EN LA FINCA DE LA TIA MILA
6b
Al retornar de los matorrales alrededor de la toma de
agua, Shato se dio de bruces con un curco que a duras penas subía por la
pendiente. Vistiendo terno de cordelllate negro y sombrero de copa, el giboso
se paró de golpe y, acto seguido, se hizo la señal de la cruz al revés dizque
para exorcisar la aparición de un duende, santo cielo!. Por su parte, Shato
quedó paralizado, los nervios en punta, pronto a gritar, pero pero no, no había
que muñequearse, más bien balbuceó entre sí: ¡Chasumá, un pishtaco?. Tantas
veces el tío Pedro le advirtió que estos
matagente deambulaban por las quebradas en busca de opas en plan de despellejarlos
y extraerles toda la grasa que lo
exportaban a buen precio para lubricar la maquinaria de los gringos. Cuando el curco se puso rezar en latín y la giba hinchándosele cada vez
que desgrababa el rosario de oraciones, a Shato le asaltó la duda. ¿Pishtacos
en la selva? O tal vez sería el
mismísimo diablo disfrazado de sacristán para hacerlo caer en la tentación. No,
el no atracaría ¿Brincar al precipicio como el Tayta Cristo? Ni cagando. El no era un opa de la sierra.
Arrugando el entrecejo, aprentando los labios, aunque musitando entre dientes, un canto de la sirena, trotó de largo y, al toque,
agarró embale por la cuesta abajo, zizagueando por la carretera que culebreaba por
la ladera de la colina. ¿Duende, yo? Ni cagando. Pronto llegaría la otra ladera donde
descansaba el bosque de los pacaes.
Al vislumbrar a lo lejos el túnel de floresta, a Shato
le brincó el corazón porque no tardaría mucho en aparecer la colina de la
hacienda San Carlos. Rafo le chamuyó que en ese lugar solían asomarse en cámara
lenta piaras de sachavacas, hordas de venados, pero no se aguayta ni míechica,
caracho.. Estos animales de Dios –palabreaba el Jim bamba de la selva—se
espantan a veces cuando uno sigue por la sombra de los ramales las dos huellas
arcillosa del camino después de vigilar por leguas la hilera de grama en el centro
y sus odiosos mantis, esos insectos a guisa
de hojas, acechando siempre a uno para sacarte ronchas en la raja del
culo, pero a mí, el Rafo, el de la pura leche, nones. Ayayero y trafa, el Rafo, y conchudo por
añadidura, musitó Shato, casi orinándose en los pantalones, pero aún así en
penosa condición,, daba trancos con
ahínco cubriéndose las orejas debido a la batahola que concertaban la parvas de murciélagos, búhos y payares,
malagüeros, comuflados en las copas de los árboles, espiándolo, sí, para
cogotearlo el menor descuido., los hideputas. Ya en la nueva bajadita, casi giró en sus talones y de vuelta, pues,
a dormir bajo la techumbre de humiro. El plan de ir a pie a la Merced
por una raspadilla para Machaway, el perseguidor de mariposas blancas, se le
resbalaba de la palma como una pompa de sudor.
No obstante, al reparar en el Ratón,
sentado el conchudo con las orejas en punta, lo saco de quicio: pichi de
mierda, ven al toque, carajo, que ahorita mismo
te arreo a pedrada limpia. Jadeante, la lengua seca, sudoroso arreó a
Ratón con un palo reseco y logró, sin darse cuenta, llegar al puente de troncos
donde se arrodillo para beber sin importarle el murmullo de las ánimas que
dormían para siempre en el lecho del puquio de los bagres y sin importarle tampoco si las
viudas podrían desprenderse desde arriba en espiral hacia abajo para saciar la
sed, sí, esas sierpes rojinegras
enroscada en la espesura de los arbusto; de modo que embaló antes de que se
despierten esos demonios del infierno, y bisbiseando las lancetas anuncien la muerte. Sí, una muerte anunciada. Y ahí
sí, papas con ají, el acabose, y nadie quedaría para contarla. Ni siquiera su sombra.
