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jueves, 18 de enero de 2018



En la finca de la tia Mila



¡Miéchica! , ¿Y La Merced, Ratón?  Acalambrados los tobillos y bajo sombra de un naranjo, Shato calma la sed y el hambre, apenado por el Ratón que jadea baboseando.  A lo lejos replandece la curva de las guadañas que vigilan el precipicio donde suelen volcarse los Jeeps de los chacareros.  Alli comienza una bajadita en zigzag. La primera vez que piso la chacra de la tía Mila fue como una una película a colores y en cinemascope. Se sucedían una después de otra las lomas, bien empinadas. Curioseando de reojo la nariz aguileña, dizque de un blancón de pelo en pecho, el tío Anchi, husmeando las dos huellas de arcilla por si acaso se le cruzara un gato montés, una zamaño, un sajino o un cupte.  Al llegar un tramo de boscaje con florecillas blancas, fraganciosas,  una mariposa se posó gracilmente en el marco del parabrisas. Mira, Milita. ¡Qué preciosura! Te costó esfuerzo mirar de reojo el ojo sin vida de la furibunda tía Mila porque al toque fulguró de ira. Ya me tienes harta con tus floripondios, carajo. Un día de estos nos estrellamos la ñata en el barranco y adiós mundo cruel. Y sin tanto melindre ni  aspaviento , Shato procede a fabricarse un emplasto con hojas de pítuca y se los coloca sobre la sienes empapadas de sudor. Luego, desgaja una rama reseca en caso de que una culebra de  Caín lo adormeciera, sibilina, con el siseo mortífero de su lanceta. Qué suerte. Los perrazos del Pancho Pazuñe no ladran; entonces, trotaría sin miedo la penumbra de tupida arboleda sobre el trecho donde la góndola solía atollarse cada vez que a papá, el loco Félix se le ocurriera visitar a su hermana mayor. Ella lo crio desde los tres años cuando quedó huérfano de padre y madre.  Casi siempre después de jugar una partida de cachito  con la farra de compinches en San Ramón y, medio zampado, enfilaba velozmente al bar de su querida Juana Vásquez, en la Merced, para seguir la parranda con el juego a los sapos y apostaba bien alharaquiento mínimo una caja de cerveza. Tú mamá putativa es la Juana Vásquez, Jisho, lo batiamos a todo dar y el alfeñique lloraba a gritos. Sí, pues, la góndola encallaba como cachalote en los charcos que dejaban los infatigables aguaceros noche tras noche. Entonces, un patadón en el trasero del chulillo Aurilio y se disparaba al toque en busca del tío Anchico. Con tu Jeepcito lu vas remolcar al gúndula, taytita, le lloriqueaba al padrino de Jisho.  Sacos de yute, troncos, piedras, todo, todo, dibajo dil llanta, pero mana manachu, nada de salirsi del huico, mirdacaraju, gúndula. No bien descendió una pendiente con el cuerpo que le vencía como si cargara un costalillo de papas, Shato se dio de bruces con el Popeye Pancho Pazuñe. Estaba de pie el Garibaldi de Milán, bajo el cobertizo donde guarecía el famoso par de Jeeps, justo al costado del arco de humiro de donde colgaba un retrato amarillento de Mussolini. El otro portal del fundo estaba en la banda opuesta, cerca de los galpones de la servidumbre, donde en yunta con el tío Anchico, dizque hacían ambos fechoría y media con las sirvientas según la pregonera nazi de la montaña, la tía Mila. Alli estaba, pues, el llaptu de mafia siciliana, rumiando yerba del Vaticano, la pipa colgada de las jetas arrugadas, sin dientes.  ¿Y dónde crees que estás mocoso del diablo? ¿En la Plaza de Armas de Tarma? Que se entere nomás doña Mila. Te va ajustar las cuentas a correazo limpio, caracho, por mataperrear en el monte. Las culebras te van a tragar con ropa y todo. Shato --mascullando entre dientes gringo concha de tu madre--, de nuevo remontaba otra loma tupida de maleza que escondía esos árboles de cuya corteza goteaba un liquido lechoso, veneno que en un tris te mandaba a la otra. Llegó casi sin respiración a la cumbre donde se extendía la pampa de los tapados. Cuentan que allí el Pacho Pazuñe halló un baúl repleto de libras esterlinas, o barras de oro.  De la noche a la mañana se apareció por aquellos lares de la montaña con un par de Jeeps. De arriba para abajo los manejaba con sobradera para controlar el trabajo de los maktas de Apurimacmanta que como los chutos de Ayachuchomanta de la tía Mila, cosechaban café sudando la gota gorda, chacchando coca, los carrilos hinchados por el sarro, babeando un hilillo verde por la comisura de los labios amoratados. De rato en rato en rato se limpiaban con el dorso de la mano, cada vez que retenían con los labios la cal embadurnada en un palito que extraían de unos poronguidos. Pero otros chacchaban sin cal, sólo con toqra,  un amasijo de ceniza con caca de gato, según aseveraba la sabiduría del Rafacho. Miéchica, ahorita mismo me caerían bien unas hojitas. Para que lo sepa todo el mundo –se vanagloriaba la tía Mila--  tu abuelo arreaba a latigazos a estos indios del sur, los metía como carnero en un camión, y los traía aquí para la cosecha de café. Asi pudo levantarse un poco, después de haber perdido la mina de cal y tenido que devolver el carrazo de lujo que lo compró en Lima cuando estaba en todo su apogeo. Si, pues, hojitas de coca, runasimita, para descansar un buen rato sentado en un curpa, asegurándome, eso sí, de que no fuera nido hormigas rojas. Las más bravas de la zona. Te dejaban el culo y las pelotas llenos de ronchas, la piel al rojo vivo, con una fiebre que hacia delirar a uno las maldades más recónditas. Shato detuvo otra vez para contemplar por un ratito nomás las reverberaciones entre la hierba espigada que se rizaba con la brisa refrescante de la floresta de flores blancas, pero mala suerte: no detectó ni mierda, ningún efluvio multicolor que revelara un tapado. Estaba empapado de sudor, seca la garganta, con un leve mareo; entonces, de un solo impulso se internó en la espesura de una trocha en busca de una canaleta que procedía de alguna toma de agua. Había que agacharse por un pedregal que enfilaba hacia un puente hecho de troncos sobre un arroyo camuflado de matarroles. Por fin pudo avizorar una canaleta sostenída por caballetes cruzados cada cierto intervalo hasta llegar al pozo de concreto que rezumaba la catarata en miniatura que brotaba de las entrañas de una quebrada.. Tenía que buscar una parte del terreno donde la canaleta, hecha con gruesas cortezas de árbol, estuviera a ras de suelo para poder arrodillarse y beber sin quebrarla. Y mientras bebía, otra vez Andres con la misma cojudez de las remembranzas para matar el tiempo:  esta vez era el Rafacho en yunta con Alejandro, el hermanastro de Lima, acompañaban ambos a la Estela para limpiar el musgo en las paredes de cemento de la toma de agua que fue construída por el tio Anchico a punto de comba en la roca y con cemento de primera calidad. La Estela se levantaba las faldas y se las amarraba en la cintura.  El par de malandros se solazaban curioseando de reojo el culazo en calzones de balleta. Esto cuento nos lo contaba el contador, Rafacho, un trome como Tarzán, un guapazo como Jim de selva, a nosotros, los escuchadores en cuclillas, formando ruedo, a la luz de la luna --o sea, yo, Shato-- que ahora estoy hasta las huevas, cagadísimo como palo de gallinero, porque La Merced se me aleja cada vez más y más-- Jisho y Machaway.

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