al borde y de lleno fue a dar al fondo del barranco donde le esparaba un tronco que le rajó la columna vertebral. No, imposible, disentía los chacareros de la vecindad. Lo que pasó es que lo agarró Sendero Luminoso --especulaban otros--, en pleno fiestón y lo torturaron por borracho, putañero y fumón, no picos, ni hoces, ni lampas, sino lo apalearon con ramas gruesas de chonta hasta destrozarle la espalda desde el cuello hasta el huesito de la alegría. Pero otras lenguas viperinas afirman y confirman que fue la misma Doña Mila que lo sacó a palos de la fiesta donde había bebido como un condenado, templado de la hija del nuevo dueño de la Pampa, y lo arreó a palazos hasta su camastro, y allí, agarrando con todas sus fuerzas la chonta más dura, le descuartizó la columna vertebral al pobre que estaba de cúbito ventral. Sí, enceguecida por la ira, esa lacra que corroe a la familia Montes. ¿Lacra? Entonces, se desencadena la remembranza: estabas tú, hijo pródigo, al pie la escalerilla, mientras el Viejo acomadaba la carga de los pasajeros dentro de la toldera ajustando las soguillas, cuando pasó un cholón alto y fornido, saludando. “Y qué haces, Loco” “¿Loco?, indio de mierda. Sólo mis amigos tienen el derecho de llamarme así”, le respondió el Viejo bajando por la canastilla donde se trepaba a la intemperie el chulillo de turno durante los viajes. En un par de segundos, luego de cruzar la calle, lo dejó tendido en el suelo de un solo cabezado y de yapa una chalaca en la panza. Cegado por la ira, con una lluvia de puntapiés, el Viejo arreó al hombre ensangretado hasta que cayó en las aguas precarias del río Tarma. Justo allí lo contuvieron al Viejo dos hombres de la rencauchadora, sus amigos, Loco, loquito, cálmate, no te desgracies por el amor de Dios. El Viejo volvió en sí y se puso a llorar. ¿La lacra? Y mientras escuchas otras posibles variantes de la historia de Rolando, evocas, asimismo, al gallo carioco con las patas anudadas sobre el tronco. Después colocar el cuello escamoso al borde, te alcanzaron el machete de cobre puro, pero no pudiste degollarlo de un solo golpe, como solían hacerlo los machazos de pelo en pecho, el tío Anchico, y su acólito, el Rafacho. Gritaste desaforado porque el gallo rompió la soguilla que le ataba las patas y voló a ras de suelo por el patio dondé solían comer a la cinco de la tarde las cien gallinas y los veinticinco gallos de mil colores, y los abuela Estele los invocaba a las cinco de la tarde, ¡pip, pip, pip! Dio vueltas el pobre animal con la cabeza sostenida por un hilo rojo hasta que quedó tieso en un charquito de sangre. Y mientras los degolladores festejaban a carcajadas el viacrucis, tú te desgarrabas de llanto, hijo pródigo. Otra vez, ¿la lacra? Del declive del inmenso patio no queda sino una oscura espesura silvestre que se funde con las tinieblas del monte. El gallinero y el horno y la cocina ya no existen. Subes por los escalerilla de concreto al patio de los recintos con techumbre de humiro con la taza de avena con cocoa que uno de los niños trajo desde el rancho de una sola pieza donde antiguamente habitaba la peonada con sus familias. Desde el pasadizo paralelo al primer recinto qu, servía como dormitorio y depósito para apilar los costales de café, los sacos de maíz y las cajas de frutas que en los buenos tiempos se alistaba para la venta en La Merced, los días de feria, sí, desde allí, bajo del reflejo de la luna, se perfila entre las sombras una silueta encorvada, asediada por el tenebroso concierto de las cigarras, los grillos y los búhos. Luego de un siniestro carraspeo profirió la premonición de que una nube de mariposas rojinegras de malos augurios le anunciaron pomposamente el retorno del