Una vez atravesada la curva del diablo, trotó echando
el cuerpo hacia atrás, mientras, Ratón, a su costado, ladrando de algarabía
después de estar gimoteando por un buen rato. Ambos casi sin aliento lograron
alcanzar la nueva curva, pero reanimados y, al cabo de un buen rato de
descanso, llegaron a la cúspide de la arboleda de la última montaña. Allí, casi cegado por el resol, entrevió la falda
las dos huellas de polvo amarillo que en zigzag descendía hasta bordear la
hacienda San Carlos. Se frotó los ojos
para asegurarse que no alucinaba. Desde alli hasta La Merced habría por lo
menos media legua a lo más y, cataplum, lo logramos Ratuchín, mi pichingín. A
medio camino de la bajada, Shato se dio el lujo de devanarse los sesos por un
buen rato para figurarse cómo diablos
los vejestorios, Mila y Anchi, pudieron sobrevivir la volcadura en ese paraje. Desde la
cima de la colina hasta el alambrado que desanimaba a los ladronzuelos que
merodeaban por los alrededores de la hacienda, rodaron. Dicen que el Jeep dio varias
vueltas de campana mientras el viejo Anchi cayó de poto en el lecho reseco de
un desaguadero de lluvía, mientras la Chunca Mila quedó patas arriba con
la cabeza atrapada en arbusto de lianas, dejando al descubierto sus calzones
con bombachas para solaz de los operarios que lampeaban un derrumbe por las
cercanías. Y ahora -por fin y a golpe de tiro-- relucía la hacienda San Carlos,
gracias a Dios todopoderoso. Aleluyas, al Creador, Ratón.
Desde la cumbre esplendía con nitidez el naranjal
interminable de hileras verde amarillo. A lo lejos, por encima del centelleó,
se podía auscultar las nubes de polvo en la ancha carretera con los camiones y
sus tubos de escape torpedeando con destino a Satipo por cargas de troncos para
los aserraderos, quintales de café, sacos de maiz y cajones de frutas. En la
lejanía se vislumbraba las crestas del caudaloso río en cuyos flancos de arenal
se erguían imponentes, y bien lejos las rocas, unos mastodontes casi imposible
de treparlas, y detrás, aún más lejos, se auscultaban las cadenas de colinas
cubiertas de una densa arboleda verde que te verde.
Por fin, Shato y Ratón llegaron a la entrada de la
camino de dos huellas que llevaba a los varios fundos de los chacareros. Ambos
se sentaron por un buen rato antes de emprender el declive de la calle sin
pavimento que conducía a la plaza de las palmeras. Caminó ocultándose entre los
chacareros que se aglomeraban en las veredas. En una de las calles aledañas a
la plaza había un kioscos de refrescos donde
Shato, antes de regresar, debía comprarle un chupete a Machaway que a
estas horas estaría buscándolo como loco detrás de las mariposas que se le
evadían justo cuando estaba a punto de atraparlas, entonces, la monotonía de
sus clamores de ay, pichuchanca malagüera, no me las escandas a estas
chuchumecas del diablo.
En camino hacia
la esquina del chifa donde su padre solía llevarlos cada vez de los
expresos directos para los piuranos de Catacaos que vendían sombreros de paja
fina en el mercado de los caldos de gallina, se percató de qué un par cuadras hacia abajo quedaban los baños públicos de La Merced. A la altura del mercado, se cercioró si el fantasma de la
góndola azúl de papá no estuviera cuadrada en el paradero, espiándolo. Y
debido al reverbero del mediodía podía verse sentado horcajadas
sobre la capota, a los tres años con su eterno chupón y su rulos que le cubrían las mejillas.
