Powered By Blogger

lunes, 22 de enero de 2018




EN LA FINCA DE LA TIA MILA


6b
Al retornar de los matorrales alrededor de la toma de agua, Shato se dio de bruces con un curco que a duras penas subía por la pendiente. Vistiendo terno de cordelllate negro y sombrero de copa, el giboso se paró de golpe y, acto seguido, se hizo la señal de la cruz al revés dizque para exorcisar la aparición de un duende, santo cielo!. Por su parte, Shato quedó paralizado, los nervios en punta, pronto a gritar, pero pero no, no había que muñequearse, más bien balbuceó entre sí: ¡Chasumá, un pishtaco?. Tantas veces el tío Pedro le advirtió  que estos matagente deambulaban por las quebradas en busca de opas en plan de despellejarlos y  extraerles toda la grasa que lo exportaban a buen precio para lubricar la maquinaria de los gringos. Cuando el curco se puso rezar en latín y la giba hinchándosele cada vez que desgrababa el rosario de oraciones, a Shato le asaltó la duda. ¿Pishtacos en la selva?  O tal vez sería el mismísimo diablo disfrazado de sacristán para hacerlo caer en la tentación. No, el no atracaría ¿Brincar al precipicio como el Tayta Cristo?  Ni cagando. El no era un opa de la sierra. Arrugando el entrecejo, aprentando los labios, aunque musitando entre dientes, un canto de la sirena, trotó de largo y, al toque, agarró embale por la cuesta abajo, zizagueando por la carretera que culebreaba por la ladera de la colina. ¿Duende, yo? Ni cagando.  Pronto llegaría la otra ladera donde descansaba el bosque de los pacaes.
Al vislumbrar a lo lejos el túnel de floresta, a Shato le brincó el corazón porque no tardaría mucho en aparecer la colina de la hacienda San Carlos. Rafo le chamuyó que en ese lugar solían asomarse en cámara lenta piaras de sachavacas, hordas de venados, pero no se aguayta ni míechica, caracho.. Estos animales de Dios –palabreaba el Jim bamba de la selva—se espantan a veces cuando uno sigue por la sombra de los ramales las dos huellas arcillosa del camino después de vigilar por leguas la hilera de grama en el centro y sus odiosos mantis, esos insectos a guisa  de hojas, acechando siempre a uno para sacarte ronchas en la raja del culo,  pero a  mí, el Rafo, el de la  pura leche, nones.  Ayayero y trafa, el Rafo, y conchudo por añadidura, musitó Shato, casi orinándose en los pantalones, pero aún así en penosa condición,, daba trancos  con ahínco cubriéndose las orejas debido a la batahola que concertaban la  parvas de murciélagos, búhos y payares, malagüeros, comuflados en las copas de los árboles, espiándolo, sí, para cogotearlo el menor descuido., los hideputas. Ya en la nueva bajadita,  casi giró en sus talones y de vuelta, pues,  a dormir bajo la techumbre de humiro. El plan de ir a pie a la Merced por una raspadilla para Machaway, el perseguidor de mariposas blancas, se le resbalaba de la palma como una pompa de sudor.   No obstante, al reparar en el Ratón,  sentado el conchudo con las orejas en punta, lo saco de quicio: pichi de mierda, ven al toque, carajo, que ahorita mismo  te arreo a pedrada limpia. Jadeante, la lengua seca, sudoroso arreó a Ratón con un palo reseco y logró, sin darse cuenta, llegar al puente de troncos donde se arrodillo para beber sin importarle el murmullo de las ánimas que dormían para siempre en el lecho del puquio de los bagres y sin importarle tampoco si las viudas podrían desprenderse desde arriba en espiral hacia abajo para saciar la sed, sí,  esas sierpes rojinegras enroscada en la espesura de los arbusto; de modo que embaló antes de que se despierten esos demonios del infierno, y bisbiseando las lancetas anuncien  la muerte. Sí, una muerte anunciada. Y ahí sí, papas con ají, el acabose, y nadie quedaría para contarla. Ni siquiera su sombra.
Una vez atravesada la curva del diablo, trotó echando el cuerpo hacia atrás, mientras, Ratón, a su costado, ladrando de algarabía después de estar gimoteando por un buen rato. Ambos casi sin aliento lograron alcanzar la nueva curva, pero reanimados y, al cabo de un buen rato de descanso, llegaron a la cúspide de la arboleda de la última montaña. Allí,  casi cegado por el resol, entrevió la falda las dos huellas de polvo amarillo que en zigzag descendía hasta bordear la hacienda San Carlos.  Se frotó los ojos para asegurarse que no alucinaba. Desde alli hasta La Merced habría por lo menos media legua a lo más y, cataplum, lo logramos Ratuchín, mi pichingín. A medio camino de la bajada, Shato se dio el lujo de devanarse los sesos por un buen rato para figurarse cómo diablos  los vejestorios, Mila y Anchi, pudieron sobrevivir la volcadura en ese paraje.  Desde la cima de la colina hasta el alambrado que desanimaba a los ladronzuelos que merodeaban por los alrededores de la hacienda, rodaron. Dicen que el Jeep dio varias vueltas de campana mientras el viejo Anchi cayó de poto en el lecho reseco de un desaguadero de lluvía, mientras la Chunca Mila quedó patas arriba con la cabeza atrapada en arbusto de lianas, dejando al descubierto sus calzones con bombachas para solaz de los operarios que lampeaban un derrumbe por las cercanías. Y ahora -por fin y a golpe de tiro-- relucía la hacienda San Carlos, gracias a Dios todopoderoso. Aleluyas, al Creador, Ratón. 