hijo pródigo, igualito como aquella lejana noche cuando el furioso relincho de las mulas le anunció la muerte de su Chino, o su loco Félix, que un vez llegó de improviso a los cobertizos de humiro acelerando la góndola sin atollarse en los charcos de lluvia, se esfumó en un dos por tres dejando en pindiga al Rafo que lo acompañó en ese viaje sin pasajeros desde Tarma. Sí, se hizo humo en un tris en el seno del monte pero, al poco rato, se desgarraron unos alaridos que espantó a las bandadas de pericos y guacamayos. Dizque al toque Rafo salíó disparado sin importarle las improperios de la tía Mila, y cuando lleguó a un claro de floresta, estaba el Chino de la tía Mila sentado en la hierba con la cabeza hundida en el regazo y las manos arrancándose los cabellos. Al notar la presencia de Rafo, se puso de píe para apedrearlo. Pucha, me falto culo para correr. ¿Una nube de mariposas rojas?, te interrogas, hijo pródigo, retornando de los ensueños de la memoria, mientras el hombre trigueño continúa de rato en rato con la perorata para recuperar la Pampa de unos indios ignorantes y usureros, unos mil dólares por lo menos, para instalar un criadero de abejas. Mire, con sólo tres panales, me basta para cubrir los gastos de casa, ¿se imagina, coleguita, una granja de miel de abeja? La tía Mila volvió a echarse en la hamaca y con un gestó frenético a sus años te ordena sentarte en el banquito de al lado, y luego revuelve en cesto a su costado unas papitas ocas ollucos marchitados. Ay, mi Negrito, que te llevarás, pues, a tu regreso. Y en segundos viste bajo un reflejo de la luna, la ajada foto del abuelo, el colorado alto y fortachón, de bigotes hitlerianos, con polainas y fuete en la mano, el que solía arrear a la indiada del sur y en camión traerlos como ganado para la cosecha de café, y qué te llevarás a tu vuelta, ay mi Batuto, viniendo de tan lejos., Es lo único que me queda. Estoy en la miseria, mi Chino Félix. Señora, dese cuenta, es el hijo, no el padre, sí, pues, solamente con una inversión de mil dólares se recupera la pampa y quién sabe Señor, como viento en popa la familia florece otra vez, y se logra la prosperidad de los viejos tiempos. Estarás ya cansado, ay, mi Batutito, lo dormirás, pues, en la cama de tu padrino Anchico. Bueno, pariente, en caso de que regrese a Perú, podría entrarle al jugoso negocio de la miel, No se sienta obligado, es una sugerencia, nada más. No se incomode, que descanse bien, mañana será otro día. Buenas noches. Cuando estás a punto de cerrar los ojos para sumergirte en tenebroso concierto de las cigarras, los grillos, y búhos reparaste en el sombrero verde de paño color verde nilo que el tío Anchico no se lo sacaba ni para limpiarse el culo con hojas de pituca. Te sientas en al cama para descolgarlo del madero. Estaba corroído porla polilla y cubierto por un polvo de siglos, pero así y todo, lo estrujaste contra tu pecho. Y de pronto, despiertas y de un solo tajo de machete te han abierto el vientre. Oh, Santo Cielo, sentado al filo del catre, con ambas palmas convulsas de la mano, sostenienes tus tripas ensangrentas y si el hervidero de gruesos gusanos se desliza al suelo por las junturas de los dedos, te habrías vuelto ya un cadáver. Gritas a todo pulmón para que la condenada de la bruja se despierte en su cama de ultratumba. No, no querías que tus entrañas contrajeran una infección fatal, si tocaban el suelo. Finalmente, la tía Mila se levantó de las sábanas salpicadas de sangre y carraspeó como una poseída por el demonio que tu habías venido desde tan lejos, pero de tan lejos, luego de una ausencia de veinte años, para dejar tus huesos entre las hojas de pituca.
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