Bien macho, caracho, nada que ver con chancletita soñada por la loca del caserón, la Toya,
y su incesante cantaleta sobre las aventuras del Quijote y Sancho Panza y del
Conde de Montecristo, Genoveva de Bramante, y una tal Bovary. Y renació el miedo de antes a los cagaderos cada vez que se
acuclillaba sobre los agujeros de las aguas encrespadas del
río y los moscardones verdiazules que se enardecían en el vaho hediondo y
si los zancudos, camuflados de abejas, se infiltraban, el acabose, porque te dejaban los carpachos henchidos con
una picazón los carpachos, madre mía, uno agarrabas terciana de
fiebre y tembladera. Cuando llamó a Ratón desde la cima de los escalones del cagadero,
se le escarpeló el cuerpo. ¿Dónde diablos se había metido el perro chasumá?
Subió la pendiente de la avenida por la vereda ocultándose entre el gentío del
día de feria, e invocaándolo en voz melíflua, un susurro seductor, ay
Ratuchito, mi querido pichichongo, dónde mierda te has metido. ¿Y qué cuenta le
rendiría la tía Mila de Hitler cuando no lo
viera al perro saltándo, corriendo y ladrando como loco cuando ella retornaba a su
fundo? Según ella, fundo o finca, no lo confundan con chacra de chulillo pobretón. Por un pelito de ángel,
el Shato, abatido, casi se sienta en un banco del parque y se echa a llorar
como la María Magdalena y de ese modo, pues, conmover algún chacarero para que
le diera una jaladita porque, señorcito, le juro por mi santa madre, la Toya,
que me dejaron botado sin darse cuenta, mis tíos Mila y Anchi, que por primera
vez lo trajeron al día de feria, si, en su Jeep chilandito, era su turno, ya
que los otros se quedaron en el monte, el Rafo con su chifladura de ser Tarzán
o ser Jim de la Selva, y el Jisho sollozando todo el santo día por estar
sufriendo el purgatorio en vida, y el concho Machaway, arrastrando la cojera detrás de
las mariposas blancas. Pero no, carajo, eso sí que no, el no se rebajaría con
este cuento a la recua de chacareros hijos de su puta madre. El era Shato, o
sea el el de los cojones bien
puestos, según el querido loco Félix.
Por consiguiente, resignado a la desventura, Shato compró un chupete de
hielo de mil colores para el cojinova Machaway, pero se derritió no bien hubo
caminado dos cuadras de la avenida que bajaba hasta la entrada de la carretera
de dos huellas arcillosas, la misma que bordeaba un buen trecho del naranjal
San Carlos. De modo que regresó sobre sus pasos y en el mostrodor puso con
meticulosidad los últimos centavos de la propina que le dejó su loco Félix
cuando en uno de los tantos destierros cuando coincidieron los cuatro todos juntos durante los meses de vacacione en elpredio de alcurnia de la tía Mila, quien desaforaba cuando se hacía averia y media en la en la odiosa o amorosa montaña verde que te verde. La vendedora tuvo que agacharse para darle todo lo que podía
comprar: un cucuroso con raspadilla. Pero qué diablos, se cagaba en el tapa del
loro, que Machwway y su retahíla de mariposas lamieran helados de su
alucinación porque el que ahora sostenía con la punta de los dedos, ya se
derritió casi un cien por ciento, y Shato, nada cojudo, se apresuró
para coger unas hojas de pituca para limpiarse las manos y la boca antes que la
turba de avispas y zancudos y mosquitos lo desmenuzaran a punta de picaduras.
Después de todo, que diablos importa ya:
puesto que el Machaway habría correteado su cojera todo el
día detrás de las mariposas inmensas y del tamaño de las hojas de pituca con que uno en
esos lares se limpiaba el reverendo
trasero, cuando brillaba por su ausencia un trozo de papel periódico o una piedra gris, bien pulida, para no lastimarse la raja del culo.
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