Desde la cumbre esplendía con nitidez el naranjal interminable de hileras verde amarillo. A lo lejos, por encima del centelleó, se podía auscultar las nubes de polvo en la ancha carretera con los camiones y sus tubos de escape torpedeando con destino a Satipo por cargas de troncos para los aserraderos, quintales de café, sacos de maiz y cajones de frutas. En la lejanía se vislumbraba las crestas del caudaloso río en cuyos flancos de arenal se erguían imponentes, y bien lejos las rocas, unos mastodontes casi imposible de treparlas, y detrás, aún más lejos, se auscultaban las cadenas de colinas cubiertas de una densa arboleda verde que te verde.
Por fin, Shato y Ratón llegaron a la entrada de la camino de dos huellas que llevaba a los varios fundos de los chacareros. Ambos se sentaron por un buen rato antes de emprender el declive de la calle sin pavimento que conducía a la plaza de las palmeras. Caminó ocultándose entre los chacareros que se aglomeraban en las veredas. En una de las calles aledañas a la plaza había un kioscos de refrescos donde  Shato, antes de regresar, debía comprarle un chupete a Machaway que a estas horas estaría buscándolo como loco detrás de las mariposas que se le evadían justo cuando estaba a punto de atraparlas, entonces, la monotonía de sus clamores de ay, pichuchanca malagüera, no me las escandas a estas chuchumecas del diablo.
 En camino hacia la esquina del chifa donde su padre solía llevarlos cada vez de los expresos directos para los piuranos de Catacaos que vendían sombreros de paja fina en el mercado de los caldos de gallina, se percató de qué un par cuadras hacia abajo quedaban los baños públicos de La Merced. A la altura del mercado, se cercioró si el fantasma de la  góndola azúl de papá no estuviera cuadrada en el paradero, espiándolo. Y debido al reverbero del mediodía podía verse sentado horcajadas sobre la capota, a los tres años con su eterno chupón y su rulos que le cubrían las mejillas. Bien macho, caracho, nada que ver con chancletita soñada por la loca del caserón, la Toya, y su incesante cantaleta sobre las aventuras del Quijote y Sancho Panza y del Conde de Montecristo, Genoveva de Bramante, y una tal Bovary. Y renació el miedo de antes a los cagaderos cada vez que se acuclillaba sobre los agujeros de las aguas encrespadas del río y los moscardones verdiazules que se enardecían en el vaho hediondo y si los zancudos, camuflados de abejas, se infiltraban, el acabose, porque te dejaban los carpachos henchidos con una picazón los carpachos, madre mía, uno agarrabas  terciana  de fiebre y tembladera. Cuando llamó a Ratón desde la cima de los escalones del cagadero, se le escarpeló el cuerpo. ¿Dónde diablos se había metido el perro chasumá? Subió la pendiente de la avenida por la vereda ocultándose entre el gentío del día de feria, e invocaándolo en voz melíflua, un susurro seductor, ay Ratuchito, mi querido pichichongo, dónde mierda te has metido. ¿Y qué cuenta le rendiría  la tía Mila de Hitler cuando no lo viera al perro saltándo, corriendo y ladrando como loco cuando ella retornaba a su fundo? Según ella, fundo o finca, no lo confundan con chacra de chulillo pobretón. Por un pelito de ángel, el Shato, abatido, casi se sienta en un banco del parque y se echa a llorar como la María Magdalena y de ese modo, pues, conmover algún chacarero para que le diera una jaladita porque, señorcito, le juro por mi santa madre, la Toya, que me dejaron botado sin darse cuenta, mis tíos Mila y Anchi, que por primera vez lo trajeron al día de feria, si, en su Jeep chilandito, era su turno, ya que los otros se quedaron en el monte, el Rafo con su chifladura de ser Tarzán o ser Jim de la Selva, y el Jisho sollozando todo el santo día por estar sufriendo el purgatorio en vida, y el concho Machaway, arrastrando la cojera detrás de las mariposas blancas. Pero no, carajo, eso sí que no, el no se rebajaría con este cuento a la recua de chacareros hijos de su puta madre. El era Shato, o sea  el  el de los cojones bien puestos, según el querido loco Félix.
Por consiguiente, resignado a la desventura, Shato compró un chupete de hielo de mil colores para el cojinova Machaway, pero se derritió no bien hubo caminado dos cuadras de la avenida que bajaba hasta la entrada de la carretera de dos huellas arcillosas, la misma que bordeaba un buen trecho del naranjal San Carlos. De modo que regresó sobre sus pasos y en el mostrodor puso con meticulosidad los últimos centavos de la propina que le dejó su loco Félix cuando en uno de los tantos destierros cuando coincidieron los cuatro todos juntos durante  los meses de vacacione en elpredio de alcurnia de la tía Mila, quien desaforaba cuando se hacía averia y media en la en la odiosa o amorosa montaña verde que te verde. La vendedora tuvo que agacharse para darle todo lo que podía comprar: un cucuroso con raspadilla. Pero qué diablos, se cagaba en el tapa del loro, que Machwway y su retahíla de mariposas lamieran  helados de su alucinación porque el que ahora sostenía con la punta de los dedos, ya se derritió casi un cien por ciento, y Shato, nada cojudo, se apresuró para coger unas hojas de pituca para limpiarse las manos y la boca antes que la turba de avispas y zancudos y mosquitos lo desmenuzaran a punta de picaduras. Después de todo, que diablos importa ya:  puesto que el  Machaway habría correteado su cojera todo el día detrás de las mariposas inmensas y del tamaño de las hojas de pituca con que uno en esos lares  se limpiaba el reverendo trasero, cuando brillaba por su ausencia un trozo de papel periódico o una piedra gris, bien pulida, para no lastimarse la raja del culo.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario